Domingo, 14 de mayo de 2006 | Hoy
Después de vivir treinta años en la calle, Jean-Paul Fantou publicó un libro donde denuncia la indiferencia del Estado francés hacia los sin techo. Pese a los derechos de autor, sigue viviendo en las calles de París.
Jean-Paul Fantou mira la vida con ojos en los que una decepción más honda que la que le dejaron los 30 años que lleva viviendo en la calle. A sus 53 años, Fantou, alias Clocheman, podría cantar “la indiferencia del mundo que sordo y es mudo allí sentirás”. Hace tres años, hizo una huelga de hambre en la misma puerta del Ministerio francés de Asuntos Sociales, en el distrito 15 de París, en signo de protesta por la escasa consideración con que los poderes públicos trataban a la gente que vivía en la calle, es decir, a los vagabundos. Ahora se mudó de barrio. Instalado en la Plaza de la Bastilla, “porque es el símbolo de la Revolución”, Fantou ha cumplido más de tres semanas de huelga de hambre con un nuevo propósito: convencer a los mismos poderes públicos para que ayuden a los excluidos a reintegrar el circuito social. Fantou sabe mucho de desintegración: droga, alcohol, miseria, una hija que le fue sacada debido a su situación. En suma, una vida de clochard, esos míticos linyeras de París que todo el mundo cruza a lo largo del día sin prestarles ya la más mínima atención. Se han integrado tanto al paisaje de París con sus ropas harapientas, sus frases cómicas o amargas, su aliento a alcohol o su andar titubeante que a poca gente le importa saber quiénes son, qué les ocurre o cómo hacer para sacarlos de la vereda.
Jean-Paul Fantou es célebre y, de haberlo querido, hubiese podido protagonizar unos de esos cuentos de hadas que los noticieros de la televisión presentan a las 8 de la noche. En noviembre pasado, escribió un libro que lleva su seudónimo, Clocheman. Diarios, semanarios, televisión, radio, Internet, Clocheman y su causa pasaron rápidamente al estrellato. Pero Fantou no cambió de vida gracias a los derechos de autor. Se quedó en su propia historia, no se mudó a la existencia del pobre que se convirtió en príncipe de un cuento para los medios. A lo sumo, se volvió un vagabundo medio moderno: tiene un celular, un portal Internet y una agregada de prensa que se ocupa de sus asuntos editoriales. Pero sigue durmiendo bajo las estrellas urbanas y protesta contra los responsables políticos que se movilizan “un poco” durante el invierno para que los vagabundos no se mueran de frío y después los olvidan “hasta el próximo invierno”.
Clocheman denuncia de manera drástica la bondadosa perversidad del sistema de ayudas públicas. Los vagabundos, a quienes la denominación moderna llama SDF, sin domicilio fijo, reciben ayuda del Estado, el famoso RMI, “remuneración mínima de inserción”, pero nada más. Para Clocheman, ese tipo de asistencia es una idea obsoleta porque “clava a la gente en la calle, no les permite salir del adoquín. Cuando en realidad, lo que haría falta son programas de capacitación, psicólogos, médicos que supervisen a la gente para que deje el alcohol”.
Jean-Paul Fantou es casi un personaje de Victor Hugo, un tipo que hubiese podido ser amigo de Osvaldo Soriano: fiel, duro, combativo, comprometido con la gente de su condición. Es la voz de la miseria, de la última, de esa que desmenuza a los hombres que navegan en la calle sobre una nube de alcohol y duermen allí donde la borrachera los vence. Soledad, tristeza, violencia y una imagen pintoresca que suscita miradas condescendientes y divertidas pero que son, dice, “a su manera, una condena”.
Clocheman explica a los escasos transeúntes que se acercan a él que su combate es “para que los más fuertes ayuden a los más débiles”. Sin embargo, a lo largo del día, la indiferencia general de la sociedad que asimila a los linyeras al decorado normal de la ciudad es la norma. El hombre no se rinde ante el peor enemigo de los pobres, es decir, “la hipocresía general”. Esa hipocresía tiene un precio interno que hace funcionar el sistema de la caridad a costos altísimos sin aportar nunca una solución a la pobreza extrema. Entre las ayudas sociales, los servicios de urgencia, los benévolos, los educadores y las estructuras del Estado que gestionan la asistencia a los que no tienen techo, “un vagabundo le cuesta a la sociedad 6000 dólares y con eso no avanzamos nunca. La guita de los subsidios se acaba pronto y después seguimos en la calle. Lo único que se hace es financiar la precariedad de los precarios. ¡El colmo!” Clocheman cuenta que lo recibieron las más altos responsables del Estado y de la Municipalidad de París, le prometieron el cielo y sólo vio “la calle, para mí y los demás”.
Las últimas palabras de su libro son “Humanidad, igualdad, dignidad. Eliminemos la exclusión”. Pero es difícil. Ceguera, hábito, incapacidad de discernir la filosofía de quienes viven en la calle, los poderes públicos nunca encontraron una solución adecuada a la exclusión extrema. “Creo que nos consideran perdidos, que aceptaron que nuestra situación no es una cuestión social sino filosófica, lo que no es cierto”, explica Fantou. El autor de Clocheman ha presentado un plan de nueve puntos enmarcado en una frase de Victor Hugo, que es su preferida: “La miseria es una enfermedad del cuerpo social como la lepra era una enfermedad del cuerpo humano. La miseria puede desaparecer como desapareció la lepra”.
Fantou es un hombre de la calle dotado de un discurso político fuerte. De su “fracaso” hizo una causa política colectiva porque ese fracaso concierne a miles de individuos a quienes llamamos vagabundos. Fantou escribe en su libro: “Al juzgar lo que ustedes no saben, se equivocan. Ese juicio, la forma en que nos miran, es precisamente eso lo que nos condena a quedarnos en la calle”. Jean-Paul Fantou denuncia dos cosas y propone muchas soluciones. La potencia de su testimonio está en esa dualidad. El relato de su vida, los infiernos sucesivos de la miseria y la vida en la calle, y la descripción puntual del cinismo de las sociedades que elaboran estructuras kafkianas, absurdas, lindando a veces con la locura y la opresión del individuo y cuyo único resultado es impedir que las personas sin techo se reintegren la sociedad. Mientras espera que alguien lo escuche realmente, Clocheman prosigue la huelga de hambre y escribe poemas, que espera publicar. Con sus derechos de autor no hizo nada extraordinario porque “lo único extraordinario que tiene la miseria es que todos salgamos de ella”. La gente lo observa con recelo en su refugio de Colectivo de la Plaza de la Bastilla. La mayoría piensa que es un hombre perdido. “La gente siempre juzga sin saber”, dice.
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