SOCIEDAD › CRONICA DE UNA FERIA MARGINADA, AHORA COPADA POR COMERCIANTES EN CRISIS
El peldaño siguiente tras el naufragio
En La Salada hay desde iguanas hasta corpiños. Unas 10 mil personas se amontonan en busca de oportunidades. Es una feria boliviana cerca del puente La Noria, considerada marginal y muchas veces discriminada. A ella llegan cada vez más comerciantes argentinos en quiebra.
Loros, iguanas, lechones, pantalones, corpiños, sahumerios, helados, tortas, perfumes, pescados, discos y ajíes: bienvenido a La Salada, una feria a orillas del Riachuelo, en el límite entre la Capital y la provincia de Buenos Aires, que se ha transformado en el mercado informal más importante del país para bolivianos, paraguayos, peruanos y hasta jamaiquinos. Y, tras la crisis, ahora también para argentinos. A la pequeña Babel latinoamericana llegan micros de casi todas las provincias con más de 10 mil personas que venden y compran ropa a precios de costo. A pocas cuadras del puente La Noria, policías con Itakas y anteojos oscuros comen choripanes como si actuaran para una película sobre la Bonaerense: su papel consiste en controlar todo lo que pasa por la feria. Los colores, aromas y sabores que se mezclan en La Salada muestran lo mejor y lo peor de la crisis: comerciantes de distintos países que se organizan para subsistir, y los personajes que se organizan para enriquecerse y marcar el territorio a los improvisados.
Por la General Paz, cruzando el puente La Noria, se llega a una arboleda paralela al Riachuelo. A medida que se avanza, el camino se hace más lento; calor, bocinas y colectivos fuera de línea de todos los colores indican que se está cerca del mercado persa argentino. A la derecha, se ve un Ford Falcon del ‘70 con su baúl abierto del que cuelgan cuatro surubíes a 20 pesos. Un poco más adelante, debajo de un árbol, unos chicos toman cerveza en unos sillones colorados y al lado, sobre el cordón de la vereda, una cocina inclinada que alguna vez horneó comida para todos los días y ahora sólo sirve para apoyar botellas vacías.
Gente, mucha gente, que baja de sus autos, del colectivo 533 o de los micros contratados por comerciantes textiles del norte del país, y camina. Ya todo es confusión y una mujer abre el telón de su puesto con una mano y con la otra sostiene a su bebé: “¡Dos pesos las remeras, cuatro los shorts!”, grita, mientras una camioneta con altoparlantes pasa bailanta a un volumen tan alto que hasta los policías que están a seis cuadras, en el otro extremo de la feria, escuchan a los Pibes Chorros. A pocos metros, un colectivero se pelea con vendedores que dejaron su camioneta estacionada en el medio de la calle para descargar su mercadería. Impaciente, el chofer da marcha atrás y sube las enormes cubiertas al cordón para pasar entre la fila de puestos y el vehículo estacionado: al final, rompe el espejo de la camioneta y continúa con su viaje, haciendo sonar la bocina como si hubiese ganado una batalla más en la guerra de las calles.
En 1992, un grupo de puesteros bolivianos que había sido desalojado del Puente 12, cerca del Mercado Central, se instaló en los balnearios de Budge, abandonados a mediados de los ‘80, y levantó la feria de Urkupiña, en honor a la Virgen de Cochabamba y que ahora funciona como una sociedad anónima denominada “Feria latinoamericana Virgen de Urkupiña”. Por el boca a boca fueron llegando más puesteros y compradores que buscaban ropa barata y productos típicos de Bolivia en algunos de los 400 stands instalados al inicio. Cinco años después se abrió a metros de Urkupiña la feria de Ocean (una cooperativa que administran comerciantes bolivianos), que adoptó el nombre de un antiguo balneario paralelo al Riachuelo y a la que llegaron por primera vez vendedores argentinos. En el 2001 se inauguró el “Centro de Abaratamiento Punta Mogotes” y, luego de dos años, bolivianos, argentinos y también peruanos y paraguayos comparten La Salada, el predio de ocho manzanas que reúne a las tres ferias (Urkupiña, Ocean y Punta Mogotes), en la zona donde antes había piletas de agua salada.
“Al principio no permitían que vendiéramos acá, sólo estaba habilitada la feria de Urkupiña, pero ahora con tanta crisis y falta de trabajo, la gente viene y vende cualquier cosa”, cuenta Alicia, de 67 años, desde una mesita en donde vende sandwiches de lechón a 1,50 peso: “Vine de Sucre hace 20 años y estoy en la feria desde hace ocho, cuando la Municipalidad no nos dejaba vender; aun así continuamos porque no tenemos otra manera de ganarnos la vida. Hasta ahora sólo vendí un jamoncito y con eso no hagonada”, agrega, mientras revuelve una olla con jugo de ananá y mira hacia los animales que tiene enfrente: más de 20 pájaros de distintos tipos se ofrecen entre 4 y 20 pesos y están encerrados en jaulas al lado de iguanas, tortugas y gatos. “Ahora los argentinos aprendieron a trabajar; vienen a vender: hacen pizza y choripán, antes no había ningún argentino, pero la verdad es que, en la crisis, la gente honesta trabaja como puede, más allá de su nacionalidad”, explica.
Juan, un puestero que vende especias y condimentos bolivianos, confirma el análisis de Alicia: “Hace un tiempo eran todos bolivianos, pero después de la devaluación está repartido entre un 60 por ciento de bolivianos y un 40 por ciento de argentinos; la mayoría de los que alquilan los puestos son fabricantes textiles del Once que les iba muy mal en el negocio”, afirma, y saluda a unos chicos que pasan y le dicen “Diego, Diego”, por su asombroso parecido con Maradona, uno de los más solicitados en las remeras estampadas junto al Che, los Rolling Stones y nuevos ídolos populares como el payaso Piñón Fijo y los grupos bailanteros Pibes Chorros y Damas Gratis. “A comprar viene todo tipo de gente: paraguayos, bolivianos, chilenos y argentinos de la Capital, Córdoba, Catamarca, San Luis, Formosa y hasta de Río Negro.”
Ramiro, de 24 años, estudia electrónica en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) y hace tres meses que está en la feria ayudando a su padre, que es fabricante textil: “Somos de Palermo y teníamos un negocio en la calle Avellaneda, pero tuvimos que cerrarlo; venimos acá porque conseguís dinero en efectivo y, ante la falta de crédito, es una forma de rebuscárselas. Mi viejo no quería venir antes porque es un lugar bastante peligroso, pero no quedó otra”. Ramiro trabaja junto a cinco empleados bolivianos: “El viejo tiene talleristas bolivianos, que son gente laburadora; nunca contrata argentinos porque siempre se pasan de vivos”. Ramiro cuenta que hace tres meses compró una computadora por 300 pesos a un hombre que las ofrecía desde su auto: cuando llegó a su casa, la desarmó y vio que por dentro estaba vacía.
Comerciantes textiles de distintas provincias del país se organizan para contratar micros, y cada lunes y jueves llegan para comprar prendas y revenderlas luego en sus negocios o en la calle: “Esto es lo más barato que hay, con los precios de la ropa logramos vivir pero no enriquecernos, y venimos todas las semanas a pesar del peligro del robo, porque es una zona totalmente desprotegida; los de seguridad no hacen nada, sólo caminan con su bastoncito de 20 centímetros y juntan propinas”, cuenta Miguel, un vendedor de 35 años que tiene un local en Ramallo. La historia de Miguel es la misma que la de muchos argentinos que se acercaron a La Salada: “Tenía una verdulería, pero me fue muy mal; antes de la devaluación empecé a vender ropa y le sumaba un ciento por ciento al precio que yo pagaba, pero ahora si compro una camisa a 10 pesos, la vendo a 12; esto sólo lo podés hacer si venís acá”. Miguel gasta 8 mil pesos por semana en mercadería y trae todo el dinero en efectivo porque en la feria nunca hubo corralito ni bonos, sólo libre mercado: “Es incalculable el dinero que se mueve; incluso, cada vez que estamos volviendo, tenemos que pagar una contribución a la policía para que no nos demoren”, señala y dice que “hay que tener muchas ganas de trabajar, porque se reciben cachetadas todos los días y se continúa en la lucha”.
Producción: Gabriel Entin.