Martes, 24 de septiembre de 2013 | Hoy
CINE › EL CINE RUMANO VUELVE A DESLUMBRAR EN EL FESTIVAL DE SAN SEBASTIáN
Diez años después de su eclosión internacional, ya no puede considerarse nuevo al cine rumano, sino simplemente bueno. Muy bueno incluso, como lo confirman La postura del hijo, de Calin Peter Netzer, y Perro japonés, del debutante Tudor Cristian Jurgiu.
Por Horacio Bernades
¿Por qué es tan bueno el cine rumano? Dos películas de ese origen, que se presentan en la 61ª edición del Festival de San Sebastián, mueven a hacerse la pregunta una vez más. Una viene con antecedentes de peso: es nada menos que la ganadora del Oso de Oro en la Berlinale, a comienzos de este año. Se trata de Pozitia copilului, tercer largo de Calin Peter Netzer, que se presenta en la sección Perlas con el título La postura del hijo (título que no alude a pose, sino a toma de posición o punto de vista). La otra, incluida en la sección Nuevos Directores, tiene aquí su estreno internacional. Se llama Câinele japonez y acá sí la traducción no admite dudas: Perro japonés. Es la ópera prima de un treintañero llamado Tudor Cristian Jurgiu, que se integra con fluidez a un Nuevo Cine Rumano que, diez años después de su eclosión internacional y como ocurrió en su momento con el Nuevo Cine Argentino, ya no puede considerarse nuevo, sino simplemente bueno. Muy bueno, mejor dicho.
Como La noche del señor Lazarescu, La postura del hijo narra una mecánica fatal. Con la diferencia de que aquí la fatalidad no está tanto en el punto de llegada como en el de partida. La protagonista es, sin ir más lejos, Luminita Gheorgiu, que en La noche... hacía de memorable enfermera y aquí se confirma como actriz extraordinaria. Gheorgiu se llama aquí Cornelia, pero el marido la apoda Controlia. Madre cuasi hitchcockiana, para Cornelia su hijo de más de treinta, que tiene profesión y vida propia, sigue siendo “el chico”. “Por eso conviene tener dos hijos, así podés elegir”, le aconseja (tarde) su mejor amiga. Barbu es no sólo un “chico”, sino un pobre chico. Lo sigue siendo, aún después de enterarse de que acaba de atropellar y matar a un chico de 14 años, por exceso de velocidad. “No soy abogada, pero si hace falta puedo serlo”, les advierte Cornelia a los policías de la comisaría en la que su hijo está detenido, antes de exigir leer la declaración y obligar a una corrección. “¿Cuál es la velocidad máxima autorizada en esa ruta?”, pregunta. “Ciento diez.” “¿Entonces por qué pusiste que ibas a 150? Tachalo y poné 110.”
De ahí en más, La postura del hijo narra la batalla de Cornelia para que su hijo no vaya a la cárcel. Batalla que tiene como armas principales la mentira, la maquinación (Cornelia es una máquina de maquinar), el dinero propio y la corrupción ajena. En esa batalla, Cornelia no está sola: tanto la policía como el único testigo y el sistema legal en su conjunto se muestran más que dispuestos a acompañarla. Siempre y cuando haya algo para ellos, claro. Todos ellos están más dispuestos que su propio hijo. Que tal como el título lo indica, a los 34 años quiere dejar de ser “el nene de Cornelia” para asumir una postura propia. El otro que no piensa ceder ante el poder de esta supermadre es el padre de la víctima... hasta que ella le hace una de esas ofertas que no se pueden rechazar. Puede ser que el final de esta fábula nihilista sea inoportunamente regenerativo, pero eso no le quita poderío a lo visto previamente.
Lo que jamás se permite Netzer, realizador y coguionista de La postura del hijo, es poner a los malos de un lado y a los buenos del otro. Tampoco cede a un facilismo alternativo: hacer que todos sean malos. Todos los personajes de La postura... tienen zonas miserables y otras que los engrandecen: si algo demuestra el opus 3 de Netzer es que se puede ser nihilista sin perder la esperanza. Hete ahí, sin ir más lejos, una de las respuestas a la pregunta por el cine rumano, que jamás condena del todo ni salva del todo a sus criaturas, al mundo en general. En lugar de ello pone en práctica algo mejor, más sabio y generoso: los observa en detalle y hasta en sus últimos rincones, dejándolos aflorar en toda su complejidad.
Una observación detallada es también la de Tudor Cristian Jurgiu en Perro japonés, aplicada también sobre una relación paterno-filial. Pero no de madre castradora e hijo-adolescente tardío, como en La postura del hijo, sino de padre e hijo largamente distanciados. El del reencuentro familiar tras un largo alejamiento es un tópico. Pero puede dejar de serlo, si se sabe encontrar en sus personajes rasgos particulares. Recuérdese al anciano con manías de Lazarescu, piénsese en el policía existencial de Policía, adjetivo y súmesele ahora el ermitaño de Perro japonés, que aunque viva de la ayuda estatal se niega a vender un terreno por muy buena plata, “porque no sabría qué hacer con ella”. Otra posible respuesta para la pregunta del comienzo: el cine rumano es así de bueno porque sabe observar el mundo en sus detalles. Y de los detalles surge la singularidad.
Una singularidad de Perro japonés es que no transcurre en una Bucarest de monoblocs y departamentos grises, sino en el soleado interior rural. Soleado, pero jodido: una inundación acaba de dejar sin nada a los vecinos de la zona. Entre ellos, don Casteche, que perdió casa y esposa (excepcional, como los actores de todas estas películas, Victor Rebengiuc, que curiosamente había protagonizado la anterior de Calin Peter Netzer). Ante la pérdida, don Casteche se apropió de una vivienda abandonada y anda juntando restos de cosas por las inmediaciones. Ermitaño altanero, este hombre privado de todo no le pide nada a nadie y no está dispuesto a recibir otra ayuda que no sea la de la intendencia del lugar. Cuando le dicen que lo llamó su hijo, que desde hace años vive en Japón, no quiere ni enterarse: ya habrá ocasión de que uno y otro se vean las caras. En ese punto, puede ser que Perro japonés ceda un poco a las malas costumbres de cierto cine, empeñado en ablandar a sus personajes duros. Pero hasta entonces le permitió al espectador conocer a un ser singular, sin darle pistas, sino dejándolo actuar: tercera respuesta a la pregunta sobre el cine rumano.
La cuarta respuesta viene, claro, por el lado de la forma. Dedicado a observar concienzudamente el mundo y sus personajes, el cine rumano apeló hasta ahora, de modo sistemático, a hacerlo mediante planos secuencia de duración titánica, fijos las más de las veces, que forzaban al espectador a una mirada atenta. Ultimamente, y por suerte, sus realizadores parecen haber advertido que lo que era una conquista amenazaba con volverse cliché, probando en consecuencia nuevos modos de mirar. Ni La postura del hijo ni Perro japonés se muestran esclavizadas por una fidelidad dogmática al plano secuencia, mucho menos el plano fijo. Mientras que la segunda trabaja con planos de duración “normal”, la primera contrapone al no-movimiento de cámara una cámara en mano permanentemente móvil, que ayuda a construir la ansiedad, inestabilidad e inquietud que gobiernan a su mater amantissima. Amantísima y jodidísima.
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