Viernes, 12 de mayo de 2006 | Hoy
CINE › ISABELLE HUPPERT HABLA DE CLAUDE CHABROL Y MICHAEL HANEKE
En poco más de tres décadas hizo casi 90 películas, que la convirtieron en una estrella del cine europeo de autor y le valieron múltiples premios en los festivales de Cannes, Venecia y Berlín. Una retrospectiva de sus films y una exposición de fotos en el Teatro San Martín reactualizan su figura.
Por Luciano Monteagudo
El encuentro fue durante la Berlinale, en febrero pasado, cuando Isabelle Huppert y Claude Chabrol presentaron la magnífica L’ivresse du pouvoir (La embriaguez del poder), su película más explícitamente política desde La ceremonia, diez años atrás. Un pequeño salón del legendario Adlon Hotel, frente a la puerta de Brandenburgo, sirvió de marco para la charla que mantuvo Mme. Huppert con un puñado de periodistas, entre ellos Página/12. Llegó de sport, a cara lavada, bastante pálida. Y de buen humor. El prejuicio (derivado seguramente de la gravedad de muchos de sus films) podía hacer pensar en una figura agria y distante, pero no fue el caso: Isabelle se mostró cercana, accesible (aunque no necesariamente modesta) e incluso dispuesta a la risa. Se tomó todo el tiempo que creyó necesario antes de responder las preguntas, no tanto porque lo hiciera en inglés (muy bien, por cierto), sino porque es una mujer que –se nota– piensa mucho todo lo que dice y hace. No se diría que Isabelle Huppert es impulsiva, precisamente.
La conversación giró no tanto con relación a su nueva película en particular, sino más bien a su carrera en general, y por eso ahora vuelca cierta luz sobre la amplia retrospectiva de su obra que comienza mañana en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (ver aparte).
–¿Cómo fue que conoció a Chabrol?
–Los dos creemos que fue en un aeropuerto, o al menos nos quedó esa idea. Fue en 1977, muy poco después de que yo hiciera Amantes, de Claude Goretta, que fue una película muy importante para mí. Y enseguida nos pusimos a trabajar en Violette Nozière. Después, no sé por qué, se produjo una brecha muy grande, que duró casi diez años, hasta que hicimos Un asunto de mujeres. Y desde entonces venimos haciendo una película juntos cada dos años, aproximadamente.
–¿Discuten juntos los proyectos? ¿Cómo encaran una película?
–No, nunca tenemos discusiones. Chabrol me trae un guión y yo le digo que sí, casi sin leerlo. Después podemos tener alguna diferencia sobre el personaje y lo conversamos, pero jamás discutimos. Hay un punto en el cual nos entendemos de manera tácita, sin palabras. Diría que se trata de un vínculo invisible, nos comprendemos mutuamente y sabemos qué es lo que hay que hacer sólo con mirarnos. Es extraño, siempre fue así, desde nuestra primera película juntos, desde Violette Nozière. Las historias de Chabrol son tan fuertes, sus guiones son siempre tan precisos, el personaje está tan bien detallado, que no necesito mucho más.
–¿Chabrol es muy exigente con sus diálogos?
–No se trata de saber bien el diálogo y llegar preparado al rodaje, sino de algo que va más allá, de saber en profundidad qué estoy haciendo y por qué. Chabrol trabaja con primeros planos, como en esta última película que hicimos juntos, L’ivresse du pouvoir. Y me gusta que se vea que el personaje no sólo habla sino que piensa, que sabe qué es lo que está diciendo. Incluso que a veces se vea que piensa algo que no es lo que está diciendo. Me gusta esta ambigüedad. A veces el diálogo puede ser superficial, referido a una situación cotidiana, pero la mirada, en un primer plano, tiene que estar diciendo otra cosa. Me gusta también aparecer fuerte, como es el caso de muchos de mis personajes con Chabrol, pero al mismo tiempo frágil, vulnerable. Para mí, las películas de Chabrol tienen siempre un núcleo en común, y una mirada común, en la que predomina la distancia con que observa el mundo. Pero, dicho esto, sus películas a su vez son muy distintas, tanto como pueden serlo Madame Bovary y La ceremonia.
–¿Y con Michael Haneke, que la dirigió en La profesora de piano y Le Temps du loup?
–Es curioso, porque Chabrol y Haneke son muy distintos, pero yo trabajo de la misma manera con ambos. Con Haneke (que viene de la tradición de Karl Krauss, de Thomas Bernhard, de Elfriede Jelinek) también nos entendemos casi sin hablarnos. Sentimos que estamos en la misma longitud de onda. Es una cuestión de confianza: él confía en mí y yo confío en él, así de simple. También hay que confiar en el personaje, dejarse llevar por él, saber que nadie es un santo o un demonio sino, seguramente, ambas cosas a la vez... Y pensándolo bien, hay algo en común entre Chabrol y Haneke, y no sólo es cierto sentido del humor, que Haneke también tiene, aunque no lo crean. Ese punto en común yo diría que es la distancia con la que miran el mundo, que creo que es la marca de los grandes directores, escritores... y actores, por qué no (risas).
–¿Cómo fue la experiencia de Gabrielle, con Patrice Chéreau, que viene del campo del teatro?
–Sí, es verdad, fue bien distinta, porque Patrice se inmiscuye mucho más en el trabajo del actor. Su película es muy diferente de las de Chabrol, por ejemplo. Es una cuestión de tono. En el cine de Chabrol hay un sentido de la ironía, hay humor (aunque sea negro), mientras que el film de Chéreau yo lo sentía como una herida, en la que él se metía más y más.
–Para usted, ¿hay películas más difíciles de hacer que otras?
–Sí, ciertamente, es más difícil hacer un buen film que uno malo, pero sobre todo porque hay que luchar más, porque un buen film siempre va a ser inusual, va ir contra la corriente o va a confrontar al mundo, va a desafiar a la mayoría. Un buen film nunca va a ser un film conformista, y son esos los que a mí me gusta hacer.
–¿Se considera una actriz intelectual?
–No, en todo caso creo que soy una actriz inteligente, que es distinto (risas). Es raro pensar en un actor o una actriz en estos términos, porque nuestro instrumento son las emociones, el cuerpo. Trabajamos no tanto con la razón, sino más bien con la intuición, con zonas de nosotros mismos que incluso nosotros desconocemos. Quizás esa calificación de “actriz intelectual” tiene que ver con las películas que hago, que a veces son un poco curiosas, pero entonces los directores son los intelectuales (risas). Tengo mucho que agradecerles a algunos directores, como Michael Haneke o Werner Schroeter, que me dieron la posibilidad de hacer un cine que se sale de lo común, que no es frecuente y que a mí me gratifica mucho. Hay que animarse a hacer esos personajes, como el de La profesora de piano, personajes que exigen mucho de uno, pero que en compensación me enriquecen enormemente.
–¿Se ha propuesto algún objetivo, alguna meta?
–No. Vivo el día a día, nada más.
–¿Le gustaría dirigir?
–No, soy demasiado vaga para eso. Tampoco me interesa escribir, otros lo hacen estupendamente. Yo soy una actriz, a veces mejor, a veces peor. Pero nada más que una actriz. Me gusta meterme en mundos que otros imaginan: eso es lo que me gusta hacer.
–¿Le gustaría hacer comedias?
–Sí, ¿por qué no? Hice algunas, como 8 mujeres, de François Ozon. Pero es difícil encontrar hoy en día buenas comedias, que sean sustanciosas. Hay algunas buenas comedias, pero no tantas en relación con la cantidad de buenas películas dramáticas. El cine de hoy habla de las complejidades del mundo, responde a otros estímulos. En los años ’40 y ’50, el cine estaba más orientado a hacer soñar al público y ahora más bien está dirigido a hacerlo pensar. No digo que sea mejor ni peor, simplemente son momentos muy distintos.
–¿Qué la decide a elegir un proyecto, el director o el guión?
–El director, siempre el director. Con los debutantes o con quienes tienen menos obra es más difícil, hay que tener más instinto, pero vale la pena el riesgo. El guión nunca da toda la información, siempre queda algo por inventar. A partir del momento en que uno decide aceptar un papel, los elementos comienzan a ordenarse. Aunque la información no sea abundante, se va dibujando una figura en nuestro interior que se instala, aunque parezca extraño, como si fuera una aparición. Recién entonces uno sabe si esa figura va a poder atravesarnos, si existe una conexión.
–A diferencia de lo que ocurre en el teatro, en el cine el cuadro puede segmentar el cuerpo. ¿Tiene conciencia de esto mientras está actuando?
–Uno no lo sabe conscientemente. Por eso mismo, el lenguaje del cuerpo es tan particular en el cine. La pantalla puede transmitir una imagen muy diferente del cuerpo. En la vida, uno se ve de frente. En la imagen, uno se asombra al descubrirse bajo otros ángulos. Pero no es una obligación mirarse. Serge Daney decía que el trabajo de los actores es hacer los films y que el trabajo de los espectadores es el de mirarlos.
–¿Alguna vez le ocurrió, en una escena difícil de filmar, darle su opinión entre toma y toma al director sobre la manera en que debe rodarla?
–No; si se me ocurren propuestas, las hago actuando. No hay mucho que decir entre las tomas. Hay que hacer y rehacer. Por supuesto, la estrategia en cuanto a la cantidad de tomas difiere según el cineasta: desde Chabrol, que se satisface en general con dos o tres tomas hasta Haneke que me hace filmar hasta cuarenta y cinco. Jacques Doillon también hace muchas, lo que provoca cierto cansancio, que luego desaparece.
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