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Dos casos históricos

- El falso eslabón: Uno de los engaños más conocidos en la ciencia fue el de “el hombre de Piltdown”. Así se denominó a un cráneo armado a partir de restos fósiles descubiertos en 1911 por el geólogo aficionado Charles Dawson, que se consideró el “eslabón perdido” entre humanos y simios, con una antigüedad de 500.000 años. Los paleontólogos lo aceptaron y celebraron sin dudar y durante cuarenta años estuvo exhibido en el Museo de Historia Natural de Londres. Recién en 1953 la verdad salió a la luz, cuando se le realizaron pruebas al cráneo que demostraron que los restos habían sido teñidos para que parecieran fosilizados. Se trataba de un cráneo humano unido a una mandíbula de orangután: los dientes, incluso, habían sido limados para darles el aspecto apropiado. Nunca se supo exactamente cómo se tramó el engaño: aunque la mayoría supuso que lo hizo el propio Dawson en busca de fama, hubo también quienes dijeron que él había sido víctima de enemigos que enterraron los fósiles donde excavaba para que los encontrara.

- El hombre que engañó a Perón: En 1948 el científico austriaco Ronald Richter llegó al país y convenció al entonces presidente Perón de que era posible obtener energía atómica a través de la fusión controlada, lo que le daría al país la llave de la energía barata. El gobierno puso todos los medios a su disposición y Richter montó primero en Córdoba y luego en la isla Huemul de Bariloche gigantescas instalaciones. El 8 de abril de 1950 Perón visitó la isla en compañía de Evita y casi un año después, el 24 de marzo, fue el gran papelón: el presidente anunció oficialmente que se habían logrado “reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”. A la larga fue evidente que todo era un dislate de Richter, que se mostraba cada vez más exótico, creía ver espías y conspiraciones en todos lados y no exhibía resultados concretos. Finalmente una comisión investigadora desembarcó en la isla para revisar sus trabajos y concluyó que no había nada parecido a lo anunciado. Richter fue invitado a partir. Pero debió encariñarse, porque después de andar por diversos países volvió a la Argentina y murió aquí en 1991 sin pena ni gloria.

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