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Jueves, 3 de septiembre de 2015

CINE › UN FILM CAPAZ DE TRANSFORMAR EL PAISAJE EN UN CUADRO IMPRESIONISTA

El mundo como un lugar vacío

Aunque la presencia de esta mujer de los perros, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aporta más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente.

 Por Juan Pablo Cinelli

Presentada en la Competencia Internacional de la edición 2015 del Bafici, lo que propone La mujer de los perros, segundo trabajo de Laura Citarella, esta vez en compañía de la actriz Verónica Llinás (en su debut como directora), es una experiencia narrativa cercana a La libertad (2001) y Los muertos (2004), los primeros films de Lisandro Alonso. Como en ellos, acá también se trata de poner la cámara (y todos los recursos cinematográficos que se ocultan detrás de ella) al servicio de retratar a un único personaje, solo y retirado de toda compañía, a veces por misantropía y otras por simple capricho del destino.

En este caso se trata de una mujer que vive junto a sus perros en una casilla muy precaria, en medio de un bosquecito semirrural en los confines del conurbano bonaerense. A ella es a quien la cámara sigue con obsesión; a veces con planos que se cierran para dar cuenta minuciosa de su forma de vida (o mejor aún: de supervivencia); o bien se abren para observarla en la interacción con su entorno, logrando un tipo de registro que forja una ilusión de intimidad. Pero sólo una ilusión, porque si bien es posible conocer en detalle la vida de esta mujer, finalmente es muy poco lo que se sabrá de ella. Aunque su presencia, su gestualidad y a veces su vestuario permitan imaginar un pasado diferente, la película no aportará más información que aquella que viene dada por la acción en tiempo presente. Durante los 20 minutos iniciales a la película sólo le interesa la protagonista, que no sólo es el eje de la narración, sino también el centro excluyente de cada cuadro. Su omnipresencia es apenas interrumpida por la entrada a escena de esa corte canina que la acompaña a todas partes y que la lente también registra con precisión. Como si se tratara de una más dentro de la jauría, la mujer subsiste revolviendo tachos de basura, rompiendo las bolsas de residuos en procura de algunos restos; escarbando entre montañas de desperdicios como quien busca un hueso o metiéndose en casas ajenas, para hurtar un poco de comida aquí y allá. Una perra callejera viviendo de la carroña.

Durante un buen rato el mundo casi parece un lugar vacío, sólo habitado por esta mujer y sus animales. Los otros aparecen velados, distantes, casi indistinguibles del fondo fantasmal de verde y campo. El cruce con unos chicos que se burlan de ella cuando va a recolectar agua es el primer encuentro concreto, en el que ese otro evitado es visto como una amenaza. Esa escena es también la primera que incorpora música: una especie de rock sureño atravesado por ritmos electrónicos que les da, a la escena y a la película, cierto aire de western. Un detalle disruptivo que se aparta del registro realista al límite de lo documental que hasta ahí venía sosteniendo; una sutileza a través de la cual la película –a diferencia de las de Alonso, quien recién en Jauja (2014) utiliza un recurso similar– reclama abiertamente para sí el territorio de la ficción.

Ese breve interludio, que se repetirá para acompañar la fugaz aparición de unos títulos que anuncian sin necesidad el paso de las estaciones del año (la fotografía y el vestuario dan perfecta cuenta de ese devenir), se opone y subraya el silencio permanente de la protagonista. Un silencio que no debe entenderse como una incapacidad para hablar, sino como una decisión de los realizadores de dejar su voz fuera de campo. Porque hay escenas en las que su uso está sobrentendido (una consulta al médico; la visita a una amiga) e incluso pueden percibirse situaciones de diálogo que las directoras registran desde lejos (la conversación con un arriero), permitiendo que el sonido se pierda convenientemente en la amplitud del paisaje. Quizás ahí se encuentre el punto menos sólido de La mujer de los perros, porque aunque la actuación de Verónica Llinás es extraordinaria, a veces ese silencio de hierro merma su naturalidad, poniendo en evidencia un carácter tal vez impostado o arbitrario. Dejando además abierta la duda acerca de si su mandato no tendrá que ver con cuestiones que no hacen al propio relato, sino al temor de que una voz, una inflexión o un lenguaje determinados, dijeran de esa mujer más de lo que sus artífices deseaban revelar.

La secuencia final transcurre en un popular balneario de río en donde, como un negativo, una multitud convierte en bullicio lo que hasta acá fue silencio. Ahí en medio, la mujer de los perros sonríe y un inédito gesto de serenidad le llena la cara por primera vez. El último plano de la película es notable, tanto desde lo narrativo como desde lo fotográfico: obligado a fijar la vista durante un rato largo en un punto blanco en medio del pasto, el espectador podrá notar cómo el campo abierto se convierte en un paisaje impresionista, justo frente a sus ojos.

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La actuación de Verónica Llinás es extraordinaria, a pesar de su silencio de hierro.
 
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