SOCIEDAD › ENTREVISTA A UN ESTUDIANTE CON SINDROME DE DOWN QUE YA RECIBIO UN TITULO TERCIARIO EN ESPAÑA
El maestro Pineda
Veintinueve años. Diplomado en magisterio y próximamente licenciado en psicopedagogía. El español Pablo Pineda es la primera persona con síndrome de Down, en toda Europa, en llegar tan lejos. Este joven envía con esta entrevista un mensaje a la sociedad: todo es posible.
Por Sol Alameda *
Dice Pablo Pineda que la primera noticia de que era síndrome de Down lo suyo la tuvo a los seis o siete años. “Un profesor de universidad que llevaba el Proyecto Roma, don Miguel García Melero, en el despacho del director me preguntó: ‘¿Tú sabes que eres síndrome de Down?’. Yo, inocentemente, le dije que sí, aunque no tenía ni idea. Él lo notó y se puso a explicarme qué era eso, aunque no era genetista, sino pedagogo. Y yo, como a todo le saco punta y tengo esa agudeza mental, le dije: ‘Don Miguel, ¿soy tonto?’.”
–¿Por qué se lo preguntó?
–No sé. Es difícil saberlo. Quizá, si a los seis años te asocian con un síndrome, tú lo asocias a ser tonto o no. Él me dijo que no era tonto, y le pregunté: “¿Y voy a poder seguir estudiando?”. El me dijo: “Sí, por supuesto”. Luego comenzó el proceso de la calle; los niños empezaron a decirme: “Pobrecito, está malito”. Y yo me enfurruñaba, porque no estaba enfermo.
–Pero sí veía que su cara era distinta.
–Eso sí. Que tenía los ojos más alargados, que las manos no eran iguales. No había visto a otros niños con síndrome, pero quizá tenía la mosca detrás de la oreja. Quizá tenía una inquietud. ¿Y esto del síndrome, qué falla será? En casa, mis padres nunca me habían comentado nada, pero después de la primera noticia le pregunté a mi madre: “¿Es verdad que soy síndrome de Down?”. Estaba con mi hermano Pedro, el mayor, que estudiaba medicina en aquella época, y empezó a explicarme lo que era la genética, los genes; así me fui enterando. Y volví a hacerles la misma pregunta que al profesor: “¿Puedo seguir estudiando?” “Claro”, dijeron los dos, “sin problemas”. Estaba muy a gusto en el colegio, con mis compañeros. Luego, durante un tiempo, no tuve interés de saber más; hasta que empecé a estudiar la carrera de magisterio, a los 21 años, al tocar el campo de la educación especial: ahí es cuando me entero de lo que es esta discapacidad. Aunque, al describirla, los libros hablaban de que era una enfermedad y de la cultura del déficit, de todos los problemas que tienen. Muy negativo. Y cuando empecé a leerlo me dije: yo no soy así.
–¿Pensó que era un síndrome de Down un poco especial?
–Exactamente. También pensé, además de que yo era especial, que otros muchos síndromes de Down que ya conocía tampoco eran como los describían los libros. La literatura nos pone peor de lo que somos, y nos aparta. Sobre capacidad motórica, te explican todo lo que deberían tratar en capacidad mental. Lo mental siempre se vende peor que lo físico. Dicen que somos deficientes, que somos retrasados. Y que no hay ninguna solución, que es lo peor. Se quedan con las alteraciones visibles, y asocian lo mental con la locura, porque antes no se distinguía entre deficiencia mental y enfermedad mental. Y todavía se distingue mal... Así que cuando la gente ve a un paralítico mental dice: ése está loco. Deficiencia se asocia con locura.
–¿Le costaba estudiar más que a los demás?
–No. Bueno, los números y las matemáticas no me gustan nada; pero eso no es algo extraordinario, ni característico de un síndrome de Down.
–Supongo que la adolescencia debió de ser una etapa más dura que la infancia.
–He pasado por distintas épocas. Cuando empecé en primero de BUP (el bachillerato único polivalente), nadie se esperaba un síndrome de Down en un instituto, y la gente me miraba como diciendo: que hace éste aquí. Hicieron una cosa ilegal, que los profesores tuvieran que votar mi admisión en el instituto. Así que fue duro. Pero poco a poco me fui sacando ese torrente de magia o de cariño y fui conquistando a mis compañeros, porque era muy consciente de que debía hacerlo. Con los compañeros sabía que tenía que atacar charlando, metiéndome entre ellos, y eso fue lo que hice. Y reaccionaron muy bien; en primero, fue una relaciónbonita. Y a los profesores, a pesar de que habían votado, a muchos los fui conquistando, aunque a ellos fue por lo cognitivo. Les preguntaba en clase, me interesaba, y eso los descolocaba. Después, en segundo, ahí todo fue fatal. Quizá porque los niños con 14 años siguen siendo niños, pero los de 16 se hacen los duros, son crueles, y entonces comenzaron a mirarme por encima del hombro, a no hablarme. La vida era imposible.
–¿Y qué hizo?
–Al principio me sorprendí. Me desanimé y pensé en tirar la toalla. Tampoco sabía cómo contárselo a mis padres, así que me lo callé todo. Los de primero eran profesores jóvenes, pero en segundo eran mayores y no creían en mí. Decían que ese niño no podía aprender, que no sabían cómo iban a enseñarme, que no iba a aprender nunca, que las matemáticas me costaban un montón. No veían ninguna luz y empecé a deprimirme.
–¿Qué asignaturas prefería?
–La historia y las ciencias sociales me encantaban. Me leía los anuarios. Y también me gustaba el griego. El profesor era muy joven, acababa de entrar en el instituto, y me encantaba cómo me enseñaba.
–Hemos llegado a tercero. Entonces, ¿qué pasa?
–Pues que todo vuelve a estar bien. Tengo muchos amigos, hacemos viajes.
–¿Y cuándo se aceptó del todo?
–Pronto. He dado conferencias, y en una de ellas, cuando tenía 14 años, una señora me preguntó si me haría la cirugía estética para cambiar los rasgos de mi cara. Y le dije: “No, los tengo a mucha honra”. Y luego: “¿Es que no te gusta como soy?” Yo he sido muy exigente conmigo mismo.
–Uno de los problemas que tienen los Down es que la sociedad suele tratarlos como niños. Esa lucha para crecer, a veces debe hacerse contra la propia familia.
–Por ejemplo, mi físico es el mismo de hace años, no veo cambios en mí. Cuando me preguntan cuántos años tengo y digo 29, me dicen que no los aparento. Eso me molesta. Sé que es por el físico, pero no me gusta que me traten como a un niño; pero es muy difícil. Es verdad que la gente piensa que eres un niño siempre.
–Quizás a algunos discapacitados los atrapa eso. Prefieren no crecer, como muchos otros niños, y ser Peter Pan para no enfrentarse con un mundo que suponen hostil.
–A mí no me pasó. Cuando tenía 14 o 15 años era tanta mi propia autoestima que todo el lado conmiserativo no me gustaba nada. Quería salir de eso, demostrar quién era y lo que podía hacer.
–En realidad, su vida debe ser difícil, necesita ser un buen guerrero para llevarla.
–Sí que es duro, más que nada porque siempre tienes que estar demostrando que puedes. Que puedes hacer esto o lo otro, que puedes viajar. Es muy cansado, te hartas. A veces piensas que los prejuicios han disminuido, pero es que están más soterrados. En el ingreso hubo un acto de fin de curso. Todos los premios se los llevaron las chicas, menos dos que fueron para otro chico y para mí. Al final, el director dijo: “Y ahora os voy a hablar de un chico que todos conocéis, que ha hecho un gran esfuerzo, pero a quien no se le ha regalado nada. Ese chico es Pablo Pineda”. En cuanto dijo mi nombre, el salón de actos se puso en pie a aplaudir. Me quedé de piedra.
–¿De qué le sirve a usted esta atención que despierta?
–Para mí no es nada, pero para el colectivo, todo. Lo hago por el colectivo. Debo hacerlo, me siento deudor con este colectivo desde que era pequeño. Desde el programa “Hoy habla Pablo”, cuando tenía ocho años y salí por primera vez en televisión, y ya dije que a los síndrome de Down había que llevarlos al colegio con los demás niños y dejarlos jugar en los recreos.
–Es curioso que con el tiempo se haya convertido en la estrella de su familia.
–Sí lo es. Tengo dos hermanos con carreras universitarias superiores, y yo que soy el pequeño y síndrome de Down... Yo no creo en el destino y todo eso; pero, sin embargo, desde muy pequeño me di cuenta de que el hecho de estar marcado por el síndrome de Down me obligaba a algo. No ser normal te marca, la sociedad te pide algo por ello. A mí me ha pasado.
–Una señora que sabe mucho del síndrome de Down me decía que no todos los Down son iguales, y que eso explicaba que usted hubiera podido estudiar.
–Ese es el discurso de rizar el rizo. Sí, pero resulta que las diferencias no se explican genéticamente, se explican culturalmente. Ahí es donde se marca la diferencia entre un Down que puede llegar a estudiar y otro que no. Pero nos dividen entre niños mosaicos, o Down por traslocación, o puros; ésas son las tres clases de Down que existen, genéticamente hablando.
–La señora de quien le hablo me dijo que para haber llegado a la universidad tiene que ser mosaico.
–Sí, o bajorrelieve... Yo soy puro, soy normal. Dicen que los mosaicos tienen más capacidad que los otros, pero resulta que yo no soy mosaico... Así que mi caso deja bien claro que lo genético no explica la diferencia. Ya me lo han dicho más veces, que tengo que ser mosaico, y que de otro modo no se lo explican. A veces la comunidad científica y la gente es torpe, y no entiende nada que la genética no les explique.
–¿No es eso como admitir, de entrada, que casi no hay nada que hacer por ustedes?
–Claro, como si no pudiéramos ser estimulados, como si no pudieran enseñarnos. De ese modo no tienen que asumir su responsabilidad. ¿Y cómo lo explican? Pues diciendo que éste es mosaico. Otro argumento es decir que tengo un síndrome leve, o que soy límite. Pero no, soy puro.
–La primera vez que hablé con su madre, ya me di cuenta de que no era una madre corriente.
–No lo es. Nada de esto hubiera ocurrido si ella no hubiera actuado como lo hizo. Y de una madre no corriente nace un síndrome de Down que para mucha gente no es corriente.
–Pero dentro del Proyecto Roma, que es europeo, ¿cuántos han ido a la universidad como usted?
–Sólo yo. Pero igual que entre los normales hay diferencias, y no todos llegan a la universidad, lo mismo pasa con nosotros. Cada uno llega a lo que llega. Y eso me da una responsabilidad muy grande. Hace unos días, unos padres que iban a un congreso internacional del Proyecto Roma me decían: “Pablo, tú eres un pilar fundamental del proyecto”. Me lo han dicho muchas veces, que he marcado un camino.
–¿Sus padres le han empujado a que usted mismo hiciera las cosas, consultaron a los médicos cuando era pequeño?
–Cuando empezamos, más que consultar a los médicos, eran ellos los que decían a los médicos qué había que hacer. Ellos decían: este niño no podrá aprender más que las cosas más sencillas, y mis padres no les hacían caso: tu ocúpate de las amígdalas, que yo me ocupo de su educación. Nunca creyeron que no podría aprender, nunca creyeron a mi médico, y eso que era muy bueno y me quería mucho, pero su mentalidad era de aquella época. Mis padres siempre pensaron que yo debía ser autónomo y me educaron para ello. Don Miguel López Melero ha sido un acicate. Cuando era niño, me hacía pequeñas putaditas. Por ejemplo, decirme que me iba a recoger y luego no venir, dejarme solo, para ver qué hacía. Fíjate qué listo. Y yo, además de maldecir a toda su parentela y de estar muerto de hambre, pues tenía que arreglarme la vida, tomaba un autobús. Toda una aventura. Todos, mis padres, mi hermano, mi tío, se turnaban para espiarme detrás de un periódico, como detectives. Incluso si caían cuatro gotas y le pedía a mi padre que me llevara al colegio, me decía: “Ponte el impermeable y vete en autobús”. Mis padres han sido fuertes, nunca han cedido, nunca les he pillado el punto débil.
–Entonces no ha estado superprotegido.
–Pero sí tuve una figura protectora. Era mi tía Encarna. No tenía hijos y me quería mucho. Hasta hacerme mal, en el sentido de que cuando iba a su casa me untaba la mantequilla en el pan, por ejemplo. Si me quedaba solo en casa, me decía que fuera a dormir con ellos, no pensaba que podía dormir solo. Cuando murió fue un mazazo, pero también un punto de inflexión; dejé de tener a alguien que me protegiera de ese modo. Poco después de que ella muriera, mis padres tuvieron que viajar, y eso para mí fue una lección de autonomía. ¡Por fin! Porque mi tía me adoraba, pero era el elemento perturbador. Una vez fuimos de viaje con Miguel Melero, ella era muy sorda, y en el aeropuerto empezó a ponerme el azúcar en la leche. Entonces, don Miguel hizo una cosa muy bruta: le pegó un manotazo a mi tía, cosa que le sentó fatal. ¡Ja, ja, ja! El caso es que cuando ella murió disfruté de esa autonomía. Tenía que ir a comprar, manejar dinero. Fue un cambio muy grande, empecé a hacerme la cena: el huevo frito, la ensalada, el churrasco. Son cosas fáciles, pero normalmente un síndrome de Down no las hace; si tiene unos padres protectores no lo hace. Porque hay fuego, agua hirviendo, etcétera.
–Usted tiene un buen vocabulario.
–Leí muchísimo. Anuarios, revistas, periódicos. Todo.
–¿Y novelas?
–Mi madre me dice: “Tienes que leer novelas en vez de leer anuarios”. Pero los anuarios me encantan. No sé, pero tengo mucha memoria y asocio lo que pasó un día con lo que ese mismo día me pasó a mí. Las novelas no me dicen nada. Prefiero escuchar Los 40 Principales que leer una novela. Parece una tontería; es más, es una tontería decir algo así, pero ¿qué pasa?, pues que Los 40 Principales es lo que escucha la gente de mi edad, el mundo real; es la música que escuchan los jóvenes. Y las novelas no lo son. Los jóvenes no leen novelas, y a lo mejor por eso yo tampoco las leo. ¿Qué quiero yo? Pues ser un joven, reivindico ser un joven. Ése es un tema que tengo con mis padres, un debate filosófico. El año en que lo pasé mal en el instituto, aquella lucha con los chicos, eso me hizo madurar. Tenía 15 años, y los padres a esa edad tienen un gran peso; entonces me aficionaron a la música clásica, a la cultura, y yo me quedaba en la burbuja adulta de la cultura, en lo sesudo. Y cuando me quedé solo en casa, me dije: ahora tengo que sacar mi parte más joven, esto se acabó. Se acabó Beethoven. Mi madre dice que me he convertido en infantil, que he retrocedido, que antes me interesaba la cultura más que ahora. Pero no es eso... Lo que estoy haciendo es ponerme en mi sitio. Me hace falta la música moderna, los grupos. Es que estaba estudiando a Piaget con canto gregoriano. ¡Imagina estudiar a Piaget con canto gregoriano! Para morirse, vamos; para tomar los apuntes y tirarlos por la ventana. Lo cambié por Los 40 Principales, y como que me animé y hasta me entraba más fácil.
–¿Y piensa que, como hacen los adolescentes, se está enfrentando ahora a sus padres?
–Sí. Viví demasiado con los adultos. Incluso me lo decía mi profesor de apoyo: “Pablo, que te estás aislando”. Porque me quedaba en casa con los libros y la música clásica. Y ahora hay otra puerta, la use o no. Creo que esto forma parte de la lucha por la autonomía, por primera vez me atrevo a tener mis propios gustos. Cuando veo a mis sobrinos, que están ahora con el violín, con el canto, pienso: con 15 años, mira que son sosos. Con 15 años, lo que uno quiere es salir y divertirse. Pero no lo digo nunca, me lo callo, pero lo pienso. Si yo tuviera 15 años, me iban a meter a un coro a cantar el miserere... Y eso no quiere decir que no esté bien con mis padres. Pero es otra cosa. Ellos se están acostumbrando; me han dejado, creo, como un caso perdido. Antes, si quería ver Operación Triunfo, me decían: “Pablo, ¿qué haces?, eso es un comecocos”. Ahora saben perfectamente que lo voy a ver.
–Antes decía que su profesor le decía que se estaba aislando. ¿Hasta dónde llegaba su confianza con él?
–Con él hablaba de todo, de cosas que no hablaba con mi madre: de sexo, por ejemplo.
–¿A qué edad empezaron a gustarle las chicas?
–Siempre. Siempre estaba enamorado. He tenido muchos amores platónicos. Cuando veo una niña muy guapa, es que ya me estoy enamorando. Las chicas guapas me encantan. En BUP ya me interesaba estar con las chicas. Las de clase me trataban con naturalidad, una me metió en un grupo de Acción Católica. Salía con ellos, después de la misa nos esperábamos fuera. Y un día, era 1992, después de las navidades, los esperé como siempre. Diez minutos, quince, media hora, tres cuartos de hora, y allí no salía nadie. Estaba mosqueado, hasta que apareció alguien. “¿Oye, dónde está la gente?”. Contestó que se habían ido hacía tiempo. Me fui llorando a lágrima viva. Llegué a casa de mis tíos con los ojos supercolorados. “Pablo, ¿has llorado?”. Y a partir de ahí dejé el grupo. Luego estuve con los boy scouts. En aquella época siempre buscaba amigos y quería saber qué pasaba con las chicas, cuál era su mundo. Entonces desconocía el significado del concepto desengaño. Apareció otra chica, siempre las encontraba, y me encandilé. Era muy guapa, lo intenté, “qué guapa eres”, hasta que un día vi al novio, y vaya... Cuando se lo comentaba a mis padres, me decían: “Hombre, Pablo, es que tú te fijas en unas chicas muy guapas”. En aquella época era un enamoramiento espiritual, más que carnal.
–¿Y luego?
–En los scouts había otra chica, ¡Dios mío de mi vida...! Y lo mismo. Hasta que en un campamento se mascó la tensión. Estaba el novio de ella, era un compañero, y él en broma dijo: “Así que te gusta fulanita...”. Fue terrible, lloré, me fui, ella vino hacia mí: “Pablo, somos muy buenos amigos, no tenemos que dejar de ser amigos”. ¡Qué mal me sentí! Fue lo peor que podía decirme. Y así me di cuenta de que el tema de las chicas era muy difícil..., una dificultad añadida. Supe que el síndrome de Down iba a marcar mi vida, que las chicas no querían enamorarse de mí porque era síndrome de Down. Y todavía me sigo rebelando contra ese pensamiento. Pero sé que esa posible novia debería ser tan especial que pocas podrían serlo. Las chicas normales no me quieren; tienen muchos prejuicios, tienen miedo, tienen una familia. Fíjate lo que diría un padre que se diera cuenta de que su hija tenía un novio con síndrome de Down...
–Pero dice que se rebela contra ello. ¿Podría ser su próximo reto encontrar una chica apropiada?
–Pero besarse ya sería un escándalo público. Imagínate. Los mayores se escandalizarían, irían a buscar un guardia, se armaría la gorda. Me da miedo. Hace un par de años estaba solo en la playa, hablando por el móvil, y a los cinco minutos ya tenía un guardia civil al lado. “¿Te pasa algo?”. “Nada”. “Es que me ha dicho una persona que estabas perdido.” Imagínate, por estar hablando por el móvil... Si estoy besándome con una chica, no es que venga un guardia civil, vienen cinco.
–¿Le gustaría vivir solo?
–Poder, podría, pero se está muy bien en casa de los padres, las cosas como son. El otro día vi un reportaje sobre universitarios donde se decía que la mayoría vive con sus padres, porque la vida está muy cara y eso... Yo me considero uno más, tengo los mismos problemas que cualquier universitario. Además empecé a trabajar en febrero, en el área de bienestar social del Ayuntamiento. Me dedico al sector de los discapacitados, soy lo que se llama un sensibilizador. Viene gente con discapacidad a preguntarme qué puede hacer, y sus padres, a consultarme.
–Después de sacar una diplomatura en magisterio en la universidad, ahora se está licenciando en psicopedagogía.
–Es un poco más difícil, más abstracto. Sobre todo la parte de los psicólogos, como Piaget. Es como un desierto. Espero acabar este curso, y entonces será cuando oficialmente me licenciaré. Y mi destino quiere ir por ahí, aconsejando, orientando. Ahora el director del área de bienestar social me ha incluido en un proyecto de la Unión Europea que es para fomentar el empleo con apoyo, y para lo cual hay que hacer una labor sensibilizadora muy importante; yo voy a ir a las empresas con ese fin. Quieren crean una red de empresas solidarias donde puedan trabajar los discapacitados. En este trabajo estoy con un equipo eminentemente femenino, con Inés, María, Lola, y otros dos chicos, Dani y Andrés. Es un apoyo psicopedagógico, y estoy contento, hace que me sienta útil.
–Leía el otro día en un libro que ser Down, como sucede con otras cosas, lo coloca a uno en una categoría que pesa mucho más que las potencialidades que se tengan, los talentos que pueda tener.
–Te etiquetan y de ahí no sales. Toda la vida voy a llevarlo encima. Así como a David Bisbal le llaman el triunfito, a mí me llaman el síndrome de Down. Hay consuelos, como que el director del área de bienestar social les dijera a mis compañeros: “Explotar a Pablo, que tiene mucha capacidad”. Es decir, yo veo que en el trabajo me consideran útil, y eso me gusta. Pero lo que más me compensa es demostrar lo que somos capaces de hacer, que lo vean a través de lo que yo hago. Claro que esto sólo se puede entender si a uno le importan los demás, si eres progresista.
–¿Usted lo es?
–Lo soy. Por eso critico ese discurso conservador que hay ahora, en lo educativo, lo social, lo político. Por eso me pongo en contra de la ley de calidad educativa, porque es conservadora y significa una involución en el plano de la educación de los discapacitados. ¿Cómo se llama de calidad una ley que consiste en hacer más exámenes y reválidas en una sociedad en la que hay que potenciar los valores sociales? Es una ley retrógrada con respecto a todo lo que se ha hecho en la anterior época en medios de atención. Yo no puedo estar a favor, el discurso de ahora es meternos en guetos. Como tampoco puedo estar a favor de la guerra. Es que no puedo. Ni con los políticos que están ahora en el poder. Y además, el discurso respecto a los discapacitados es global, afecta lo mismo a los Down que a los negros, a los árabes; a todos los diferentes. El respeto a los derechos humanos, el de ser todos iguales, es lo que tiene que estar por encima de todo. Por encima del dinero, del poder, de la competitividad. Y en eso se está retrocediendo. Con los líderes tan conservadores que tenemos en el plano mundial, Berlusconi, Sharon, Bush..., ¿adónde vamos a ir? Nos ha tocado vivir un momento muy duro a los progresistas.
* De El País, de Madrid, especial para Página/12.