SOCIEDAD › CRONICA DE LA PRIMERA TRAGEDIA GLOBAL
Krakatoa, el viejo padre del gran tsunami
La espectacular erupción del volcán indonesio provocó hace 121 años en la misma zona una catástrofe muy similar a la del 26 de diciembre, que ya causó 225.000 muertes.
Por Jacinto Antón *
“La imagen de aquel muro gigante de agua oscura todavía me estremece. Mientras trepaba a una palmera pasaban flotando los cuerpos sin vida de muchos amigos y vecinos. Sólo un puñado de la población consiguió escapar. Casas y árboles estaban completamente destruidos y apenas quedaba rastro de lo que fue una ciudad activa y próspera.” No es, aunque lo parezca, el testimonio de un superviviente del tsunami del Indico del pasado 26 de diciembre sino de alguien –el piloto de un buque holandés del puerto javanés de Anjer– que logró escapar de una catástrofe extraordinariamente similar, un poco más al sur, en la misma Indonesia, hace 121 años: la aterradora, monstruosa explosión de la isla volcánica de Krakatoa, en el estrecho de la Sonda, entre Java y Sumatra, el 27 de agosto de 1883, y el maremoto resultante.
La erupción provocó unos 40.000 muertos, un 90 por ciento en las costas vecinas, fueron arrolladas por la serie de gigantescas olas causadas al hundirse o evaporarse la isla, que quedó casi borrada del mapa. No deja de ser paradójico que la principal arma homicida del volcán fuera el agua, los tsunamis.
Una explosión terrible
El estruendo del momento culminante del viejo Krakatoa, a las 10.02 de aquel día de 1883, uno de los sonidos más ensordecedores escuchados nunca en la Tierra, pudo oírse a 4700 kilómetros de distancia y la alteración del mar se percibió hasta en el Canal de la Mancha. “Una explosión terrible, estaba convencido de que el Día del Juicio había llegado”, relató el capitán Samson, del Northam Castle. Las ondas de presión atmosférica (shock waves) producidas por la gigantesca explosión –de grado seis en el índice de explosividad volcánica (VEI), equivalente a 200 megatones de TNT (la mayor bomba construida por el hombre es de 50 megatones)– dieron siete veces la vuelta al mundo. Parte de la costa de Indonesia (entonces Indias Orientales Holandesas) resultó, como ahora, completamente arrasada; desaparecieron 160 poblaciones del este de Java y el sur de Sumatra –Ketimbang, Telok Betong, Merak, Tyringin–, convertidas en pantanos y desoladas superficies de barro gris; la isla de Sebesi quedó sumergida y no se salvó ni uno de sus 3000 habitantes. Una cañonera holandesa, el Berouw, llevada como un juguete por uno de los tsunami, quedó varada en medio de la jungla javanesa, a tres kilómetros y medio del mar. Durante años el navío permaneció embarrancado entre los árboles, para asombro de los monos.
Como en diciembre, fallecieron centenares de europeos, se produjeron grandes alteraciones geográficas e incluso hay quien sostiene –véase el libro de referencia de la catástrofe, Krakatoa, the day the world exploted, de Simon Winchester (Harper Collins, 2003)– que el dramático fenómeno, percibido como un castigo divino, impulsó el integrismo religioso y el sentimiento antioccidental en Indonesia –de manera similar a como lo ha hecho el maremoto ahora en algunas zonas–. Si las escenas actuales tras el moderno tsunami resultan crudas, las de entonces no les van a la zaga: un tripulante del Samoa describió la pesadilla de un mar sembrado de cadáveres hinchados, que golpeaban contra los costados del barco. Al año siguiente seguían llegando restos humanos a las playas –incluso a las de Africa del Este– incrustados en masas de la ceniza y piedra pómez vomitados por el Krakatoa, como habitantes de una extravagante Pompeya del mar.
Krakatoa: la mera palabra, que diríase onomatopeya del cataclismo (aunque el jesuita Tachard la hizo derivar de las cacatúas que poblaban la isla), conjura un mundo de romántica aventura sacudido por el mayor espanto que es capaz de concebir la naturaleza. En un exótico paisaje colonial de texturas julesvernianas y salgarianas, surcado por personajes dignos de lapluma de Conrad (no en balde el segundo oficial Conrad Korzeniowski navega a principios de marzo de ese año de 1883 por el estrecho de la Sonda a bordo del vapor británico Palestina), se desató el puro infierno. Toda una isla se autoinmoló en una espectacular ordalía de fuego y furia que irradió destrucción y muerte confirmando el aforismo –desgraciadamente tan actual– de que la civilización sólo existe con el consentimiento de la geología.
La erupción del volcán de Krakatoa, la primera gran catástrofe natural percibida como un suceso mundial, gracias a la entonces recién nacida red de comunicaciones de largo alcance (el cable telegráfico submarino), impactó en el imaginario colectivo como no lo había hecho antes ningún otro acontecimiento similar y despertó una conciencia global. El mundo se reveló como un lugar en el que un suceso podía tener consecuencias a escala planetaria.
La deshabitada isla de Krakatoa, parte de un archipiélago, resto de un super Krakatoa que ya había explotado 60.000 años antes, era un gran volcán dormido, con tres conos, que se desperezaba periódicamente. Los javaneses lo identificaban con el temido dios Orang Alijeh, cuya fulgurante eyaculación fecundaba a la diosa océano. Entre los ilustres visitantes que recalaron en la isla antes de su fogosa epifanía figuran el capitán James Cook y su colega el naturalista Joseph Banks. Encontraron el lugar “muy saludable”.
Seis meses antes del cataclismo, el Krakatoa empezó a enviar avisos (que tampoco entonces sirvieron para nada: hasta se montaron excursiones turísticas a la isla para ver la pirotecnia). Primero, vibraciones y temblores; luego, nubes de vapor y humo, y lluvias de ceniza gris y piedras que cubrían a los numerosos barcos que surcaban el estrecho. Siguieron las ominosas explosiones, como cañonazos, y el vómito de gas y fuego –flujos piroclásticos. Y luego llegó el gran momento. El volcán reventó con una detonación brutal que sepultó bajo el agua dos tercios de la isla y envió al cielo diez kilómetros cúbicos de roca pulverizada. Las aguas, transmitiendo la colosal energía liberada, empezaron a subir en las costas vecinas y las olas comenzaron su orgía de destrucción.
Al oeste de Java
El Krakatoa no sólo esparció muerte y destrucción sino también, inspiración artística. El polvo y las cenizas arrojados a la atmósfera dieron lugar a crepúsculos increíblemente bellos en todo el mundo, raros halos solares y lunas azules. Fenómenos que inspiraron a escritores –el poema St. Telemachus, de Tennyson (Had the fierce ashes of some fiery peak / been hurled so high...)– y pintores. Se ha sugerido que en su célebre cuadro El grito, Munch se basó en los extraños y desazonadores cielos entintados por el remoto volcán. Es tentador ver en el capítulo final del Lord Jim, de Conrad, también la huella del Krakatoa, el recuerdo de aquellos firmamentos incendiados, hermosos y temibles: “Sobre todo Patusán, el cielo aparecía de un color rojo de sangre, inmenso, chorreando, como una vena abierta”.
El Krakatoa dio también lugar a una popular película, apoteosis de la serie B y el Cinerama. Basada en la novela de un tal M. Avallone y dirigida por Bernard L. Kowalski, Al este de Java (Krakatoa, East of Java, 1969) tiene el dudoso honor de contar con el título geográficamente más erróneo de la historia del cine, pues, efectivamente, Krakatoa está al oeste de Java. El film, del que se ha dicho maliciosamente que constituye un desastre casi mayor que el que relata, se centraba en un barco, el “Batavia Queen”, al mando de Maximilian Schell, en busca de unas perlas escondidas en un pecio junto al Krakatoa, a la sazón en plena efervescencia. Un buzo adicto al láudano (Brian Keith), un joven aeróstata que casi cae dentro del cráter con su globo (Sal Mineo), una troupe de pescadoras japonesas de perlas en bikini y un grupo de presos rebeldes –referencia quizá a que la isla de Krakatoa fue un tiempo colonia penal– figuraban en la película, en la que destacaba, aparte de la impagable canción Java girl, y la escena de la destrucción por el tsunami del gran faro de First Point en Anjer. La peripecia del “Batavia Queen” atravesando la gran ola –“¡un palillo flota!”– resulta algo fantástica, pero no es menos rara la de aquel superviviente del cataclismo real que dijo haberse salvado agarrado a un cocodrilo.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.