Sábado, 20 de agosto de 2011 | Hoy
LITERATURA
Empecé a escribir esta historia en el año 1979. Los personajes centrales no se llamaban Pujol todavía y, más que abuelo y nieto, eran adversarios cronológicos en esa batalla sin cuartel contra los adultos que había sido hasta entonces la adolescencia para mí.
Tenía en ese momento diecinueve años, leía devotamente a los poetas malditos y a los visionarios iconoclastas, creía que la literatura empezaba en la poesía y terminaba en la mística, el suicidio o la claudicación. La novela me parecía un sucedáneo anacrónico del cine, una especie de hermana tonta, y el cine me parecía un entretenimiento indigno para poetas (salvo cuando no entendía del todo la película, en cuyo caso aburrimiento era sinónimo de profundidad).
Me llevó un tiempo considerable entender que no es lo mismo ser poeta que ser un furibundo adolescente que se siente retratado en las palabras de Pizarnik, Vallejo, Pessoa. A lo largo de ese tiempo pasaron muchas cosas. Además de los libros leídos, murieron mi abuelo, mi abuela y mi padre sucesivamente, en menos de cinco años, y el rabioso núcleo inicial de esta historia se cargó inesperadamente de sentido.
Cuando aquella rabia me mordió también a mí, para decirlo de alguna manera, esta historia encontró su eje verdadero. En otras palabras, el itinerario de esta novela fue también mi itinerario en el aprendizaje de las arbitrarias y estrictas leyes narrativas: ese código tan difícil de enunciar –y de aprender– que permite convertir un flagrante dolor autobiográfico en un artefacto literario más o menos capaz de conmover.
* Tramo de “Nota final”, de Corazones, 1987.
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