Martes, 22 de mayo de 2012 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Mario Pecheny *
En Argentina estamos profundizando la democracia: libertad, igualdad, búsqueda de la propia felicidad y de los seres queridos, solidaridad... Todos estos valores sustentan y se plasman en leyes como las del matrimonio igualitario, la de identidad de género, la de muerte digna, Asignación Universal por Hijo, o hace no tanto las leyes de divorcio, patria potestad compartida o de igualdad de hijos e hijas matrimoniales o extramatrimoniales. Buenas maneras de defender la vida.
Los proyectos de vida suponen que cada quien pueda desarrollar como quiera y pueda sus vínculos afectivos y amorosos, sus atracciones eróticas, relaciones sexuales, búsquedas de procrear, la procreación, la crianza, las identidades propia y ajenas, y sus supuestas reglas de relacionamiento. Históricamente, se imponía autoritariamente una coherencia: entre deseo, vínculos, formación de pareja, su institucionalización, hijos, identidades bien definidas para cada uno y cada una. Hoy, la multiplicidad de formas de vivir la vida tiene mucho más reconocimiento social, político y legal que antes. Muchísima más gente que en el pasado puede gozar de su derecho a la vida, a vivir la vida que –quizá– se acerque a la felicidad.
¿Cuánto han sufrido las madres solteras, los hijos bastardos, las hijas naturales, las divorciadas, los raros, las mujeres golpeadas, los chicos abusados? Cuánto sufrimiento evitable. Cuánto sufrimiento alimentado por la maledicencia, la cortedad, la hipocresía y los dobles estándares. Un sufrimiento que no es natural, sino producido por leyes que institucionalizan la desigualdad entre los sexos, entre los hijos, entre amantes, entre ciudadanos, ciudadanas y quienes ni siquiera forman parte de la ciudadanía.
Pero no todos estamos en situaciones comparables, pues el doble estándar redobla las injusticias sociales: para los pobres, siempre es peor; para las más jóvenes, siempre es peor; para quienes tienen menor nivel de instrucción, siempre es peor.
Las legisladoras y los legisladores, los jueces y las juezas, los miembros de comisiones reformadoras y la Presidenta, y sus parientas y amigas, no mueren de aborto; no quedan estériles por complicaciones de aborto; no venden lo que no tienen para pagarse un aborto. Tampoco se mueren por aborto clandestino las amigas y parientas del decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, que hace unos días, en el juramento de rigor redactado completamente en masculino, les pidió a quienes recibían su diploma comprometerse a “tener absoluto respeto por la vida humana desde el instante de su concepción”. Curiosa adaptación del juramento hipocrático, curiosa idea la de que existe un “instante” en el que tiene lugar la concepción.
Cuando la ley argentina imponía sufrimiento a hijos e hijas naturales, la propuesta de no innovar las leyes no era signo de prudencia ni una manera de ir paso a paso en pos de la igualdad. Era complicidad. Lo mismo con la tolerancia ante la esclavitud, el avenimiento de los violadores, el trabajo infantil, el abuso sexual infantil. No evitar el sufrimiento evitable, el sufrimiento producido por el Estado, es complicidad. El aborto en Argentina se hace en la clandestinidad; se hace en condiciones a menudo inseguras; se hace con el temor a represalias legales y la bronca de saber que esas represalias ni siquiera existen; con hipocresía.
Una complicidad que me indigna más cuando es con buena conciencia, con condescendencia. La democracia argentina no se merece que su Código Penal estipule meter presas a las mujeres que interrumpen un embarazo ni que las obliguen a abortar por fuera del sistema de salud. Señores reformistas, que ganar el juego de la reforma penal no implique sacrificar a las damas de nuestro país.
* Doctor en Ciencia Política, investigador del Conicet.
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