Miércoles, 5 de marzo de 2008 | Hoy
OPINION
Por Julián Gorodischer
La imagen sigue siendo actual: Rucucu (ese precursor del modernísimo Borat de Kazajistán), el Manosanta, Rogelio Roldán o Chiquito Reyes dialogan todavía con nosotros aun con el Siglo cambiado. Tal vez por eso Alberto Olmedo sea un clásico, que 30 años después sigue sin iluminar parte de su sentido, acepta nuevas lecturas y confirma su carácter de pionero. Olmedo narraba historias complejas aptas para consumo masivo. Con el tiempo, se iría volviendo “de culto y para entendidos”. Pero en su tiempo el mérito era transgredir profundamente las leyes de una moral predominante y tirárselo por la cabeza a “la familia argentina”. ¿Estaba educando contra la escolaridad normal?
Abría nuevos significados a través de rutinas bobas, calcadas de la de la semana anterior, pero que lograban trascender su mecanicidad abriendo nuevas preguntas que siempre giraban en torno a una principal: ¿Qué hacemos con nuestro deseo? Su coreografía de acciones físicas se resolvía por la vía del exceso, en rutinas fijas: el Manosanta llevaba “al fondo” a Divina Gloria o a Adriana Brodsky –consagrando por primera vez a la idishe mediática–, luego pegaba tres tiros de fogueo y salía a saludar con los pantalones bajos. ¿Y..., si no me tienen fe? Esas series fijas no tenían ni un poquito de la vagancia creativa de la peluquería o el corte de la manzana de Gerardo Sofovich; en Olmedo había un profesionalismo y una mística heredados de las artes cultas y los grandes teatros, del ballet y el drama, allí donde todas las noches una misma función se vinculaba más a la ceremonia que al negocio de los medios.
Sus sketches, vistos en Youtube, nos interpelan confrontándonos con relaciones extrañas. Rogelio estaba obligado a desear a la mujer del jefe para ser castigado después; acosado y expulsado en un solo movimiento de Susana Romero. Lo que logró Olmedo fue invadir los ámbitos de la tortura cotidiana y situar allí el escenario de pasiones para nada habituales en una sala de espera. Llenó de colores la monocromía de la oficina. Pasaban cosas imprevistas entre colifas, enajenadas, pero sobre todo sujetos de una capacidad impensada para excitarse, mujeres como Divina Gloria que se desnudaban en cuanto podían. En la sala de espera de Borges y Alvarez se forjaban amistades íntimas. El jefe de cadetes no era el que nos atiende en la oficina pública, sino uno del tipo kafkiano, extraído de un relato maravilloso: un hombre común que se expone a lo extraordinario y que termina el día con el estoicismo y la resignación de los grandes héroes épicos, cuando ese mismo héroe oficinista regresaba al monoambiente saqueado: “¡Y..., en la Antigüedad se comía así”. Olmedo se le metía como un diablo en el cuerpo a ese empleado del montón, lo hacía resurgir como protagonista de un vodevil trágico. Y tan voluptuoso devenía el jefe de cadetes que aglutinaba en su cuerpito toda la capacidad de hacer reír y de angustiar al mismo tiempo, de seducir a una mujerona descomunal y a la vez ser usado como juguete sexual de una pareja. La realidad estallaba en un sketch, y aparecía otra cosa: reclutaba a un nuevo infeliz, otro subordinado más al Arca de Olmedo. Los desamparados se sumaban con ecos de las criaturas deformadas de Todd Browning. Ellos eran el extranjero loco de Rucucu, el depravado Manosanta, el nene adultizado, el empleado vencido, el cadete devenido objeto sexual, el mayordomo nazificado. Fue uno que iluminó la nebulosa que nos adormece todos los días cuando vemos los cuerpos tiesos y los pómulos duritos que saturan las telenovelas. Hizo todo lo contrario: trajo aires de exhibicionista de impermeable y nada abajo, de linyera entregado al destierro de “lo social”. Visto a la distancia, puestos a recordar y a compararlo con lo que hay: “¡Somos tan pobres!”.
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