Miércoles, 5 de marzo de 2008 | Hoy
VEINTE AñOS SIN LA MAGIA DE ALBERTO OLMEDO
Se fue en el momento más alto de su popularidad. Hasta entonces había creado grandes personajes para la televisión y había sido protagonista de malas películas durante la dictadura. Sus improvisaciones todavía no fueron superadas. La leyenda se encargó del resto.
Por Karina Micheletto
Los que tienen más de treinta seguro recuerdan exactamente qué estaban haciendo la mañana en que escucharon la noticia, el instante de incredulidad, la repregunta confirmatoria obligada: el Negro Olmedo había caído desde el balcón de un departamento en Mar del Plata, en el momento más alto de su popularidad, cuando batía records históricos de espectadores por temporada, cuando hacía 45 puntos de rating con su programa de televisión. Es seguro que Alberto Olmedo tenía entonces muchos menos devotos de los que se alistan hoy en la exaltación; es seguro también que a todos les resultaba de algún modo familiar, que con distinta intensidad lamentaron lo que pasó. La muerte de Olmedo –trágica, esa característica final de tantos iconos populares–, ocurrida a pocas semanas de que Monzón matara a su mujer, también en Mar del Plata, fue uno de esos contados hitos en los que todos se sienten involucrados, tomados por asalto por la noticia: murió Olmedo, y fue terrible.
Pasaron veinte años –ya– y Olmedo cada vez significa más cosas, reivindicaciones pseudo intelectuales de por medio. Olmedo es hoy muchos Olmedos, fragmentado desde el ejercicio del recuerdo, borrados los espejos menos políticamente correctos, rearmado según esa perspectiva que también da el tiempo y que garantiza una memoria selectiva al rescate de lo mejor. Una cosa es segura: si generó lo que generó –y lo que sigue generando– en el público masivo es porque alguna fibra identificatoria fuerte tocó. En el personaje de Olmedo que supo construir Olmedo, esa fibra seguramente contiene parte de lo mejor y lo peor de ese inasible ser argentino.
Hubo, en el comienzo, una infancia humilde y sin padre en Rosario, un pibe que trabajó de lo que vino, repartidor de pan, cadete de farmacia, “carnicerito”, mientras hacía la primaria nocturna. Hubo también una vocación vehiculizada en un grupo de acrobacias o en changas varias para el TeatroComedia. Hubo, más tarde, una certeza férrea: “Me voy a Buenos Aires, y algún día todos me van a aplaudir”. Hubo un comienzo en el viejo Canal 7, en 1954, cuando la televisión recién empezaba a hacerse en la Argentina. Fue como tiracables, ayudante de cámaras (por entonces, unos carromatos que había que empujar entre dos), “switcher master” –ese conocimiento básico le daría años después la capacidad de manejar el delante y detrás de cámara al mismo tiempo–. Hubo también uno de esos golpes de suerte que fijan el mito: fue en una cena del canal, en medio de la tensión generada por un cambio de intervención. Olmedo se subió a la mesa y largó una rutina improvisada que impresionó a todos, además de aflojar el clima. Así se ganó su primer contrato televisivo.
Fue en 1956, cuando debutó en La troupe de la TV. Pero su primer gran éxito, y su primera entrada económica importante, llegó con el ciclo El capitán Piluso, que arrancó en 1960 y duró más de veinte años, con una histórica pelea de Piluso con Martín Karadagian en el Luna Park incluida. El secreto: le hablaba a los chicos igual que a los grandes, o mejor, les hablaba tanto a unos como a otros. Se divertía haciéndolo, llamando a tomar la leche mientras detrás del decorado guardaba una botella de whisky. Hubo en el medio un par de etapas sin trabajo, como cuando en mayo de 1976 tuvo la desafortunada idea de abrir su programa El chupete con el anuncio de su “de-saparición física”. Justo esa palabra, en ese momento. Tuvo que pedir disculpas públicas (“pido perdón por mi muerte”, publicó), le levantaron el programa y se quedó sin aire hasta Olmedo 78.
El éxito final, como es sabido, llegó a partir de No toca botón, el programa con el que terminó de abrir las puertas a su galería de personajes, uno de los más consumidos por los argentinos en los ’80. Era un programa ramplón en muchos aspectos: por fuera del brillo de Olmedo la propuesta era un muestrario de culos con guiones previsibles y esquemas repetidos. Pero había algo en Olmedo que volvía único todo lo que tocaba, a pesar de los libretos, que se encargaba de pasar por alto sistemáticamente. Algo que irradiaba a todos sus compañeros de elenco. Ese don natural, que residía básicamente en su capacidad de improvisación, en su manejo de códigos de la calle transmitidos con un simple guiño, se apagaba cuando era llevado al cine.
La mayoría de sus creaciones eran básicamente seres sin suerte: buscas, chantas, vivarachos criollos, charlatanes, descarriados o pusilánimes, pero siempre habitantes del lado del mundo reservado a los perdedores. Rucucu (al que “mató” en el primer programa de la temporada del ’85, quemando su disfraz en cámara), El Manosanta, el Yéneral González (dictador de Costa Pobre), el mucamo Perkins, Stanislavsky y Grotowsky, el “laboratori”, el genial Borges. A dos grandes perdedores como Chiquito Reyes, el marido cornudo, y Rogelio Roldán, el siempre sobreexplotado “jefe de cadetes”, les puso nombres de amigos de la barra de Rosario. “Para no dejarlos afuera”, les explicó. En boca de todos estos personajes puso frases que todavía hoy se repiten: Adianchi, es itaaaliano, éramos tan pobres, si no me tienen fe, ¡de acá!...
Su originalidad pasó también por la trasgresión de mostrar lo que hasta entonces permanecía oculto en el detrás de las cámaras: los decorados que se caían en sketches como el de Rogelio Roldán, los olvidos de letras que se explicitaban para tomar por otro lado, hasta llegar al delirio, las “tentadas”, los chistes internos del elenco. El hoy remanido backstage era explotado por primera vez. También inventó uno de los plomazos actuales, el chivo televisivo: el primero nació como una broma para mencionar al negocio de bebidas y artículos importados Savoy, del que él y Sofovich eran clientes, como un juego de palabras: “¡Sa voy...!”, en lugar de “ya voy”. Lo mismo hacía con fideos Nutregal y alíscafos Belt. Con su personaje del corredor de fórmula uno Niki Lombo, institucionalizó estos chivos con las marcas pegadas al traje.
A la hora de brillar, Olmedo no actuaba: simplemente ponía en juego su picaresca personal, y desde allí activaba el mecanismo que construyó el mito en el que muchos se sintieron representados: encarnó al argentino medio, calentón con las minas, un poco tramposo y un poco pícaro, un poco vivillo y un poco cultor de la amistad. Para lograrlo, se valió de un talento innegable. Explotó con comodidad su gran fuerte, la improvisación llevada al límite del peligro, con Borges y los pases justos de Alvarez (que era el verdadero apellido de Portales). Con este personaje alguna vez llegó a quedarse totalmente desnudo en pleno set (“hace años que tenía ganas de hacer esto”, dijo a sus compañeros de elenco, pero calculó todo para que sólo lo vieran ellos), y cuenta la leyenda que jugó y ganó la apuesta de tomar una línea de cocaína en cámara.
Alberto Olmedo cayó desde el balcón de un piso 11 una madrugada, hace veinte años, cuando estaba acompañado por su última pareja, Nancy Herrera. Se habló de suicidio, de un estado de euforia producido por la mezcla de droga y alcohol. La Semana Santa de 1988 ganó un nuevo hito turístico marplatense, en competencia directa con la estatua de los lobos, recordado con claridad por esta cronista, por el impacto de lo inaudito: la foto en el edificio se volvió obligada. Las combis turísticas ocupando toda el largo de la calle, el guía improvisado marcando el lugar del hueco que dejó el cuerpo en la caída, los cientos de fotografiados que sonríen con ganas frente al edificio Maral 39, donde ocurrió lo que tanto lamentan. Los intentos por describir lo que hay de propio en la “argentinidad” deberían contar en este gen –casualmente, el programa que propuso un intento ridículo en este sentido tuvo a Olmedo entre sus finalistas– no a lo que fue Olmedo, sino a lo que fue Olmedo para esta forma de ser argentina.
Queda una última pregunta, relacionada con lo que hubiese sido del capocómico hoy, de no haber mediado la tragedia. Dan un poco de susto los derroteros de algunos que lo rodearon, esa claque de mascaritas deformadas por cirugías en que se transformaron casi todas “sus chicas”. Son rezagos que también hablan de lo que fue Olmedo, de lo que fue la cultura de masas argentina de los ‘80. Retazos de un pasado del que preferimos guardar sólo los brillos, para no tener que ponernos en cuestión a nosotros mismos.
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