SOCIEDAD › LOS ARGENTINOS QUE FUERON CONVOCADOS POR UN PUEBLO ESPAÑOL
Familia numerosa se necesita
Los Retzlaff son una familia argentina con siete hijos. En enero recibieron una propuesta insólita: irse a vivir a Camprovín, un pueblo español que sólo tiene 195 habitantes y cuya escuela iba a cerrar por falta de chicos. La pareja, que estaba sin trabajo, decidió aceptar. Aquí cuentan los detalles de un viaje increíble.
Por Andrea Ferrari
El problema del pueblo español de Camprovín podría resumirse en números: tiene apenas 195 habitantes, casi el 50 por ciento es mayor de 70 años y sólo hay 11 menores de 20. La respuesta que buscaron sus pobladores también podría resumirse en números: una nueva familia de nueve miembros, de los cuales siete son chicos. Así se decidió, el pasado enero, el traslado de los Retzlaff de San Miguel de Tucumán a España, un viaje que, según de qué lado se lo mire, fue tanto una huida de la crisis y el desempleo de la Argentina como una manera de contribuir al futuro de un pueblo que corre el riesgo de desaparecer. Aquí Graciela y Gustavo Retzlaff cuentan cómo es abandonar un país que los expulsó y llegar a un pueblo donde la gente los esperaba con carteles en la calle.
Para los habitantes de Camprovín, el problema podía plantearse no sólo en términos de números, sino también de nombres: Aída, Andrea, Tamara, David y Lorena. Esos eran todos los alumnos de la escuela del pueblo, apenas cinco. El nudo del problema residía en que una de las nenas terminaba el primario y la ley impide que una escuela con cuatro chicos siga funcionando. La escuela corría el riesgo de cerrar y se sabe que un pueblo sin escuela tiene poco futuro.
Allí es donde interviene en la historia la hermana de Gustavo Retzlaff, quien desde hace varios años vive en Logroño, la capital de La Rioja. A través de una amiga española conoció el problema de Camprovín y no pudo menos que pensar al mismo tiempo en el problema de su hermano, desocupado y con siete chicos. Su amiga se lo contó a Oswaldo Pascual, el alcalde de Camprovín y poco después los habitantes del pueblo se reunían en el Ayuntamiento para discutir el asunto.
El viaje
Los Retzlaff no pasaban entonces por un buen momento. Gustavo, de 48 años, se había dedicado toda su vida a la venta de autos, pero ahora no tenía qué vender. Ni a quién. En busca de mejoras laborales, la pareja –él porteño, ella misionera– se había ido trasladando de provincia: de Misiones a Buenos Aires y de allí a Tucumán, donde Gustavo fue contratado como gerente de Mercedes Benz. Eso hasta que estalló la crisis. En abril de 2002, Gustavo se quedó sin trabajo ni posibilidades de conseguirlo: los argentinos, sencillamente, no compraban autos. Graciela, de 38, soñaba con volverse a Misiones, pero faltaban recursos. Y cuando se tienen hijos de 15, 14, 12, 10, 8, 5 y 1 año no es fácil mudarse.
Fue entonces cuando llegó ese sorprendente e-mail de la hermana de Gustavo en el que hablaba de un pueblo que necesitaba chicos. Un pueblo rural, con calles de piedra y pocos habitantes. En un primer momento, dice Graciela, la idea de Camprovín los asustó.
–Al principio pensamos que no, que era una locura dejar todo e ir a un lugar que no conocíamos. Pero también veíamos que en la Argentina no podíamos hacer nada, autos no se vendían. Los problemas económicos nos habían dejado varados en medio de la nada y yo ya no quería seguir en Tucumán.
Los problemas no habían dejado de sumarse.
–Perdí el trabajo y el corralito me agarró unos ahorros –enumera Gustavo a este diario–. Además, habíamos sufrido cuatro asaltos: dos a punta de pistola. Por eso, la tranquilidad que tenemos acá no tiene precio.
Cuando los Retzclaff dijeron que aceptaban la invitación, en Camprovín decidieron ofrecerle a Gustavo un puesto en la fábrica de embutidos “La Alegría Riojana”, la única empresa del pueblo. Con un contrato de trabajo, la familia podía instalarse allí.
–¿Cómo se pagaron los nueve pasajes?
–La gente del pueblo abrió una cuenta en el Libercaja, la única sucursal de un banco que hay aquí, y entre todos reunieron el dinero –cuenta Graciela–. Cada uno aportó lo que podía. Cubrieron todo, hasta la tasa de aeropuerto. Nosotros no lo podíamos creer, habíamos separado dinero para eso, pero cuando llegamos a Ezeiza supimos que ya estaba pagada.
Lo que siguió también iba a ser difícil de creer. El 23 de enero, en el aeropuerto de Madrid los esperaban el alcalde y la hermana de Gustavo con una camioneta y un auto para trasladarlos hasta Camprovín. Y allí, todo el pueblo estaba en la calle.
–Habían hecho carteles que decían “Bienvenidos” –cuenta Graciela–. Y hasta había gente de otros pueblos, que se enteraron de la historia porque había salido en los diarios y nos traían cosas. Pasaban por la casa y dejaban en la puerta bolsas con ropa, papas, juguetes. Mis hijos, que estaban tristes porque habían tenido que dejar algunos de sus juguetes en la Argentina, se olvidaron enseguida, tanto fue lo que les regalaron. Ese día comimos con todo el pueblo en un lugar que se llama Mambo, donde se estudia pintura y se hacen fiestas.
El alcalde había estudiado con la gente del pueblo el panorama de las casas desocupadas, que son muchas, porque Camprovín años atrás llegó a tener 700 habitantes, que se han ido hacia las ciudades en busca de mejores perspectivas laborales. Pero la mayoría no está en condiciones de ser habitadas: por eso finalmente decidieron ofrecerles a los Retzlaff la casa que ocupó antes el dueño de “La Alegría Riojana”, primero como préstamo y ahora en alquiler.
–Acá todos los terrenos son angostos –cuenta Gustavo–, pero la casa tiene tres plantas. Es muy antigua, está renovada y estamos muy cómodos.
Aun así, ahora están por comprar otra casa gracias a un crédito que obtuvieron con una facilidad que les sorprendió. Gustavo ya no trabaja en la fábrica de embutidos: sólo estuvo allí una semana.
–¿Por qué cambió?
–No era lo mío –dice–, era un trabajo de operario en el que no tenía ninguna experiencia. Por suerte, pude conseguir enseguida trabajo en mi campo en Logroño, en una concesionaria Chrysler.
Ahora recorre cada día los 35 kilómetros por autopista que los separan de la capital provincial. Los dos hijos mayores, Nicolás y Nadia, también viajan para estudiar en el secundario: ocho kilómetros hasta Nájera, un pueblo cercano, en un ómnibus provisto por el Estado. Los otros cuatro hermanos –Nahuel, Melanie, Christian y Guido– son los “salvadores” de la escuela primaria: con ellos se duplicó el alumnado de Camprovín. Una escuela peculiar: todos los alumnos están en una misma sala y la maestra le da a cada uno su propia clase.
Y la beba, Gabriela, se queda en casa.
–Es la mascota del pueblo –dice la madre.
El futuro
En Camprovín sólo hay un negocio y abre únicamente por las mañanas.
–Pero la gente me trae cosas –dice Graciela–: papas, verduras, nueces. Les digo que ya no me traigan porque no tengo dónde poner tantas cosas. Y mi marido va al supermercado en Logroño. Claro que acá uno no tiene tantas cosas como en Buenos Aires, pero se arregla bien.
Los Retzlaff ya tienen su propio huerto y están criando gallinas en el jardín. Dicen que les gusta la vida de campo.
–Yo crecí en un pueblo chiquito y quería volver a esto. Me gusta caminar por el bosque. ¿Cines? No, hasta ahora no tuve ganas de ir.
Creen que para ellos el futuro está ahí.
–Hoy me dieron el DNI de residente –cuenta Gustavo–, y como mi abuela era española, el año que viene podremos tener la nacionalidad.
Cada día envían o reciben mails de la Argentina y ojean los diarios por Internet. Aún no saben si van a ir a votar: se tendrían que desplazar hasta Madrid y no están seguros de que la situación lo merezca. El panorama político los inquieta tanto como a cualquier argentino.
–La idea es quedarse –repite Gustavo–, esta tranquilidad vale mucho.
–¿No es un problema que el pueblo tenga tan poca gente y que el promedio de edad sea tan alto?
–No. La ciudad está cerca. Además, nosotros somos muchos.
Diez, en verdad. Porque los Retzlaff llevaron hasta su gata, a la que habían rescatado del abandono en una calle de Tucumán. Olivia ahora también vive en Camprovín.