Jueves, 15 de junio de 2006 | Hoy
CINE › “SUEÑO DE UNA NOCHE DE INVIERNO”
Al borde de la alegoría, el serbio Goran Paskaljevic plantea un crimen individual para hablar de los Balcanes en su conjunto.
Una de las prescripciones elementales del Manual Básico del Guionista indica que no se puede asesinar a un personaje por pura casualidad. A diferencia de la vida, donde las cosas pueden ocurrir sin ton ni son, en el cine todo sucede de acuerdo con la voluntad de un creador. Hasta el sinsentido debe tener un sentido, una razón dramática que lo justifique. La prescripción se hace más aguda cuanto más cerca se está del final de la película, en tanto allí todo hecho tiende a resultar culminante. Ni qué hablar sobre el principio de probabilidad o improbabilidad de las acciones, que debería ser sacrosanto para todo autor dramático. En sus últimas secuencias, Sueño de una noche de invierno viola estas reglas y principios elementales, de tal modo que un film hasta allí más que atendible se vuelve ejemplo perfecto de lo que no debe hacerse.
Ganadora del Premio Especial del Jurado en San Sebastián 2004 (es coproducción serbo-hispana), Sueño de una noche de invierno es la película más reciente de Goran Paskaljevic, habitué de festivales del mundo entero, de Cannes a Berlín, de Berlín a Venecia y de allí al Bafici, donde Sueño de una noche... se había presentado el año pasado. En la Argentina, de Paskaljevic se conocieron La otra América y sobre todo Como barril de pólvora, de muy buena repercusión en el momento de su estreno. Es justamente con esta última con la que Sueño de una noche... tiende un lazo bien concreto, en tanto su protagonista, Lazar (el grandote Lazar Ristovsky, uno de los protagonistas de Underground), es el mismo que aparecía en uno de los episodios de Como barril... Lazar era aquel que, tras una borrachera fatídica, asesinaba a su primo en un bar de mala muerte.
Se entiende que, tras diez años de cárcel, Lazar vuelva lleno de culpa, dolor y tristeza a la ciudad. Si el héroe está abrumado, la propia Belgrado (y por obvia extensión el país entero) no le va en zaga. Como un espejo agigantado del protagonista, la región de los Balcanes viene de cometer un crimen también atroz (la guerra entre hermanos) y sus cicatrices se dejan ver en terrenos baldíos y ruinosos, que dominan la entera geografía de la antigua capital. En su regreso a casa, Lazar la hallará ocupada por una refugiada bosnia y su hija, que para más datos es autista. Lazar intenta deshacerse de ellas, se arrepiente y terminarán conviviendo. El surgimiento de los afectos tras las mutuas desconfianzas iniciales servirá de reparo para esta familia alternativa, en una ciudad en la cual hasta el mínimo indicio de humanidad parece haber sido erradicado para siempre. Para Lazar, la quimera de curar a la niña (Jovana Mitic, que es autista en realidad) representará, por muy remota que parezca, la contracara de esas pesadillas en las que revive horrorosos crímenes de guerra.
La voluntad de Paskaljevic de hablar del país en su conjunto (lo cual era ya visible en Como barril de pólvora) lo mantiene siempre en el peligroso borde de la alegoría. Si logra no caer en ella, es gracias a que tanto los personajes como sus acciones se explican por sí mismos, sin necesidad de una clave interpretativa adosada. Abundante en valses y una música de carrillón que refiere a la presencia de la niña, la música de Zoran Simjanovic suma intensidad a unos actores que de por sí la tienen, con Jasna Zalica (la mamá) y Jovana Mitic contrapesando la tendencia de Lazar Ristovsky a una seriedad tal vez excesiva. Con esos apoyos y una dirección sobria y segura, estructurando el relato en escenas que funden a negro, Paskaljevic logra llamar a la reflexión sin descuidar el factor humano.
Cuando todo parece bien encaminado, de la nada surge un personaje absolutamente episódico, alguien apunta una tijera para un lado hacia el que ningún otro ser humano la apuntaría y sobreviene una muerte absurda, sólo explicable por la voluntad del director de cerrar la película con un abrupto golpe de pesimismo. Un último pistoletazo no hará más que refrendarlo, como si se requiriera acaso de ese último empujón al infierno. Al infierno de la dramaturgia, se entiende.
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