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Domingo, 30 de julio de 2006

LOS SUFRIDOS PARTICIPANTES DE “BAILANDO POR UN SUEÑO”

La paradoja entre el baile y los sueños desesperados

 Por Julián Gorodischer

Algunos bailan como los dioses y son versátiles para pasar de la chacarera al hip hop. Pero no se harán famosos por eso. Más recordable es el dramatismo de las historias (y las de sus precursores) que abarcan la falta de vivienda, la enfermedad propia y/o ajena, el trauma infantil, el abuso sexual o la mera dificultad económica. Esta última –entre la abundancia de tragedias– hasta parece poca cosa para pelear el voto del público, aquí donde los llamados deciden la permanencia. Extinguido el talk show, con pocas tribunas para contar la miseria personal/familiar, los soñadores de “Bailando por un sueño 2” comparten cartel con una estrella (con la que bailan en dupla) y expresan un dolor profundo. La densidad de sus dramas, la solidaridad y el esfuerzo que ponen en esto podría opacar la pelea mediática entre jurados y famosos (Carmen Barbieri / el mago Emanuel / María Eugenia Ritó) que es moneda corriente en los programas de farándula. Pero sólo se estimula a los famosos a que hagan circular sus pequeñas e intensas batallas por la vanidad. De los soñadores sólo se conocen miniinformes sobre sus sueños (tipo presentación, antes de bailar) y luego se los ve bailando el ritmo del día. El máximo despliegue histriónico de alguno fue llorar.

La búsqueda frenética de su paradero se justifica en su altísima popularidad, ya que protagonizan el segundo o tercer programa más visto, con un promedio de 25 puntos de rating. Y en la novedosa fusión de la alegría tinellesca (lluvias de papelitos, bromas, premios) con el ingrediente menos pensado: el sufrimiento de Manuel Eduardo Rodríguez, de Misiones, frente al calvario de su madre inválida, entre otros casos. Como describió la periodista Mariana Enríquez en Página/12, hubo versiones anteriores de “Bailando...” en EE.UU., Australia y México, pero ninguna concentró tal nivel de dramatismo como las dos ediciones argentinas. “En la versión de ‘ShowMatch’ el melodrama y el show llegan a su paroxismo”, escribió. Es verdad: lo que se ve, pese al formato importado, es del orden de los 30 segundos de fama de 2005 pero sin la comedia. La renovación de rostros cambia el tono al desfile, antes de excéntricos, ahora de castigados, pero hay una opción de redención. ¿Por qué la biografía de los desesperados encontró una hendidura imposible para infiltrarse en la TV?

La solución televisable es que no hablen. Baila Manuel Rodríguez acompañado de Florencia de la V, desperfilado detrás de las guasadas típicas de la estrella. Ahora habla: “Mi sueño es para mi madre. Hace un año y medio quedó paralítica de las piernas, por una hernia de disco que le hace pinzamiento en el nervio ciático y no la deja caminar. No tenemos fondos, no podemos cumplir el sueño de que deje de estar dopada por los dolores, al principio había que alzarla en la camioneta, estaba tirada en el sillón, no tiene obra social”. Manuel habla bajito, como a punto de quebrarse. Cuando se le desea suerte, y se le comunica la empatía total y el agradecimiento por entregarse así, entero, llora. La obra social de su hermana le negó la cobertura para su madre; esa mujer tuvo una vida “injusta, muy dura”, y ahora acompaña a Manuel en el hotel de Chacarita en el que los hospedan, viviendo dificultosamente con los 200 pesos semanales que el programa les entrega como viático, escapándole a la vida aciaga en el local de venta de carne, en Misiones, donde se agrupan para dormir de a tres o cuatro por pieza, con roperos que hacen de paredes.

“Ellos (los de ‘ShowMatch’) presentan el sueño antes de que entres a bailar. Cuando aparezco, Marcelo está con los ojos llenos de lágrimas. Me dice: qué fuerte que sos; vamos a hacer lo posible. Que estuviese emocionado era increíble”, se conforma el participante. ¿Por qué lo eligieron? “Doy lo mejor y me quiebro cada vez que muestran mi sueño”, sigue Manuel. “Tengo que dominar la adrenalina y el sentimiento. Florencia me dijo que ella sabe lo que se sufre por tener mal a la madre. Me pregunta cómo está, si usa la faja. Me sorprende que todavía el gobierno de la provincia ni nadie haya ofrecido nada... A los cinco años, mami me llevó a una escuelita de danza; ella me impulsó hacia esto. ¿Qué otra forma de devolver? Y la gente se emociona con un sueño; todos tenemos una madre.” Las repercusiones indirectas del sueño cumplido (cada vez más cercano, porque su dupla con Florencia y la de Leo Piccinato con Moria Casán obtienen los mejores puntajes) derivan hacia la construcción de la casa propia, fantasía que se reitera en distintos dramas. “La que habitamos no es propia sino de mi abuela paterna. Ahora llueve por todos lados y nos acomodamos como podemos. Pero cuando ella muera se va a tener que dividir la herencia: ahí estamos en el horno con mi familia.”

El contraste es brutal: en escena se caracterizan según el ritmo, bailan hip hop, rock, salsa, tango; se someten al escarnio de Jorge Lafauci, la actitud comprensiva de Laura Fidalgo, ese tonito paternalista de Zulma Faiad y así, hasta recibir un puntaje que siempre es menor al de Moria, con la mayor cantidad de 10. Por suerte, a Leo Piccinato le tocó bailar con Moria, y va bien ranqueado. “Yo perdí un hermano”, suma al listado. “Tenía un tumor en la cabeza, hubo operaciones y complicaciones. Fue hace siete años y mi familia, imagínese cómo queda una familia después de una pérdida así. Yo tenía 12 años y es difícil a esa edad. Ya entendés cosas. Es así, y hay que seguir adelante. Yo les conté a los chicos de producción. Pero qué sueño podía elegir relacionado con la tragedia: yo vivo en un pueblito de siete mil habitantes, Bandera (en Santiago del Estero), y ahí no hay ninguna fundación. Yo elegí poder sacar adelante a muchísimos chicos, ayudar a una escuela, para que alguno llegue a ser grande.”

Tal vez por su historia familiar, Leo se hizo especialmente amigo de Viviana Pérez, operada dos veces por un cáncer de mama y que soñó con equipar un centro oncológico en el hospital de General Roca, en Río Negro. En el hotel de Chacarita, la dinámica que improvisaron es la del grupo de autoayuda: se cuentan las historias del dolor, no especulan con su capacidad para ganar votos (dicen). Podría suponerse que hay un cierto rédito en el descenso a un abismo más profundo, que provocaría más llamados que una simple situación de desalojo (de las que abundan en el plantel), pero, según parece, el caudal de votos fluctúa más según rutilancia del famoso (Moria, Florencia, Silvina Luna, en el podio) que por la magnitud de la catástrofe. Si fuera de otro modo, Lorena Paranyez (quemada con ácido muriático por una venganza de un ex novio despechado) lideraría la competencia por la dimensión del daño que le produjeron y la tristeza que implica una carrera como bailarina interrumpida antes de tiempo. Sin embargo, Lorena quedó nominada, esta semana, para abandonar “Bailando...”.

“Todas las historias me resultaron conmovedoras”, asegura Leo Piccinato. “La de la chica Karina (Caregnato, de San Miguel) que tiene un bebé gigante a la que no quieren atender en hospitales. Es un sufrimiento tan grande, y la vida es una sola, y por qué hay que sufrir tanto. Están las dos cosas cuando uno baila: tenés la adrenalina de salir y dar lo mejor y está tu historia...”

Lo que hace que “Bailando...” sea una experiencia extraña no es la participación de gente común en situación de pobreza (se había visto en “Operación triunfo”, en “Sorpresa y media”), sino su capacidad para combinar signos opuestos. Casi siempre, la prueba física subraya y a la vez contradice el drama: Lorena Paranyez baila salsa, y su informe revela que la agresión le costó la carrera como bailarina. Luego, Manuel Rodríguez lleva a extremos de virtuosismo la acrobacia y la movilidad corporal para curar a una madre que no se puede mover. ¿Hay una mente controladora tramando esos combinados de acción y reacción? ¿Cuánto hay de impudicia y cuánto de caridad (entregar el dinero para cumplir el sueño) en la experiencia masiva de “Bailando...”? “Es espectacular por el trato de la gente”, dice el soñador Lucas Tortorici, emparejado con la vedette Emilia Attias. “Estoy peleando por el techo de mi club (en Salta). Mi familia es muy humilde; mi papá es el único que trabaja. Mi vida desde los cinco años fue el club. Desde que empezamos nos vienen prometiendo techo. ¿Muy trágico? No lo creo: es la posibilidad de cumplirles el sueño a varios. Para que se cumpla, la condición es mostrarlo sin fingir. A veces me quiebro: cuando pienso en la trayectoria de mi abuelo. Pero bailar es una manera de superarse.”

Siguen las historias de desamparo: como la de Matías Ramírez (que baila con Silvina Luna) del bando de los que piden sueños para su comunidad. Los soñadores se dividen entre los que abren el juego a la representatividad y los que individualizan en una madre, hermano o pareja. Unos no son mejores que los otros –dicen–, ni se creen más. Pero, para defender el sueño, a veces se hace valer la cantidad de beneficiados. “No es un sueño personal sino para 450 chicos de una escuela de mi pueblo, Banderita”, se desmarca Matías. “Al principio pensé en darle una casa a mi abuela, pero me pareció un poco egoísta hacerlo para una sola persona. A la abuela la podemos defender nosotros y esta gente no tiene ayuda. A la vieja la podemos manejar, más allá de que tuvo su problema de corazón, sus operaciones.”

Salvo algunos casos de fraternidad especial (como la de Florencia de la V con su compañero de baile), el resto de los soñadores no habla demasiado de su pasado con los famosos. Se cruzan para ensayar; saben de qué se trata el show. Por las noches se reúnen en una de sus habitaciones del hotel para verse en el programa. El clima, por lo general, es festivo. No así por las mañanas, cuando Manuel escucha el grito de dolor de su mamá, especialmente intenso al levantarse. También María Leonor Ochoa, de Jujuy, compite en nombre de su madre. Esos casos abundan: hijos que devuelven, pavada de emotividad. “Mi sueño es una casa para mi mami porque es una persona grande y no tenemos casa propia; vivimos en casa de familiares, en una sola habitación para ella y para mí. Mi mami me crió solita, laburó en casa de familia, luego como portera, dio todo por mí. Quiero devolverle: ella quiere y necesita porque tiene gastritis nerviosa. Quiero que termine viviendo una vida digna.”

¿Una vida digna?: lo que llegaría después de bancarse el veredicto de Lafauci, de Zulma, de Carmen Barbieri (ganadora del primer “Bailando”...). ¿Alguien se acuerda de su compañero de entonces? Se llama Cristian Ponce y quería una casa para su familia; le ganó a la formoseña Mirtha Lima, que acreditaba un abuso infantil, en la final. Pero eso es el pasado: el relevo exige borrar a la camada anterior para garantizar su eficacia. Lo que queda es el impensable codeo con las estrellas en ensayos y grabaciones. ¿Con eso basta? “De los famosos –sigue María Leonor– me encanta Florencia, tan piola, simpática, súper sensible, todo el tiempo charlando. Por ahí, no se dio que le cuente a un famoso mi historia. Además, si me ponen a hablar lloro como una tonta.”

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“Bailando por un sueño” termina tapando las historias de sus participantes con una fiesta de baile.
 
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