SOCIEDAD › MONOLITOS QUE RECUERDAN A LOS LADRONES MUERTOS
Los que quedaron en el camino
Por Alejandra Dandan
Estas calles no están en los bordes de ninguna ruta. Son las calles que van recortando las casas de Moreno, el barrio que ahora recorre una vieja Rural Ford a la que de tanto en tanto se le abren las puertas. Durante un rato, esa Rural hará las veces de guía turística. Se meterá entre esas calles e irá deteniéndose frente a extrañas capillas de piedra levantadas entre las calles en honor a los muertos. Los muertos son los pibes caídos, los que murieron durante una fuga, después de un robo, por algún tiro de la policía o un balazo entre amigos. Como ocurre en las rutas con los monolitos que van recordando accidentes, las calles de este barrio se han transformado en eso, un largo recorrido por un cementerio.
–¿Quién dijo que Beirut está demasiado lejos?
Quien habla es el dueño del auto. Jorge Alagastino desde hace años recorre estas calles primero porque nació acá, después porque las recorrió en uno de los colectivos del Colmenar, la mutual manejada por los vecinos del barrio. En buena parte por eso, pero además porque fue maestro de la escuela y porque ahora sigue de este lado de la frontera con la Federación Tierra y Vivienda de la CTA, Jorge es capaz de reproducir cada historia, cada día, cada hora en la que han caído estos chicos.
–Está el nombre de todos –cuenta ahora parado frente a un pilar y al manojo de flores que está en el lugar donde Muiño cayó muerto. Los nombres de todos son los nombres de los amigos del barrio, muchos de los compañeros de su banda. Muiño era uno de los que pasaba buena parte de la semana haciendo trabajos de bandido fuera de ahí. No lo mató la policía, aunque andaba buscándolo. Lo mató uno de sus amigos, amigo de Muiño y también de Jorge.
Ese día, Jorge pasó por la esquina justo poco después. Muiño estaba muerto. Al lado había un policía. Paró el auto de Jorge, le hizo señas y le pidió ayuda: necesitaba usarlo a él y a la Rural para ir en busca del asesino. Jorge no lo dudó: apenas escuchó la propuesta, la descartó. “Imaginate –dice ahora–, el chabón era mi amigo, imaginate qué podía pasar si mientras se escapaba de pronto me veía a mí, me paraba y se daba cuenta de que un cana estaba conmigo”. En su lógica, eso hubiese sido fatal, pero no tanto como el resultado:
–¿Sabés qué quilombo? –dice–. Si nada más se cagan a tiros, problema de ellos. ¿Pero si el chabón va preso y lo mete en cana el poli que estaba conmigo, sabés que quilombo que tengo?
Ahora la Rural arranca, pero poco más adelante vuelve a detenerse. Casi no hay luz en la cuadra, pero las luces de las casas alcanzan. Esta vez en el monolito no hay flores, sólo una gran piedra donde aparece el nombre de Batata. El no era el chico muerto, era parte del reino de los vivos que hacía el homenaje. Eso sucedió hace unos dos meses, porque ahora está muerto.
–Y así pasa con todos –dice Jorge, otra vez a bordo–. Ahora estamos viviendo una tregua: los de más de 18 están presos o están muertos, y a los más chicos les quedan dos años para endurecerse de verdad...
El barrio es un conglomerado de estilos y pretensiones distintas. Buena parte ha llegado aquí durante los años de plomo, cargados en camiones durante los procedimientos que hacía el gobierno del brigadier Osvaldo Cacciatore en la Capital con los programas de erradicación de villas miseria. Por aquellos años, Jorge tenía 14 años y un papá que se lo llevó de paseo un domingo, el día en el que alguna vez se encontró frente a frente con esos mundos sobre ruedas repletos de colchones, de cajas, de aparatos de radio que bajaban desde los camiones. “No lo podía creer –dice ahora–, si todavía me acuerdo que llegaban cargados de cosas, tapados de nylon.”