EL BAúL DE MANUEL
El baul de Manuel
Por Manuel Fernández López
Con seguridad
Qué cosa signifique “seguridad” no es tan claro y distinto como cabría esperar. Esa categoría fue introducida en Economía y discutida por P.-P. Mercier de la Riviere (1720-93) –el codificador más claro del sistema fisiocrático– en Orden natural y esencial de las sociedades políticas (1767). El pensamiento de La Riviere a su vez fue difundido en español por Valentín de Foronda (1751-1821), polígrafo de la Sociedad Económica Vascongada, en sus Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la Economía Política y las leyes criminales (1794), en las que llegó a transcribir literalmente capítulos enteros de Mercier, como el referido a la balanza comercial. Foronda adoptaba el enfoque de Mercier de fundar el cuerpo político sobre tres pilares: Propiedad, Seguridad, Libertad. Al elaborar en particular la categoría “seguridad”, escribía Foronda: “Tenga Vmd. Presente que las cárceles no tienen otro objeto que el resguardo de los que están indiciados de algún crimen: así se les debe encerrar en un lugar sano, bien ayreado, y proveerles de todo lo que necesiten. De ningún modo se les deben... mortificarlos con otras vexaciones de esta naturaleza: es preciso recomendar á los carceleros que no traten duramente á los presos; pues la desgracia debe ser siempre respetada, y hasta la convicción, el acusado no es sino un infeliz”. Inspirado en este texto, Juan H. Vieytes escribió en 1803: “Vm. sabe muy bien que la carcel... se ha establecido únicamente para guardar con seguridad los delinquentes hasta el esclarecimiento de sus causas, que la desgracia debe ser siempre respetada, y que hasta la convicción el acusado no es sino un desgraciado”. La gran aceptación del enfoque Mercier-Foronda hizo que fuera empleado en algunos precedentes constitucionales argentinos, como el decreto de seguridad individual de 1811, los estatutos de 1815 y 1816 y las Constituciones de 1819 y 1826. Lo referente a las “cárceles sanas y limpias” subsiste en el art. 18 de la Constitución de 1853 y de la actual, que acaba de cumplir diez años. “Seguridad”, pues, era tener bien guardados a los prisioneros. Y en la época de Mercier, el monumento a la seguridad era la Bastilla, adonde iban a parar en especial los opositores políticos al despotismo monárquico. Contra esa seguridad se alzó en 1789 el pueblo francés, y la toma de la Bastilla se convirtió en el emblema de una nueva era para la humanidad.
Viejos como trapos
En los orígenes del hombre, cuando su diferencia con primates superiores aún no estaba muy definida, aquel debió atender a sus necesidades de subsistencia recolectando frutos, cazando o pescando. La alfarería y las herramientas le permitieron acumular semillas e incrementar su capacidad productiva, generando excedentes de determinados productos, que pudo cambiar por otros productos. Ese intercambio, en la forma que fuese, era un trueque, o permuta de una mercadería (M) por otra mercadería (M’), que simbólicamente puede escribirse M-M’: yo te doy M y vos me das M’. El trueque no siempre era posible ni fácil, sobre todo para productos que requerían un esfuerzo de producción muy distinto, como una casa y un par de sandalias. Pero la invención del dinero resolvió el problema: quien necesitaba la mercancía M’ debía antes procurarse dinero (D) para comprarla, lo que era factible produciendo antes la mercancía M y vendiéndola por dinero. La compraventa, pues, se escribía M-D, D-M’: la primitiva y única operación de trueque quedaba descompuesta en dos operaciones distintas. La separación entre empresarios y trabajadores, finalmente, creó un desdoblamiento distinto del intercambio monetario. En primer lugar, el empresario o poseedor de dinero, compra trabajo (T) por un salario; luego, el producto del trabajo (M) es vendido en el mercadopor dinero: D-T, M-D. El dinero, antes instrumento o medio de cambio –un término intermedio– pasa ahora a ocupar los extremos de las operaciones: es principio y fin del acto de cambio. Ya no se produce para satisfacer una necesidad humana sino para recuperar con creces el dinero invertido. “No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestro almuerzo sino de la atención que ellos prestan a su propio interés” (Adam Smith). Lo único humano en la fórmula del intercambio, T, pasa a ocupar un lugar intermedio. Dicho con otras palabras, lo humano se convierte en un medio para permitir a otros lucrar con él. La economía que conocemos funciona así. Un hecho reciente lo ejemplifica. En un geriátrico hubo cerca de una decena de muertes de ancianos, por inanición, por frío y aun por golpizas. ¿Qué móvil guiaba a esa “empresa” sino la obtención de lucro a través de los ancianos? Esto parece duro decirlo y aceptarlo, pero reitera el papel educador de los ancianos, aun con sus desgracias.