Martes, 29 de julio de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › CUATRO PERSONAS QUE SUFRIERON ABUSOS SEXUALES COMETIDOS POR CURAS RECLAMAN POR SUS CASOS
La idea de la carta surgió cuando el Papa Francisco recibió y pidió perdón en nombre de la Iglesia a otros afectados por sacerdotes pedófilos. Los firmantes lamentan que no haya invitado a ese encuentro a víctimas de la Argentina.
Por Mariana Carbajal
Cuatro personas que padecieron abusos sexuales cometidos por sacerdotes en el país le escribieron una carta abierta al Papa, donde lamentan que no haya invitado al Vaticano a víctimas argentinas para pedirles personalmente perdón por las vejaciones sufridas durante su infancia y por las históricas maniobras de ocultamiento, encubrimiento e impunidad de la Iglesia Católica argentina frente a ese tipo de hechos. Lo hicieron después de que Francisco recibiera a seis víctimas de curas pedófilos, provenientes de distintos países, el 7 de julio último, en el Vaticano. En la carta abierta los firmantes le “exigen” al Papa que “dicte un decreto que establezca que el abuso sexual eclesiástico y su encubrimiento sean considerados como lo que son, un delito penal. Por consiguiente, reclaman que se investigue a los obispos, arzobispos, cardenales y sacerdotes que hayan trasladado a curas pedófilos”, dice el texto, que se difundió por redes sociales y a través de correos electrónicos, en los últimos días.
–¿Qué cree que pudo haber hecho Bergoglio en el país y no hizo en relación con las denuncias de abusos sexuales cometidos por curas en la Argentina? –le preguntó este diario a Gabriel Ferrini, una de las víctimas.
–Algo que nunca hizo fue escuchar a las víctimas. Siempre existieron estos casos, Bergoglio lo sabía, pero nunca ofreció ningún tipo de asistencia a las víctimas ni a sus familias. Al contrario, las víctimas han sido juzgadas por la institución, presionadas, amenazadas, maltratadas. Bergoglio nunca entregó a los pederastas a la Justicia. Nunca cuestionó la conducta delictiva de (Julio César) Grassi –respondió el joven.
Otra de las firmantes, Julieta Añazco, señaló a este diario: “Me siento profundamente dolida de que no haya invitado a participar de ese encuentro a ninguna víctima de Argentina. Considero que los chicos de la causa Grassi merecen unas disculpas, merecen todo lo más que se les pueda dar, fueron muy bastardeados, muy maltratados... ellos son muy valientes, dignos de admiración y respeto”, dijo a Página/12. Grassi fue condenado por haber abusado de uno de los denunciantes, los otros testimonios que lo acusaban no fueron tenidos en cuenta en la sentencia.
Añazco tiene 42 años, es empleada municipal y vive en La Plata. El año pasado recordó que durante su infancia, alrededor del año 1982, había sido abusada sexualmente por el sacerdote Ricardo Giménez, un hecho que había silenciado y olvidado durante años. Contó que durante tres años seguidos fue a los campamentos que organizaban las iglesias de Gonnet y City Bell y en los que participaba el cura. “De noche se metía en las carpas, se acostaba al lado nuestro y nos manoseaba los genitales. El tenía una carpa donde confesaba. Se sentaba en un banquito y nosotras teníamos que estar de pie. Entrábamos de a una. Cada vez que me confesé, me tocó intensamente mi sexo”, describió. Ya son 14 las mujeres que lo identificaron como su abusador: a medida que el caso se difunde por medios y redes sociales, se van sumando más. La mayoría, como Añazco, nunca lo había contado ni denunciado, hasta ahora. Pero la Iglesia Católica, apuntó Añazco, estaba al tanto, porque el cura fue denunciado en la Justicia por la mamá de un niño, también víctima, en 1996. Pero le dio protección. En ese entonces, Giménez estaba a cargo de la Iglesia de Magdalena. “Cuando recordé esos hechos, que había bloqueado, comencé mi búsqueda de verdad y justicia. Recurrí en un acto casi de desesperación a un cura de City Bell, el padre Dardi, y él me afirmó que Giménez ya no podía celebrar misas dada su edad avanzada, 80 años. Y que cuando supiera dónde estaba viviendo me llamaría. Pero jamás me llamó. Gracias a mis amigos pude saber que Giménez estaba celebrando misas en la capilla del Hospital San Juan de Dios, de la ciudad de La Plata. Personalmente fui y le saqué varias fotos”, contó Añazco.
Las víctimas que fueron apareciendo tienen hoy entre 35 y 55 años. Acompañadas por organizaciones de mujeres, realizaron en 2013 varios escraches al cura y reclamaron al Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires que sea separado de la capilla del hospital. Aunque por el paso del tiempo, los delitos de los cuales Añazco fue víctima ya están prescriptos, una fiscalía decidió abrir de todas formas una causa penal contra el sacerdote para investigar. Añazco brindó su testimonio el 19 de septiembre del año pasado en la UFI Nº 6, a cargo del fiscal Marcelo Romero. La causa lleva el Nº 36391/13.
En diciembre, la mujer le mandó una carta al papa Francisco, donde le contó sobre estos hechos y que el cura Giménez sigue dando misa. El acuse de recibo del Vaticano le llegó el 14 de enero. Pero no obtuvo ninguna otra respuesta del Papa. En ese texto, Añazco le escribió en nombre de las demás víctimas del mismo sacerdote, muchas de las cuales padecieron los abusos a partir del año 1971, en la iglesia Santa Clara, del barrio porteño de Flores, donde también estuvo Giménez. Añazco le contó a Francisco que “las secuelas” que les dejaron los abusos son “devastadoras”. “Muchas de nosotras estamos en tratamiento psicológico y psiquiátrico. Muchas de nosotras hemos intentado suicidarnos, porque para nosotras el ‘padre Ricardo’ era casi como Dios y Dios no hace esas cosas, Dios no abusa sexualmente de los niños. Este hombre abusaba sexualmente de nosotras en nombre de Dios”, le escribió Añazco a Francisco.
“En el marco de esa causa judicial que se abrió en 1996 contra Giménez, que tramitó ante el Tribunal de Menores Nº 1 de La Plata, el religioso fue detenido con prisión preventiva y obtuvo una excarcelación, por intermediación de la curia platense”, contó Añazco, quien se contactó con la madre que lo denunció para confirmar aquellos hechos.
Gabriel Ferrini tenía 14 años cuando fue abusado sexualmente por el cura Rubén Pardo, en la madrugada del 15 de agosto de 2002, en la Casa de Formación de la Iglesia Católica, de Berazategui, perteneciente al Obispado de Quilmes. El hecho fue denunciado penalmente. Pero la causa se cerró en 2005, cuando el sacerdote falleció como consecuencia del VIH. La familia inició entonces una demanda civil. Mientras se tramitaba, Gabriel tuvo un intento de suicidio: coincidió con el momento en que se había extraviado la causa penal en la Justicia y ese expediente era importante para que avanzara la causa civil. Gabriel sospecha que fue una maniobra que apuntaba a que prescribiera. Finalmente, luego de una década de lucha de parte de la mamá de Gabriel, Beatriz Varela, la Cámara de Apelaciones de Quilmes confirmó el año pasado la sentencia que condenó al Obispado de Quilmes a pagar una indemnización como responsable de los actos de pedofilia cometidos contra Gabriel. Se trató de un fallo histórico. Fue la primera vez que la Justicia argentina ordenó a la Iglesia Católica resarcir a una víctima de abuso sexual y a su familia, por el daño que le causó aquel aberrante hecho. La Iglesia, recordó Gabriel, nunca reconoció el abuso que él sufrió como un delito aberrante, sino simplemente como “una debilidad propia de los célibes”. Apenas le aplicaron una amonestación y fue trasladado a la Vicaría de Flores, para protegerlo.
El cura pedófilo Rubén Pardo era vicario en la parroquia San Cayetano del partido de Berazategui. Al no encontrar en esa diócesis una respuesta adecuada a su reclamo de que fuera castigado y se impidiera que estuviera en contacto con otras posibles víctimas, Varela recurrió al Arzobispado de Buenos Aires. “Nosotros intentamos llegar a Bergoglio, yo en ese momento era menor y le escribí una carta relatando lo sucedido. Esa carta la fue a llevar mi mamá a la curia metropolitana, para entregársela a Bergoglio, pero no quiso atenderla y la sacaron de allí con personal de seguridad. No fuimos escuchados”, recordó Ferrini. En esa carta se puede leer, en letra infantil, los detalles del episodio de abuso que sufrió: está escrita de su puño y letra. “Durante todo el trayecto de nuestra causa la Iglesia no nos ha escuchado, nos ha dejado abandonados, siempre intentó encubrir la causa, y hasta quiso hacerla prescribir. Nos presionaban, nos criticaban, querían hacer que nosotros seamos los culpables de que ese delito haya ocurrido, haciendo sentir a mi madre como responsable, y alegando que yo había provocado que el cura me abusara. En resumen, querían encubrir esta causa, y que se pierda, como muchas otras. Sólo fuimos citados a una audiencia en el Tribunal Ecleciástico el 18 de mayo 2004, luego de que nuestra causa se hiciera pública en un programa televisivo. Sólo fue mi madre, que fue sometida a un interrogatorio en el que se buscaba culpabilizarla a ella”, contó Ferrini. Ese día la interrogaron cuatro curas y le preguntaron si su hijo había tenido novia, si ya había tenido parejas, cosas que nada tenían que ver con el delito que había cometido el cura. “Nunca tuvo una respuesta formal ni nadie se comunicó con ella desde la Curia metropolitana”, recordó el joven.” El entonces obispo de Quilmes, Luis Stockler, de quien dependía Pardo, llegó a decirle a Varela que tenía que “ser misericordiosa con las personas que eligen el celibato por vocación, porque tienen momentos de debilidad”, minimizando de esa forma el abuso sexual que había cometido el cura contra su hijo.
Ella era una mujer muy creyente y muy comprometida con la Iglesia, como toda su familia. Pero la actitud que asumió la jerarquía eclesiástica frente al caso de pedofilia la llevó a alejarse de la institución. Lo mismo le sucedió a Ferrini. El joven, como sus dos hermanos, estudió en colegios religiosos y ayudaba a los párrocos en las misas. Hasta 2012, cuando se jubiló, su madre tuvo un cargo docente en el colegio Manuel Belgrano, que depende de la diócesis de Quilmes. Varela fue catequista y participó del Movimiento de los Focolares y de la Obra de María como voluntaria. Su hermano es diácono. Su madre, la abuela de Gabriel –legionaria a cargo de un grupo juvenil de La Legión de María–, se ocupaba de la santería en una capilla de Quilmes y participaba como adherente del Movimiento de los Focolares. Su familia nunca quiso que se denunciara el abuso sexual en la Justicia.
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