SOCIEDAD › UNA LLUVIA EN SANTA FE COMPLICA EL DESAGOTE Y CREA TEMOR
Cuando la angustia viene del cielo
Aunque los expertos dicen que el agua caída está lejos de generar una nueva crecida, el miedo se instaló en la ciudad. Crónica de una nueva pesadilla. Los que vuelven a sus barrios a cualquier costo y los que se niegan a regresar a sus casas deshechas.
Por Marta Dillon
Aquí la lluvia corroe el alma. Se cuela por las ventanas abiertas de las casas arrasadas que habían empezado a ventilar el olor fétido de la inundación, vuelve a mezclar los escombros de lo que alguna vez fueron muebles, cuadros, juguetes, enseres que no tenían valor hasta que el agua los deshizo y ahora relucen en la memoria como tesoros de una vida que ya no volverá igual. Ristras de prendas se empapan otra vez sin que nadie se apure a ponerlas a resguardo, simplemente porque no hay resguardo. Porque la mínima ilusión de hacer el inventario de lo que quedaba vuelve a anotarse del lado de lo perdido. En los barrios del oeste de la ciudad de Santa Fe, los truenos hunden los hombros de los que siguen limpiando ese lodo oscuro que la lluvia oculta otra vez bajo la superficie pareja de los charcos. La radio dice que no hay peligro, para que el río vuelva a quedarse con todo hace falta que caigan 80 milímetros de agua. ¿Y no es eso lo que anuncia el Servicio Meteorológico? La pesadilla es tenaz, el día se rebela y no despunta, la noche de la tormenta se ha instalado otra vez y nadie quiere hacer pronósticos.
Las palas mecánicas se mueven lentas como dinosaurios entre las calles de tierra anegada del barrio Chalet. A su paso se trizan los vidrios sobrevivientes, los espejos, las maderas. Hay que quitar la basura para que no tape los desagües, para que el agua no se acumule, para que el mal sea el menor. Dos mujeres lagrimean detrás de los barbijos. Si pudieran abrazarse y llorar lo harían, pero no hay tiempo, dice Alicia, una contadora que, haciendo honor a su profesión, sabe perfectamente que detrás de esa puerta hinchada hay mil quinientos libros inservibles. “Mirá el Martín Fierro, era una edición de lujo.” Sobre las astas del ventilador de techo quedaron unos ejemplares del Fondo de Cultura Económica en un equilibrio imposible. Alicia intenta alguna ironía, pero su sonrisa es una mueca. Ayer era el día que había marcado para volver al chalet de dos plantas que compartía con su madre y la lluvia no la detuvo. Sabe que es inútil limpiar en este momento, que no hay dónde poner a secar los sillones, las cortinas, sus queridos libros. Pero al menos podrá cumplir con el trámite que se impuso: que un escribano registre el estado de su vivienda tal como lo dejó el río desbocado. “No quiero más, no quiero menos, quiero que me devuelvan la dignidad que perdí”, dice sabiendo que la dignidad no se otorga ni se quita. ¿Si va a volver? “¿A dónde? –repregunta–. Yo nunca estuve aquí.”
Entre las montañas de escombros que se desmoronan bajo el peso del agua nueva, otras personas deambulan, removiéndolos. “La gente no se da cuenta de lo que tira, siempre hay algo que sirve”, dice Teresa, acostumbrada a vivir de lo que a otros les sobra. Y ahí está ese par de botas, de cuero y con taco, como nunca tuvo. ¿Y ese tupper? ¿Qué puede tener de malo? No, Teresa Aguilar no tiene lavandina para desinfectarlo, planea limpiarlo como a todo, con agua y detergente. Su casa de chapa en el barrio Barranquitas se desmoronó como si fuera de naipes. Su marido anduvo pescando las chapas a nado para levantar la que tienen ahora, con un techo de lona en el que se dibujan senderos de agua que desembocarán adentro. Ella fue una evacuada en la terminal, uno de los centros más numerosos. Pero allí las raciones no alcanzaban para alimentar a sus doce hijos y a los once de la familia de su hermano, por eso se volvió a ranchar al costado de la autopista cuando todavía había que llegar en canoa hasta la parte más alta, pegada al guardarrail. “No nos daban ni abrigo, para agarrar un colchón había que pelearse, ¿qué iba a hacer ahí? Nosotros siempre nos arreglamos, si no fuera por la lluvia, cirujeando siempre se encuentra un garrón para la olla.” Un resto de comida en la basura, un descarte de supermercado, manjares que la lluvia aisló en otras geografías. Si se encuentran en éstas, quedan para los chanchos quecampean por la autopista que va a Rosario, a la altura del empalme con la Avenida Circunvalación. A estos ranchos de chapas perforadas mil veces no han llegado vacunas y la única precaución posible para los muchos niños que tiemblan descalzos entre los muebles hinchados que han tomado porque los trajo el agua, es con la comida. Por ahora, hay cosas que es mejor no cirujear.
Mónica Cocucci, vecina del barrio Roma, fue a la peluquería para intentar sacudirse la depresión y el olor a lavandina que no puede quitarse de las manos. En su casa, las marcas de la inundación convirtieron en curvas todas las líneas rectas. Hasta sus títulos de licenciada en Ciencias Económicas marean de sólo mirarlos. El pelo se rebela con la humedad y el brushing se arruinó con la lluvia, pero de eso sólo puede reírse. Perdió mucho, sí, pero no todo. El olor se irá con los días si es que el cielo se calma y alguna vez tendrá que hacerlo, dice. Es una autoevacuada, una manera de llamar a quienes todavía tienen redes suficientes como para no tener que exhibir su vida cotidiana en un centro de evacuación.
En la terminal de micros, en cambio, la vida privada es eso que puede susurrarse debajo de las mantas. Todo está expuesto: las poses vergonzantes a que obliga el sueño, los matrimonios que se consuelan con el abrazo, las riñas familiares, hasta un chirlo que vuela estridente y enmudece todo hasta que se suelta el llanto infantil. Las familias intentan contener su intimidad ranchando como se hace en la cárcel: colgando frazadas entre las sillas, disponiendo sus cosas en círculo, haciendo de cuenta que lo que no se ve, no existe. El día anterior a la lluvia se lavó ropa, desoyendo el pronóstico del tiempo que por una vez no se equivocó al anunciar la tormenta. Entre los micros que van y vienen, cortinas multicolores de prendas infantiles forman laberintos de tela y agua. Adentro del galpón principal, las goteras horadan el suelo y marcan límites entre las ranchadas. Dicen los voluntarios que si sigue lloviendo, éste es un lugar en el que habitualmente el agua sube. No mucho, cinco centímetros tal vez. Suficiente para tener que abandonar el privilegio de dormir en posición horizontal. Igual, aquí nadie quiere volver a casa, los convencidos ya se fueron. De 1700 que había al principio de la semana sólo quedan 700 que saben que no hay retorno para lo perdido. Y que además no quieren ver con sus propios ojos el tamaño de la devastación. “Yo tengo lo que más quería, a todos mis hijos”, dice Yolanda Santini y en ese todos abarca la foto de una nena que sonríe en su vestido de gasa celeste. A ese tesoro esta mujer no lo iba a abandonar. Pamela tendría ahora 20 años, hace doce murió de leucemia. Su imagen es todo lo que necesita esta mamá para hacer de cualquier lado su casa.