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Miércoles, 5 de marzo de 2008

OPINION

Prisionero del guión

 Por Luciano Monteagudo

Hay por lo menos dos razones que llevan a pensar mal de la relación de Alberto Olmedo con el cine. La primera tiene que ver con que su período de esplendor, aquel en el que hizo más de un tercio de las casi cincuenta películas que figuran en su filmografía, coincidió plenamente con los años más siniestros de la dictadura militar, cuando el Instituto Nacional de Cine estaba bajo el mando de la Fuerza Aérea y los guiones eran aprobados por un comodoro o a lo sumo un brigadier mayor. El cine que se podía hacer por entonces era poco y malo y la estrella de esa industria triste y rigurosamente vigilada era, lamentablemente, Olmedo.

Visto a la distancia, hoy resulta significativo que la primera película que estrenó el ex Capitán Piluso después del golpe haya sido Los hombres piensan sólo en eso (1976), como si no hubiera habido otra cosa en qué pensar en ese momento que en llevar a la cama a Susana Giménez, la sex-symbol de aquella época y frecuente partenaire de Olmedo en las producciones de Aries Cinematográfica, de las que el gordo Jorge Porcel era un ladero insustituible. Mi mujer no es mi señora (1978), Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo (1978), Expertos en pinchazos (1979), El rey de los exhortos (1979) y Te rompo el rating (1980) son sólo algunas de aquellas comedias para valijeros protagonizadas por Olmedo, donde la sola enumeración de sus títulos ya indica el grado de machismo y chabacanería que las caracterizaba.

El otro problema de Olmedo con el cine es su relación específica con el medio. El era claramente un hombre de la televisión, formado en los tiempos en que un programa iba al aire en vivo y en directo y en el cual él se permitía, como nadie, salirse de libreto, improvisar, hacer saltar los límites entre la escenografía y el backstage. En el cine, en cambio, todo eso no era posible y parecía siempre prisionero del guión y de la cámara, que a pesar de estar a su servicio nunca estaban a su altura como comediante. En Italia, capocómicos como Alberto Sordi o Nino Manfredi se apoyaban en una industria que supo sacar de ellos sus mejores posibilidades. En Argentina, Olmedo no tuvo esa suerte.

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