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Matilde Mendoza saca algunas láminas encuadernadas y las coloca arriba de la mesa. Con ese instructivo gigante ella da las capacitaciones a sus vecinos y a quien se acerque hasta su casa o a alguna iglesia y escuela del barrio El Perejil, ubicado en la localidad de El Talar, en el norte de la provincia de Buenos Aires. Como promotora voluntaria Matilde es muy aplicada y rigurosa. También lo es con su propia huerta y su granjita integrada por siete gallinas ponedoras.

Hace 15 años Matilde comenzó su vínculo con el programa Pro-Huerta y desde entonces mantiene su huertita con “esfuerzo y dedicación” –resaltó–, aunque también sujeta a los caprichos de la naturaleza que influyen y varían la cosecha obtenida. “Para que una huerta funcione todo el año lo primero a tener en cuenta son tres puntos fundamentales: la asociación de plantas, para que entre ellas se complementen y beneficien entre sí; la rotación de cultivos, para dejar descansar la tierra; y los abonos orgánicos”, apuntó como si comenzara a dar una capacitación.

La mujer vive con su esposo e hijos, y “cuando hay una buena producción ahorro un 60, 70 por ciento de lo que consumimos en la verdulería”, con el plus de que el sabor y las propiedades de las verduras y frutas no se ven alterados, garantizó Matilde. No sólo la huerta y la granja están bajo su cargo, también la producción del abono y los productos caseros que resguardan a los cultivos de los insectos.

El espacio que ganaron sus cultivos sobresale entre los ocupados por sus familiares, que también tienen pequeñas huertitas en el mismo terreno, pero bastante menos organizadas. Como consecuencia, termina compartiendo los productos de su cosecha. La entendida huertera aseguró que “el espacio físico no es un impedimento para la producción”. Por ejemplo, “nosotros trabajamos en algunas villas y la gente armaba sus huertas en los techos de las casillas”, indicó.