EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
¿Qué une a los políticos? ¿El amor o el espanto? Son de público conocimiento las aproximaciones para expandir un 50 por ciento el número de tragamonedas del Hipódromo Argentino. Es decir, un juego dentro de una casa de juegos, pues tal cosa son las apuestas de carreras de caballos. Viene al caso el pensamiento de Carlos Pellegrini sobre los juegos de azar, y en particular sobre las apuestas hípicas. El fundador del Jockey Club, recordaba su biógrafo Agustín Rivero Astengo (Obras, V, Compilación y Notas), fundó esa institución en buscar el refinamiento de la raza caballar. “En 1882, siendo senador nacional (sesión del 3 de junio) Pellegrini se opuso enérgicamente a la venta callejera de billetes de lotería en Buenos Aires. Al ocupar la presidencia de la República, prohibió por decreto del 6 de febrero de 1892 todo juego de azar en los clubs sociales o asociaciones análogas, autorizando al efecto, a la Policía para inspeccionar diariamente las instituciones en que se sospechase su falta a lo dispuesto”. De nuevo senador, participó (1902) en el proyecto de represión de juegos de azar, producido por la Comisión de Legislación del Senado, de la que era miembro informante. En la sesión del Senado Nacional, del 26 de julio, dijo Pellegrini: “El juego no es un delito. Lo que constituye la falta es el abuso del juego; abuso que constituye un vicio que tiene consecuencias funestas para el hombre y para la familia. Lo que la ley trata de limitar no es precisamente el juego. Lo único que castiga o que trata de disminuir o de suprimir, es el vicio clandestino, es la incitación al vicio y es la explotación del vicio. Esta ley nace a consecuencia de que la penalidad actual permite pulular una infinidad de pequeñas explotaciones al juego, de ese juego que seduce a las clases más fáciles de seducir: a la clases bajas, a las clases ignorantes, al pueblo trabajador, a los menores de edad. La Comisión cree que, efectivamente, es necesario, por todos los medios posibles, contener esta tendencia, esa incitación a las clases inferiores de concurrir a buscar en estos pequeños juegos de azar, lo que sólo deben pedir al trabajo y a la economía”. En particular, decía la ley, “si el infractor fuese empleado publico sufrirá, además, la pérdida del empleo e inhabilitación por tres años para ocupar puestos públicos”.
En 1889 se publicó Life and Labour (Vida y trabajo), libro que contenía una impactante serie de mapas, en los que se representaban los diversos grados de pobreza en Londres, calle por calle. Su autor, Charles Booth (1840-1916) es hoy más recordado por su concepto de “línea de pobreza”, análogo al de “línea de flotación” de la náutica, vinculada a su actividad de propietario naviero. Este país nunca pudo construir un mapa de la pobreza, y cuando lo intentó, el propio Estado se ocupó en impedirlo. El Estado es un gran consumidor de recursos, y en tal faena genera dos tipos de actividad: una relativa a tomar recursos del sector no estatal (ingresos públicos) y la otra relativa a cómo usar tales recursos (gastos públicos). Una incluye normalmente a los impuestos, tasas y otras recaudaciones, a los que se suman los empréstitos de capital extranjero. La otra incluye los gastos corrientes (sueldos, jubilaciones, etcétera) y de capital (obras públicas), además de los servicios de la deuda externa. En esta faena el Estado es el principal productor de pobres, tanto por lo que hace como por lo que deja de hacer en ambas actividades citadas, esto es, por comisión y por omisión. Entre las fuentes de ingresos públicos están incluidos —no excluidos— los aportes de los pobres, principalmente el IVA. Los pobres, que gastan casi todos sus ingresos en alimentación, ven cercenados por el Estado un 21 por ciento de sus recursos, por lo que muchos se ven crónicamente sumergidos bajo la línea de la pobreza. Una familia indigente, cuyo ingreso es 750 pesos, lo ve achicarse a 600 por lo que compra y el pago de IVA, de modo que una ayuda estatal de 150 pesos es dinero que el Estado ya le quitó antes, y ahora le devuelve. En cuanto a los gastos, no resulta sorprendente que el Estado, conducido por políticos profesionales, dedique parte de sus gastos a solventar necesidades corrientes y de capital de sus propios integrantes. ¿Cuántos dedos de una mano se necesitan para contar a jueces, parlamentarios, intendentes, gobernadores y otros estamentos, que no hayan hecho llegar, justo hasta sus casas, y no más, los beneficios del asfalto, la luz, el gas, el agua corriente y la red cloacal? Puestos a elegir, fue más justificable tal gasto que proporcionar el mismo beneficio a otros argentinos, más feos, sucios y malos. Nadie responsable de un delito gusta mostrar las huellas de su participación en él.
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