Dom 21.12.2008
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MUSICA › FEDERICO MOURA, A VEINTE AÑOS DE SU MUERTE

Pasado y presente de un vanguardista pop

A partir de Virus, el cantante, compositor y performer ayudó a expandir las fronteras del rock. Fue un innovador en tiempos de peinados nuevos y prejuicios varios. Resonancias actuales de un músico que marcó su época y prefiguró lo que vendría.

› Por Luis Paz

Al escuchar o leer que fue ambiguo, parece que su ausencia fuera tal que no permite actualizar las etiquetas de hace al menos un cuarto de siglo y cuánto menos dejarlas de lado. Como poesía en movimiento, se escurría de casillero en casillero, esquivando los “¿escuchás Chopin, Devo o Seru?”, los “¿sos cheto, rockero o puto?” y otras ocurrencias que jamás ocurrieron en él, demasiado preocupado en pensar cómo ahorrar lo necesario para comprar equipos; cuándo viajar a Estados Unidos a por el AZT que, como precario atenuante de los efectos del VIH, no hacía más que apresurarlo; dónde iría la iluminación del escenario; cómo sería todo eso en el futuro. Hoy es indudable que, con Virus, Federico ayudó a expandir las fronteras del rock. Pero como fronterizo que va de estado en estado, durante tiempo fue más reconocido por ajenos que por propios. De él podrá decirse que fue un híbrido. Aunque eso tampoco ayude a definir entre cuáles cosas. Lo más probable –y tal vez lo más difícil de comprender– es que en realidad pudo serlo todo a la vez, la flor de mil y un sexos. Totalidad que no tuvo ambigüedad sexual porque Federico Moura no fue el primero en mostrar su costado femenino en escena, sino un pionero en entender que no existían en verdad un lado masculino y uno femenino, sino tantos como se quisiera.

Fue un prisma de múltiples caras angulosas reflejando la luz de un artista obsesivo con costumbres de artesano para la música, el rugby o la moda; un esteta adelantado que usó la Doctrina del Shock que, a veinte años del día en el que más pesaron sus párpados, utiliza la publicidad.

Lo mismo aplicó siendo la flor del creador que releyó a Joyce para “Luna de miel en mis manos”, o ese zancudo molesto que atacó los oídos desprevenidos, invitándolos a sacudirse con “Wadu wadu”. Podía ser un hada perversa o un Girondo new romantic; el hermano que no mide la fuerza del pelotazo; el compañero sobre el escenario y, de nuevo, el hermano que en esta ocasión reúne al resto para pedirle un favor, tal vez el último.

Los Moura eran de lo menos parecido a una familia disfuncional. Pico era un respetado abogado civil platense. Velia Oliva, docente y pianista. La casa estaba al 1514 de la calle 12 y era grande porque sus trabajos lo permitieron, pero sobre todo porque fueron ocho. El 23 de octubre de 1951, Federico se convirtió en el cuarto de los finalmente seis hermanos, especialmente delgado entre los otros tres varones y las dos mujeres. Su peso causó preocupaciones en el hogar, tantas como sonrisas hubo cuando encaró al piano de mamá, en los últimos meses del segundo gobierno de Perón, cuando su propia vida era más joven que un plan quinquenal.

La asunción de Frondizi fue el primer regreso a la democracia al que le puso música. Aquella vez, jugando en el salón de una casa tan grande como mansa, después de la práctica en el La Plata Rugby Club, donde los Moura jugaban de medio scrum. Luego de cada almuerzo, se separaban en parejas y practicaban en el patio, hasta la merienda. Una tarde, Federico pensó en armar una banda. Se olvidó de medir la fuerza del pelotazo y casi le rompe la cara a Marcelo. Jorge, el mayor, le pidió que no pateara fuerte. “No pateo fuerte, pateo rápido”, se excusó él, único zurdo, respondiendo así a su primera entrevista con un concepto lógico para su edad –diez años– pero que en perspectiva se muestra como una señal de claridad temprana para un artista integral que falleció a los 37 años, habiendo vivido más tiempo dentro de la música que en territorio argentino o en democracia.

Le encantaba aprender, pero lo aburría la escuela. Conseguía cada vez más información, seguía jugando rugby y salía con las chicas más lindas del barrio. Las presiones de esa viñeta de Familia Feliz, esos despertares amorosos y performáticos, y los debates por el concepto de Dulcemembriyo, que debía preocuparse por la puesta en escena tanto como por los temas, lo hicieron madurar. Se fue a tocar a Santa Cruz de la Sierra, una semana del Carnaval boliviano de 1972, e hizo cosas que nunca se sabrán.

Fue siempre reservado y pensante; pero salvaje e inconsciente, repleto de pares conceptuales que lo hacían más todo: enérgico, curioso, inquieto. Compró un pasaje a Londres en barco, dejó por la mitad una carrera de Arquitectura y se fue a intentar sobrevivir. Cada bandeja que servía como mozo lo acercaba más a lo necesario para conocer Nueva York y Río de Janeiro. Cuando hubo visto suficientes lugares, modas, caras, instrumentos y cuerpos, volvió y consiguió el beneplácito de Pico para abrir Limbo, un local donde vender la ropa que diseñaba. Le iba bien, aunque la vanguardia textil tenía un público reducido. Pero lo administrativo lo aburrió.

Con el dinero que había ahorrado conoció París, volvió a Nueva York y a Río. Pero nunca estuvo tan lejos de casa como cuando se enteró de que Jorge había sido desaparecido por su trabajo en las villas platenses. Se le acumularon tantas palabras que cambió bajo por micrófono. Había vuelto con plata, abrió otro local de ropa en Buenos Aires, Manbo, y se mudó a Ayacucho y Peña. Iba a la casa-sala de ensayo los fines de semana, y se encontraba con mamá y papá viejos, sus hermanos grandes, su sobrina sola.

Julio y Marcelo tocaban guitarra y teclado en Marabunta. Federico y Daniel Sbarra, guitarrista y compañero de colegio, convocaron a Mario Sierra, otro de la primaria, para la batería de Las Violetas, que según Federico no funcionaría en la Argentina. Iba a ir de nuevo a Europa pero se reencontró con Río. El resto armó Duro, que cruzaba Police con Devo, Alice Cooper y The Clash, sonidos que llegaban en los regresos de Federico, como los términos raros, los proyectos nuevos y los peinados raros y nuevos.

Cuando Julio y Marcelo egresaron, viajaron a Estados Unidos con lo que ahorraron atendiendo los locales de Federico, mientras escuchaban a Bowie y Lou Reed, y en otros trabajos. Compraron violas, grabadoras, micrófonos, bajo, consolas de cuatro canales y amplificadores. Grabaron las maquetas de “Wadu wadu” y “Rock es mi forma de ser” con Laura Gallegos en voces.

Pero Marcelo se dio cuenta de que la música de Duro era muy rápida para ella. Habló con Julio y fueron a Río con Pico, para que Federico viera los temas, pero no tenía cómo escuchar cassettes. Igual se sumó. Nunca tuvo preconceptos, hasta allí había probado lo que le vino en gana y eso no tenía por qué cambiar. En 1979 volvió a caminar las calles enmohecidas de San Telmo, silbando melodías que surgían en los primeros ensayos.

Los Moura, Ricardo Sierra –hermano de Mario y reemplazante de Sbarra– y el bajista Enrique Mugetti decidieron que había material suficiente y que el debut de Virus debía ser el 11 de enero de 1981, para el vigésimo cumpleaños de Marcelo. Hasta los 30 de Federico, tocaron en carnavales en verano, teatros en invierno y el Festival Prima Rock en primavera. Tenían críticas de todos los tonos, pero para el segundo tema de sus shows ya todos bailaban o silbaban. La mitad menos amable no les preocupaba, y de hecho la preferían a una mitad adormilada. Federico entendió tempranamente de qué se trataba el rock: de provocar, de quebrar, de despabilar. Quería que fueran ese zancudo que picara en la oreja a un rock que no bailaba.

Lucía relajado, tan delgado como siempre y vestía cada vez más elegante, con su sentido de la elegancia, vacío de preconceptos. Esa libertad se multiplicaba progresivamente en otros que también querían algo distinto. Como rarezas del rarísimo Circo Criollo, sintieron etiquetas en la frente, leyeron reseñas que hablaban de lo raro de Federico, que luego de uno de sus viajes a Europa decidió que no era absoluto y que podía ser la flor.

Supo no exponer lo innecesario. Sus compañeros nunca lo vieron con nadie desde su vuelta de Europa. Ni en los ensayos para los shows en el Teatro Olimpia en 1982; ni cuando los hermanos Peyronel, de Riff, tan habituados a la virilidad de taller mecánico de Pappo, produjeron Agujero interior. A los Virus no les generaba problema lo que decían sobre ellos, desde que no hacía más que estar fuera de lugar. Subían al escenario y, ajustadísimos al riesgo de ser entendidos como una banda mecánica, seguían indefinibles cuando hicieron su primer Obras, en 1983. Antes del cuarto álbum, Federico produjo el debut de Soda Stereo y tocó teclado para ellos en el Astros.

Relax tuvo (tiene) la suavidad de lo que ha sido sofisticado y los destellos de las gemas que pueden seguir siendo pulidas. Porque en ellos –como queda mostrado en 30 años de carrera– y en Federico en particular –lo que jamás podrá saberse– siempre pareció que el actual era un punto altísimo, pero no el más alto. Locura fue una profecía autocumplida, pero en el Rock in Bali de 1987, Luca los presentó como la banda de los putos.

La mitología cuenta que Moura lo había apurado una vez, en una diagonal platense, y que el pelado se quedó mudo. Y la mística que incluye también a Miguel Abuelo, y que se los llevó a los tres en un año, los agrupa en una tríada de rockstars fallecidos jóvenes. Pusieron en alerta a todos. La tristeza de tres pérdidas fundacionales del rock argentino –sin obviar a Tanguito como primera, y a Alejandro De Michele, de Pastoral, como segunda– se entremezclaba con anotaciones mentales del tipo “hay que frenar un poco”. Ninguno de ellos cinco fue más un rockstar que un artista visionario.

Qué lejos quedaron la emoción de Virus vivo –otra lamentable profecía autocumplida– y la calidad de Superficies de placer cuando “el ambiente” se enteró de aquello que Federico les pidió a sus hermanos ocultar, no por traición de los Moura sino por la inescrupulosa noticia fresca. Hasta poco antes de morir, el 20 de diciembre de 1988, tuvo la obsesión de que podía desmarcarse de la enfermedad como se había deshecho del adhesivo de las etiquetas. Comió aunque no tuvo hambre e hizo el mayor esfuerzo creativo de su carrera: buscar una salida. Pasó diciembre en su casa, incómodo en cualquier posición que ocupara en la cama, luchando contra la crueldad de lo que, paradójicamente, era también su gran amor: Virus. Fue una pelea en paz, como un combate dialéctico entre lo que era y lo que iría a ser.

Antes de irse, dio a la banda y regaló para siempre lo más que pudo sumarle a un aporte que, ya a mediados de su carrera, era importantísimo. Veinte años después, el único registro no mediado que lo sobrevive es ese amor en el que Federico jamás dejó de pensar. Cuando necesitó paz para recordarse pateando “rápido, no fuerte”, teniendo el mismo peso que en sus últimos días, le pidió a Marcelo charlar en privado.

–Creo que vos sos el indicado para cantar y continuar esto. Estaría buenísimo que Virus siga y tenga una carrera larga.

–Federico, tengo todas las de perder. Van a empezar a fijarse en si me visto igual que vos, en si bailo igual que vos. No sé.

–¿Cuál es el problema, Marce? ¿Acaso yo no tuve todas las de perder durante toda nuestra carrera?

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