Sábado, 13 de febrero de 2010 | Hoy
VIDEO › EDITAN TRES PELICULAS DE DOUGLAS SIRK
La habanera, Himno de batalla e Imitación de la vida dan cuenta de las distintas etapas por las que pasó el cineasta alemán, radicado en los EE.UU. tras huir del nazismo. Un director capaz de transmutar culebrones en revulsivas refutaciones del american dream.
Por Horacio Bernades
Ultimamente, el valor de las ediciones de clásicos en DVD se mide, en el mercado local, por triplicado. Semanas atrás se reportó en esta columna una edición del sello Epoca, que compila tres películas esenciales de Roberto Ro-ssellini. No es la única. Otras ediciones triples que esa firma lanzó en los últimos meses están dedicadas a Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Vittorio De Sica y Hans Detlef Sierck. ¿Quién? Douglas Sirk es el nombre con que este cineasta alemán pasó a la historia, desde que puso pie en Estados Unidos. Tres de sus películas vienen de editarse en un solo disco. Se trata de La habanera (1937), Himno de batalla (Battle Hymn, 1956) e Imitación de la vida (1958). Ultima de su etapa alemana, la primera de ellas puede considerarse un borrador de sus films mayores. La segunda constituye sin duda un paso en falso, dado en medio de su ciclo más virtuoso. Imitación de la vida representa, en cambio, el canto del cisne de este alquimista, capaz de transmutar los más bastos culebrones en revulsivas refutaciones del american dream.
Nacido en Hamburgo en 1900, Sierck huyó del nazismo en 1938. Para hacerlo, pidió viajar a Zurich con el pretexto de un rodaje y nunca más volvió (no, al menos, hasta fines de los años ’50, cuando lo hizo para rodar la extraordinaria Tiempo de vivir, tiempo de morir, editada en DVD por AVH). La huida de Sirk tuvo lugar poco después del estreno de La habanera, melodrama en blanco y negro, ubicado en una Puerto Rico casi enteramente inventada en los estudios de la UFA (de La Habana, sólo el título). La habanera cuenta con el protagonismo de quien llegaría a ser la gran diva del nazismo: Zarah Leander, que curiosamente no era alemana sino sueca. Con guión de Gerhard Menzel, que poco más tarde sería otro ardiente defensor del nazismo, La habanera anticipa, en su oposición entre el romanticismo de la protagonista y los turbios negocios del marido, el núcleo duro de la obra de Sirk, en el que el mundo de los sentimientos intenta abrirse paso, en general sin éxito, frente a la mecánica social.
Esto es verificable en sus grandes obras de los años ‘50, desde Sublime obsesión hasta la mencionada Tiempo de amar, tiempo de morir, pasando por Lo que el cielo nos da (que Fassbinder refilmó en los ’70 como La angustia corroe el alma), Escrito en el viento y Los diablos del aire (sobre Pylon, de William Faulkner). En medio de ese ciclo, el realizador abordó una historia tanto o más descabellada que la del playboy-que-se-convierte-en–cirujano-para-devolverle-la-vista-a-la-más-abnegada-de-las-mujeres (argumento de Magnífica obsesión), reciclando a Rock Hudson como héroe de guerra que, para purgar la culpa de haber bombardeado un orfanato alemán durante la Segunda Guerra, se dedica al salvataje de huérfanos coreanos, en los ratos en los que no bombardea enemigos de ojos rasgados. Eso es Himno de batalla. Imitación de la vida representó, en cambio, el reencuentro final de Sirk con lo mejor de sí mismo.
Remake del film homónimo de los años ‘30, desde el propio título Imitación de la vida expresa la radical concepción del autor, según la cual las vidas que vivimos son apenas simulacros. Qué mayor simulacro que la vida de una actriz, encarnada en este caso por Lana Turner. En un juego de espejos que se multiplica al infinito, al implacable ascenso de esta mujer de carrera Sirk hace corresponder los intentos de una chica mestiza por negar la condición de negra de su madre y ser así reconocida por la sociedad blanca. Que la película termine con un funeral de desusada duración revela a dónde conducen, según el autor, las ambiciones de una sociedad que se basa en el puro éxito material. Claro que esa interminable secuencia puede ser vista, también, como el velado reconocimiento, por parte de Sirk, de que sus tiempos en Hollywood (y en el mundo del cine) llegaban a su fin. Tenía 57 años y acababa de alcanzar su máximo éxito en Hollywood: momento ideal para abandonar y dedicarse a otra cosa.
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