A CINCUENTA AÑOS DE LA MUERTE DE THOMAS MANN, FIGURA CENTRAL DE LA LITERATURA.
El hombre que vivió en dos mundos
La reedición de La montaña mágica sirve como recordatorio de las marcas que dejó Mann, un cronista de la decadencia que sigue sacudiendo las conciencias humanas.
› Por Silvina Friera
La mejor composición de Thomas Mann es La montaña mágica. Y no es un error utilizar la palabra “composición”, que suele reservarse a la creación musical, para aproximarse al estilo del gran escritor alemán del siglo XX: “La novela ha sido para mí una sinfonía, una obra de contrapunto, un entramado de temas en el que las ideas desempeñan el papel de motivos musicales”. El hermético encantamiento que afecta al joven héroe hamburgués Hans Castorp, y que lo hace sucumbir a la atemporalidad siniestra de la vida en un sanatorio para tuberculosos, es el primer movimiento de una obra que hoy, a cincuenta años de la muerte de su autor, se revela como un “documento” magistral del ambiente de laxitud espiritual y cultural europea del primer tercio del siglo pasado. El ascenso y el descenso, la experiencia “allá arriba” y el regreso a la llanura es un pasaje de la muerte sigilosa en las alturas al desastre mundial de la muerte, donde los jóvenes “yacen con el rostro en el barro y no se mueven más”. Castorp es “el viajero que se ilustra”, el más curioso neófito que abraza voluntariamente la enfermedad y la muerte, pero que como Tonio Kröger, otro de los personajes ideados por el viejo Mann, podría repetir: “Yo estoy entre dos mundos, en ninguno de los dos estoy en casa”.
Publicada en 1924, La montaña mágica acaba de ser reeditada por la editorial Edhasa, con traducción de Isabel García Adánez. En tiempos en que lo autobiográfico y la “experiencia de vida” son relegados al sótano de esa casa del artificio llamada Literatura, no viene mal recordar que el embrión de esta novela fue la vida misma. En 1912 la esposa del escritor y premio Nobel de Literatura (1929) contrajo una dolencia pulmonar que la obligó a permanecer durante un año en un sanatorio de la región suiza de Davos. A los pocos días de visitar a su mujer, el escritor contrajo un catarro y el médico de la institución le sugirió que permaneciera medio año sometiéndose a una cura. ¿La parábola del “sano” que sucumbe ante la enfermedad? ¿El descubrimiento de la enfermedad que habita enmascarada en toda realidad? El mundo de los enfermos parecía cubierto por una pátina de pureza glacial; su suciedad natural se ocultaba y se hundía en el ensueño de una fantástica magia macabra. Pero Mann, afortunadamente, desoyó el consejo del doctor –quién sabe cuál hubiera sido su destino si se quedaba, como Castorp, siete años internado– y prefirió escribir la novela, aprovechando las impresiones que acumuló durante las tres semanas que permaneció en Davos.
La fuerza envolvente de esa montaña insondable ilumina los claroscuros de la condición humana; se trata de una suerte de sucedáneo de la vida que logra, en poco tiempo, enajenar al joven Castorp y alejarlo completamente de la existencia real y activa. La mirada extrañada, esa que se fija en el punto en el que todo se torna “tenebroso y vacío”, le permite vislumbrar en el mismo efecto de la muerte una verdad que surge de las entrañas del dolor. En el sanatorio, Mann despliega la complejidad de una Europa en miniatura; allí el joven héroe reflexiona sobre la existencia del hombre, sobre la muerte, el arte y el amor, motivos musicales mannianos cuyas variaciones se deslizan en el interior de su obra: La muerte en Venecia, Buddenbrook, Doctor Faustus y Consideraciones de un apolítico, entre otras. Allí Castorp, finalmente, aprende a conocerse a sí mismo; no sólo procura hallar las respuestas a aquellas preguntas que se han planteado los hombres, sino que pone en evidencia cómo adquirió la capacidad de discurrir sobre cuestiones que se extienden desde la estructura enigmática de la materia (“La enfermedad era la forma depravada de la vida. ¿Y la vida? ¿No era quizá también una enfermedad infecciosa de la materia?”) hasta el enigma de la conciencia moral.
La crítica solapada a la terapia practicada en los sanatorios no es más que la fachada del libro. Los peligros morales que entraña la cura de reposo quedan a cargo del memorable Settembrini, ese escritor italiano que cree en el progreso y confía en un orden social fundado en la libertad y la justicia, un personaje cómico que despierta simpatías, especialmente, cuando discute con Naphta –“tan sumamente feo que casi dolía mirarle”–, un místico que se dice cristiano y predica el terror con palabras de desprecio hacia el hombre similares a las de Schopenhauer, y con una crueldad inspirada en el Anticristo de Nietzsche. Después de haber experimentado la enajenación, el joven héroe vuelve al llano, pero el narrador de La montaña mágica lanza su último revés: “¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Adónde nos ha transportado el sueño? Crepúsculo. Lluvia y barro. Un cielo turbio y en ascuas que retumba incesantemente bajo el azote de un trueno demoledor (...). Estamos en el mundo de aquí abajo, en la guerra”. Ahí está Hans Castorp, que corre con los pies de plomo empuñando su bayoneta. Y ahí, también, permanece un Thomas Mann químicamente puro, el cronista más irónico de la decadencia, el infatigable amante de lo patológico y de la muerte, el esteta anhelante del abismo, que continúa sacudiendo las conciencias frágiles de los hombres del siglo XXI.
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