Domingo, 30 de julio de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Julio A. Roca realizó dos trabajos a favor del país agropecuario: “limpió” de indios la superficie arable y favoreció el tendido masivo de líneas ferroviarias. Durante su primera presidencia la Argentina se perfiló como el país sudamericano de mayor extensión ferroviaria. En el territorio se constituyeron dos sistemas, el privado y el estatal. El primero cubría la llanura pampeana, con bajos costos de tendido; el segundo, las demás regiones, llenas de accidentes geográficos que debían ser modificados para permitir el tendido de vías. Estas obras, tanto privadas como estatales, se ejecutaron según un criterio de fomento. El sistema privado fue promovido por Inglaterra, que buscaba una oferta abundante, barata y segura de productos alimenticios; además la instalación del ferrocarril, en un país sin acerías ni manufacturas, le suponía una demanda de rieles y material rodante para su propia industria. El tren pasaba por las zonas agrícolas más productivas, y sus paradas eran fugaces, para cargar los granos cosechados. Pero sin buscarlo directamente, el tiempo llevó a que se formaran poblados en las cercanías de las estaciones. Mientras Inglaterra se alimentaba, se poblaba la pampa. A fines del siglo XX apareció otro criterio, el del Consenso de Washington: “El crecimiento económico es obra de la iniciativa privada”. Los trenes argentinos, estatales todos desde 1948, debían cerrarse y dar lugar a los grandes camiones particulares. Un presidente y un ministro de Economía, ambos de triste memoria, acuñaron la frase “ramal que para, ramal que cierra”. El cierre de los ferrocarriles y sus actividades conexas trajeron la miseria a los pueblos creados a partir de las estaciones ferroviarias, sin que el transporte privado supliera esa falta, ya que la construcción de nuevos caminos de pronto se estancó, al perder el Estado la renta petrolera que los financiaba. Quien ha viajado en tren por España, Francia, Alemania o Italia alaba la maravilla de esos sistemas de transporte. El tercer criterio, el electoral, traduce los dos parámetros de un tendido ferroviario –tiempo y espacio– a las apetencias del poder. El tiempo lo fija el calendario electoral. La traza, cuántos votos se captarían uniendo por trayectos alternativos centros urbanos de distinta magnitud. Es el tiro de gracia para aquellos pequeños pueblos nacidos al calor del ferrocarril.
La integración económica entre países ha sido elogiada sin reservas, especialmente a partir de la experiencia entre Francia y Alemania, que significó reemplazar la guerra por la cooperación. No era para menos, luego de tres grandes guerras entre sí (la guerra franco-prusiana y las dos guerras mundiales del siglo XX). Sin embargo, el solo abrir el comercio libre entre dos países, por sí mismo, no es garantía de borrar pobreza e inequidades ni traer consigo el bienestar para todos. El tema fue analizado magistralmente por el economista de Chicago Jacob Viner en la documentadísima obra The Customs Unions Issue (1950). Allí Viner, partidario del librecambio sin restricciones, elabora ventajas e inconvenientes desde el punto de vista de Adam Smith y los pensadores liberales, es decir, privilegiando el interés del consumidor. Una unión produce dos efectos: uno bueno, la creación de comercio, y otro malo, la desviación de comercio. Una integración, por cierto, reacomoda las fuentes proveedoras de los bienes requeridos por los países miembro, pero en la medida en que los anteriores proveedores externos a la unión son reemplazados por proveedores dentro de la unión, también se reasignan factores productivos. Argentina y Brasil no pueden ambos producir e intercambiarse zapatos; lo racional es que sólo uno los produzca y su producción se expanda para abastecer a ambos. Con ello, la industria argentina de zapatos debe cerrar y la gente ocupada en ella debe ser despedida. Desde el punto de vista de los puestos de trabajo, hay una desviación de puestos (los que pierde la Argentina) y una creación de puestos (los que gana Brasil). Si miramos los pies de la gente, podemos constatar que hoy casi nadie usa zapatos y los ha reemplazado por zapatillas. Y vemos cómo tradicionales fábricas de zapatos han cerrado sus fábricas y en algunos casos conservan la marca, pero reducida a la comercialización de zapatos extranjeros. Brasil, hasta cierto punto, suplió la producción argentina por zapatos hechos con materiales sustitutivos del cuero y de muy baja calidad, que en los tiempos de la crisis del 2001-2002 se vendían a 45 pesos, pero duraban poco, se les rajaba la suela y otros inconvenientes. Por baratos que fueran, sin embargo, no podían ser comprados por los que antes trabajaban aquí en su fabricación, ahora sin trabajo ni medio adquisitivo en sus bolsillos.
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