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Reformas
La implosión de la Convertibilidad fue el broche de oro de una década de “reformas estructurales” a la Washington Consensus. Una de las “lógicas” quebradas es aquella que ligaba la pobreza con la falta de un empleo o, al menos, de un empleo formal. Históricamente, el desempleo no había sido un problema grave en la Argentina. Pero el fenómeno se hace notorio a partir de 1994, cuando alcanza cifras de dos dígitos para ya no bajar de ese escalón. Si se conseguía un trabajo formal estaba en buena medida protegido de caer bajo el rótulo de “pobre”, debido al hecho de que los salarios eran, en general, mayores al valor de la “canasta básica”, utilizada en las estadísticas oficiales para definir qué hogares quedan por debajo de la línea de pobreza. Es por eso que en los ‘90 convivieron las altas tasas de desempleo con un nivel de pobreza que, si bien importante, no era todo lo sorprendente que es hoy en día. En promedio, durante la década pasada, el 25 por ciento de las personas fueron pobres; desde 2002 esa cifra se duplicó y se resiste a bajar aun en un contexto de sostenido crecimiento económico y cierto aumento del empleo. ¿Por qué? Porque ahora buena parte de los ocupados son “pobres de ingreso”: ganan un salario neto menor a los $734 que, según informó el Indec, cuesta una canasta básica para un hogar tipo. En la Argentina actual, el 80 por ciento de los ocupados reciben un ingreso menor al de la canasta básica. Ha quedado rota la ligazón que preservaba de la pobreza a quienes tenían una ocupación. En tanto la oferta de mano de obra siga siendo alta, y frente a la histórica desaparición de actores institucionales de peso que puedan inducir los salarios al alza, no parece existir ninguna fuerza endógena que mueva a la economía de este nuevo y aterrador “equilibrio”. Se trata de parte de las consecuencias estructurales de las reformas homónimas.

Alejandro Bartís economista de la UBA
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