Martes, 16 de agosto de 2011 | Hoy
LITERATURA › ACTUALIDAD DE OLIVERIO GIRONDO, A 120 AñOS DE SU NACIMIENTO
La edición facsimilar de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, libro fundacional de las vanguardias latinoamericanas, con ilustraciones del propio Girondo, “es como la restauración de la Capilla Sixtina”, dice el investigador Martín Greco.
Por Silvina Friera
“Ningún prejuicio más ridículo que el prejuicio de lo sublime.” Oliverio Girondo cumplió este mandato del epígrafe de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (Tajamar editores), libro fundacional de las vanguardias latinoamericanas, cuya edición facsimilar se edita por primera vez con las diez ilustraciones originales del propio poeta, coloreadas por Charles Keller, justo cuando se cumplen –mañana– 120 años de su nacimiento. La presentación de esta especie de “octava maravilla” literaria es como asistir, salvando las distancias, a la restauración de la Capilla Sixtina, según plantea el investigador Martín Greco. La efeméride redonda es caldo de cultivo para numerosos homenajes que deberán sortear el tinte solemne y a veces excesivamente académico, auténticas patadas a los ojos o al “estómago ecléctico” de la estética girondiana (ver recuadro). “Yo no tengo, ni deseo tener, sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones –escribió Girondo en un prólogo destinado a la posteridad–. Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar.”
El hombre que rompía sus papeles, como lo definía Raúl Gustavo Aguirre, ese espíritu iconoclasta con aire juguetón y cosmopolita, trabajó arduamente, con ese afán perfeccionista que lo caracterizaba, en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía. Garabateó y desechó borradores y manuscritos durante años, alrededor del mundo, hasta poder rescatar un puñado de poemas y dibujos. Su primer libro apareció en Francia a fines de 1922 –el mismo año en que se publicó Trilce, de César Vallejo–, en una edición de semilujo de mil ejemplares numerados, pagada por el propio autor. Al año siguiente, Girondo regresó a Buenos Aires, trayendo en el barco cajas y cajas con su poemario. Como una bocanada de aire fresco en medio de un ambiente rancio, el poeta arrimó, además, las novedades de la poesía francesa a nuestro país. “El libro tuvo bastante repercusión entre artistas e intelectuales –subraya Martín Greco, especialista en la obra del poeta, a Página/12–. Una de las críticas más divertidas de la época la escribió Ramón Gómez de la Serna, que cuenta cómo leyó realmente el libro en un tranvía de Madrid, pidiendo boleto hasta el último poema. Al final, dice, pagó el boleto de vuelta para poder releer el libro. La idea de que los poemas tenían que ser leídos en el tranvía era una declaración más poética que práctica. La verdad es que el libro era grande, grandísimo, difícil de maniobrar en un tranvía.”
El primer poemario de ese “niño bien” lubricado por el arte de la provocación tuvo una segunda edición de bolsillo, publicada por el periódico Martín Fierro (1925). “No tenía la calidad del original; el papel era rústico, las ilustraciones eran en blanco y negro, pero sirvió para darle al libro una difusión casi masiva”, recapitula Greco, escritor, guionista de cine y docente en la UBA y el IUNA. “Girondo le agregó, como prólogo, una carta a Evar Méndez y otros amigos, que es toda una declaración de principios de la literatura de vanguardia. Allí dice que la poesía es más que nada una nueva forma de percepción de la realidad: se pueden encontrar poemas tirados en una escalera, en la calle, y el poeta los recoge ‘como quien junta puchos en la vereda’...”. Las chicas de Flores –las de antaño como las que se criaron y vivieron en ese barrio– serán eternamente girondianas. Siempre tendrán, gracias al poema Exvoto, “los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino”.
El último párrafo del prólogo es un gran manifiesto rupturista. “Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?” El poeta continúa con su afiladísima arenga: “Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio –sinónimo de vida– no renuncio ni a mi derecho de renunciar, y tiro mis Veinte poemas, como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”.
La edición facsimilar de Tajamar editores reproduce el tamaño original y los dibujos del poeta en todo su esplendor. Veinte poemas era/es de gran formato: 32 cm de alto y 24 de ancho. “Recuperar estas ilustraciones es, salvando las distancias por supuesto, como la restauración de la Capilla Sixtina: una explosión de color deslumbrante, que nos obliga a leer la obra de nuevo, poniendo en crisis nuestras convicciones previas”, compara Greco. Girondo sigue la estela de una larga tradición de poetas pintores, como William Blake. “Tal vez sus antecedentes más inmediatos hayan sido las obras de la vanguardia francesa, como la increíble edición de la Prosa del Transiberiano de Blaise Cendrars, que era una sola hoja plegada de dos metros, con ilustraciones de Sonia Delaunay”, conjetura el investigador.
El interés de Girondo por las artes visuales fue permanente; escribió muchas páginas sobre artes plásticas y a lo largo de su vida nunca dejó de pintar. “Hace pocos años, Patricia Artundo organizó en el Museo Xul Solar una exposición muy completa donde se pudo apreciar gran parte de ese trabajo artístico, hasta entonces desconocido –precisa Greco–. Una de sus obras más interesantes es La mujer etérea. Girondo ya había titulado así otro trabajo muy curioso, cuando en 1933 se hizo una muestra de pinturas y dibujos de escritores en la que expusieron Nicolás Olivari, Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges y Raúl González Tuñón. La obra de Girondo, una especie de antecedente del arte conceptual, consistía en una caja cerrada, atada con un piolín, donde se leía la inscripción: ‘Aquí yace la mujer etérea, la del corazón bien plantado...’.”
Ahora que se presenta esta “octava maravilla” resulta oportuno revisar el legado del poeta. Greco afirma que Veinte poemas es “una de las obras centrales de la literatura de vanguardia”. Y agrega que junto a Fervor de Buenos Aires, de Borges, “dio el impulso para que la literatura argentina pegara el salto a la modernidad”. Borges mismo expresó el cimbronazo que significó ese poeta que se apropiaba de todas las tradiciones, que las mezclaba y las desnaturalizaba hasta insuflarles un sentido estético profundamente innovador. “Es innegable que la eficacia de Oliverio Girondo me asusta... Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él... Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. Luego, las estruja, las guarda.” Greco invita a reflexionar sobre la influencia del autor de Espantapájaros (1933) y En la masmédula (1956) en las nuevas generaciones de lectores. “Es uno de los pocos autores argentinos del siglo pasado que siguen produciendo lectores y nuevas miradas acerca de sus escritos. Pero la admiración de miles de lectores anónimos y silenciosos no se corresponde con el reconocimiento oficial. A diferencia de Borges o Marechal, todavía no tiene una calle con su nombre. Podrían darle ese tramito de Suipacha que no parece Suipacha, entre Libertador y Posadas, donde Girondo vivió más de treinta años”, propone Greco.
Oliverio Girondo, dice Martín Greco, era un personaje “muy” particular. “Encontré muchos poemas inéditos o perdidos en diarios y revistas, que nunca se habían recuperado. No hay una biografía de él, aunque sí de la esposa, Norah Lange, con quien formó una pareja de escritores única.” Con Susana Lange, sobrina del poeta, Greco está trabajando en la primera biografía de Girondo. “Ya revisamos una gran cantidad de papeles inéditos y correspondencia, y nunca dejamos de sorprendernos. Entre las cosas que encontramos, gracias a los directivos del ILSE, está el certificado de estudios de Girondo. Y descubrimos un hecho muy significativo, que pondría contentos a sus enemigos, pero que nos ayuda a pensar mejor esta figura del poeta pintor. Durante todos sus estudios, a Girondo le fue mal en lengua y bien en arte. Por ejemplo, en cuarto año, cursado en 1907, se sacó 4 en Literatura y 10 en Dibujo.”
A 120 años del nacimiento de Oliverio Girondo, un puñado de actividades y homenajes servirán de anzuelo para difundir la obra del poeta. Miles de ejemplares de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía serán distribuidos mañana en distintas estaciones del Metrobus (Liniers, Nazca, Corrientes y Puente Pacífico) y del Premetro (estación Intendente Saguier). Será un miércoles, sin dudas, girondiano. A las 16, en el Café Tortoni, se presentará el espectáculo Espantapájaros, unipersonal a cargo de Osvaldo Tesser, con entrada libre y gratuita. A las 19, la edición facsimilar de Veinte poemas, en el Museo Isaac Fernández Blanco. Los homenajes continuarán el sábado a partir de las 14 en Emilio Mitre y José Bonifacio con la presentación de Creo que creo en lo que creo que no creo, a cargo de Ramiro Vayo y Morgana Marchesi, lectura en formato radial de una selección de textos de diferentes libros y etapas de Girondo con tono humorístico y cortinas musicales.
* Veinte poemas para ser leídos en el tranvía se presentará mañana, a las 19, en el Museo Isaac Fernández Blanco (Suipacha 1422).
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