SOCIEDAD › DECENAS DE MILES DE VISITANTES AL SANTUARIO DE LA DIFUNTA CORREA EN SAN JUAN

El pueblo que nació de los promesantes

Son un millón al año, más 600 mil turistas. Pero en Pascua, la procesión es la mayor: sólo ayer 30 mil personas llegaron hasta el santuario para agradecerle a la santa popular. La gente ofrenda desde flores hasta autos: en junio se rematará todo lo de valor.

 Por Emilio Ruchansky

Desde San Juan

En la última década, y sobre todo desde que llegó el agua, el santuario de la Difunta Correa, en Vallecito, San Juan, se parece más a una ciudad que a un paraje en la provincia más desértica del país. De un puñado de personas que regenteaba kioscos y parrillas al paso, se pasó a una población estable, con ofertas culinarias variadas, un hotel, camping, baños públicos, una iglesia, centro de convenciones, museo y también altares paralelos donados por algunos de los millones de personas que anualmente llegan a pie, en bicicleta, caballo, carreta, auto, camión o micro. “Es la ciudad ‘de paso’. Mucha gente anda sin sacarse la mochila”, observa Alejandro Martino, que trae fieles y turistas a diario en su combi y sufre en Semana Santa: “Hay demasiado movimiento”. Nada más que ayer, más de 30 mil personas pasaron por el santuario.

El mito de la Difunta Correa tiene distintas versiones. La más extendida es que Deolinda Correa salió con su bebé en busca de su esposo, Clemente Bustos, quien había sido reclutado, al parecer por la fuerza, para pelear contra los unitarios en las montoneras del caudillo riojano Facundo Quiroga, alrededor de 1840. Otra versión indica que Bustos fue asesinado por integrantes de las montoneras, al igual que el padre de Correa, y ella huyó hacia La Rioja. En medio del desierto, al amparo de la sombra de un algarrobo, la mujer murió de hambre y de sed pero su niño sobrevivió amamantándose. Al día siguiente lo encontrarían tres arrieros que luego diseminaron la historia trágica y milagrosa a la vez.

Por este motivo, son los viajantes sus primeros y principales promesantes, aunque no los únicos. Es tanto el respeto, que es tradición llegar en el vehículo hasta las escalinatas que dirigen al corazón del mito: el antiguo altar donde se supone murió Deolinda. Hay miles de patentes de miles de lugares, todas colgadas sobre el tinglado que protege las escaleras. Son agradecimientos por pedidos mundanos, materiales: comprarse un auto, una moto o un camión nuevo. A los costados de esta escalinata crece una ciudad de miniatura con un sinfín de maquetas de casitas, chalets, pizzerías, gomerías y hasta de una discoteca.

En “el barrio de las promesas cumplidas”, como dice un cartel, hay calles hechas con el lomo de los ladrillos incrustados en la tierra dura, que serpentean en subida. Si se toma el punto de vista de las maquetas, los arbustos parecen árboles, al igual que los cactus. En el medio del barrio, de construcciones torpes, graciosas y sofisticadas también, un cartel burla las proporciones: es el que invita a la misa que se da enfrente al santuario. “Esa Iglesia la construyeron hace más de 50 años para que los curas dejaran de manguear las ofrendas”, dice el dueño de un bar cercano.

Alguna gente sube de rodillas o de espaldas. Por ejemplo, una joven arrodillada que lleva a su beba de un brazo y del otro el bolso para cambiarla. “Estuvo muy enferma...”, repite, mientras respira agitada por el esfuerzo. Llegando a la cima se reparten las ofrendas humildes: las velas a un cantero enorme con una piedra en el medio, el agua se puede vertir al lado del pequeño altar de la Difunta o simplemente colocar la botella a un costado. Las flores, tan cultivadas y preciadas en el desierto, siempre sobre el pecho del que mama un bebé, en una réplica de la Difunta dentro de ese pequeño panteón de montaña.

¿Y las ofrendas caras? “En los primeros días de junio vamos a rematarlas, a través de la Caja de Acción Social. Hay 90 autos, la mayoría usados y sin papeles, que se compran para aprovechar las autopartes, también tenemos 90 motos y 350 bicicletas. El último remate fue en 2005 y el anterior en 1990”, detalla Daniel Rojas, titular de la Fundación Vallecito, encargada de administrar los bienes que los fieles dejan. Claro que muchos piezas quedan para un inminente museo de 380 metros cuadrados. Los guantes de Nicolino Locche, el pantalón de Carlos Monzón y la bata de Víctor Galíndez, para empezar.

El museo expondrá muchas de las donaciones que se guardan en las 11 capillas distribuidas en esta ciudad de paso. Una colección de muñecas, de elementos de plata, armas del 1800, dos coches y una moto de antaño. También una larga serie de trofeos de varios clubes, indumentarias gauchas, cientos de vestidos de novia y la última joya: la toalla personal de Sandro, autografiada. La llevó su esposa cuando el cantante consiguió el corazón y pulmones para el trasplante.

Alrededor de las capillas están los tinglados rectangulares, de 40 por 10 metros. Son seis en total, con el simple fin de generar sombra para los promesantes que vienen a pasar el día. “Por año calculamos un millón de personas, más 600 mil turistas, que vienen en colectivo. Se bajan, pasan unos horas y se van”, asegura Rojas. Los que pernoctan tienen espacio para sus carpas: 300 mesas con sus respectivas parrillas. A lo lejos, se ven los árboles jóvenes, algarrobos y pimientos, que en algún momento conformarán un bosque de 16 hectáreas al que se mudarán los acampantes.

El agua siempre limitó a esta ciudad naciente. Por día se utilizan 40 mil litros de una vertiente a 20 kilómetros, cuya conexión fue terminada el año pasado por el gobierno sanjuanino. Treinta mil van para el santuario, para los comercios –bares y ferias– y los baños. El resto para los 500 habitantes fijos. Los líquidos emanados de los baños, tratados previamente, se usan para regar el bosque y también se recicla el plástico y parte de la chatarra que proviene de los autos viejos que dejan los promesantes. Con este último reciclaje, según afirman en la Fundación Vallecito, se paga el 70 por ciento de la energía eléctrica que se usa anualmente.

Antes de que existiera el acueducto, la fundación gastaba alrededor de 250 mil pesos por año para traer agua en camiones cisterna. Ayer los fieles que peregrinaron más de 60 kilómetros, desde la ciudad de Caucete, soportaron el viento zonda y una temperatura que, al mediodía, casi alcanza los 40 grados. Aunque no reconoce aún a la Difunta como “santa”, la Iglesia Católica sumó un carro de la Iglesia que emitía rezos por altoparlantes para acompañar.

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Una vez cumplidos los pedidos a la Difunta, los promesantes colocan réplicas de todo tipo alrededor del santuario.
Imagen: Alejandro Elias
 
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