OPINION
El microclima que refleja el mundo global
Por noe jitrik
No soy experto en literatura alemana y, por lo tanto, no puedo competir en la carrera de los grandes valores, como suelen hacer los entendidos que otorgan cucardas a los más importantes y secundarizan a los que no lo son tanto, tipo Harold Bloom, de tanto predicamento en los suplementos literarios argentinos. No podría, en consecuencia, decir si Thomas Mann es más que Alfred Döbling o que Günter Grass o que su hermano Heinrich o que sus propios hijos, que también hicieron lo suyo. Es claro que hay más nombres para no hacer comparaciones, de alemanes o de quienes sin serlo, como Kafka o Canetti, emplearon esa lengua pero, insisto, nada puedo hacer al respecto. Sólo podría sugerir que todos los mencionados gozaron de algún tipo de suerte que ayudó considerablemente a que se los apreciara: Mann reaparece en escena, después de su Nobel, de la mano de otro artista excepcional, Luchino Visconti, con La muerte en Venecia; Döbling con la saga televisiva Berlin Alexander Platz; Grass con El tambor de hojalata, Heinrich Mann con El ángel azul, gracias a Von Sternberg y la sorprendente Marlene Dietrich; Kafka, obviamente, con El proceso, tal vez el más clásico de todos los mencionados.
Quizá, tengamos fe en Dios, esas extraordinarias películas hayan resucitado el fervor por leer a escritores que, más allá del implacable olvido, son todos notables y forman parte con sus obras de la tormentosa cultura del siglo XX. Hay que leerlos para entender un poco el caudal de conflictos de los que, por otra parte, no hemos salido todavía y que afligieron al mundo en especial en la mitad del siglo. Pero se trata de Thomas Mann. Mis últimas lecturas de su impresionante obra datan de 1950: mi memoria conserva alguno de sus trazos y, sobre todo, de la extraordinaria capacidad de descripción de sociedades en decadencia o de filosofías en ruina. Había que leerlo entonces, no sé ahora, tampoco sé si se lo lee ahora, lo cual es una lástima si al leer queremos asomarnos a mundos que por conocidos son totalmente desconocidos y misteriosos, tanto como la atracción del músico por un bello y elusivo adolescente. En este particular, así como Flaubert obtuvo cierto crédito en el auge del feminismo por haber dicho “Madame Bovary c’est moi”, Mann lo debe haber obtenido en la arrolladora oleada gay que estremece a gran parte de la crítica literaria actual.
Yo tengo un recuerdo entrañable de mi inmersión en La montaña mágica, El Doctor Faustus y La muerte en Venecia: fueron días y noches de lectura febril, en los que trataba denodadamente de entender la diferencia entre la suerte de filósofos y músicos y el poder de una escritura que me pareció poderosa, aunque lo leí en traducciones cuya eficiencia no podía juzgar. Vivíamos en una atmósfera intelectual que incluía a Mann, así como a Huxley, Lawrence, el infatigable Proust, Chejov y el imponente Faulkner: todavía no habíamos advertido la grandeza de Borges ni la eléctrica complejidad de Macedonio. No obstante, nunca me interné en Los Buddenbrook, aquellos tres libros fueron suficientes para ocupar un lugar en mi imaginario, de modo tal que no sé si porque yo lo pensé o porque lo leí en alguna parte, los diálogos entre Naphta y Settembrini me parecieron, y me siguen pareciendo, la más refinada y premonitoria imagen de lo que ocurriría en el mundo poco después, racionalidad contra irracionalidad, argumentación contra afirmación, rasgos que pueden ser exclusivamente alemanes –que nunca habían podido hallar una síntesis– pero que tiñeron todos los enfrentamientos posteriores, hasta los actuales, conflictos en Medio Oriente mediante.
También nosotros tuvimos nuestra Montaña Mágica, pero serrana, en Los adioses, de Onetti, así como en Boquitas pintadas, de Manuel Puig. El atractivo del encierro, el micromundo que refleja el mundo global. Mann lo dibujó pero en murales, en la secuela de los grandes frescos del siglo XIX. Se podría decir, en consecuencia, que conserva actualidad por lo que dice pero que su “cómo” pertenece al pasado o está en el cruce entre tradición e innovación, términos que pareciera que todavía son de un antagonismo irresoluble.
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