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En la zona tucumana de La Cocha, donde los viejos secaderos de tabaco se multiplican a ambos lados de la ruta, cerca de la mitad de la población es analfabeta. Los jornaleros sin tierra trabajan de sol a sol en los meses de siembra y cosecha, y sobreviven el resto del año sobre la base del microcultivo y la cría de gallinas. Los más afortunados logran sumarse a los ejércitos de cañeros que se reúnen en los departamentos azucareros de otras zonas de la provincia. Como no pueden pagar el alquiler de 800 pesos promedio que se cobra por un campo de cinco hectáreas, se apiñan en cuevas y chozas precarias en unas angostas franjas de tierras fiscales delimitadas por los caminos de barro y los canales de riego. La escuela para los chicos queda a 10 kilómetros de caminata.
En provincias como Misiones, donde el tabaco es la segunda actividad por su relevancia económica detrás de la industria forestal, la propiedad promedio tiene una extensión mucho menor, de 0,8 hectárea. La unidad de producción familiar encubre allí un masivo trabajo infantil, y los menores de diez años son los encargados de elegir las mejores hojas de cada planta, porque su estatura les permite –a diferencia de sus progenitores– hacerlo sin agacharse. Tanto Phillip Morris como BAT participan a nivel mundial en multimillonarias campañas por la erradicación del trabajo infantil y aseguran que sus contratos de compra incluyen cláusulas contra ese tipo de explotación, pero el factor decisivo del bajo precio por kilo obliga a las familias a emplear toda su fuerza laboral para no contratar a otros peones.