Jueves, 7 de diciembre de 2006 | Hoy
LITERATURA
Mientras era conducido hasta el recinto del monarca, los guardias recordaban a Quetza las reglas del protocolo: por ningún motivo debía mirar el rostro del emperador. Cuando, por fin, después de mucho andar por entre los salones del palacio estuvo frente al trono, se inclinó y permaneció en silencio. El rey le habló sin preámbulos: quería saber el porqué de las recientes derrotas. ¿Acaso, le preguntó, no estaban ofrendando suficientes corazones al Dios de la Guerra? Viendo que Quetza guardaba un pensativo silencio, el tlatoani volvió a interrogar. ¿Tal vez fuese que los sacrificados no estaban a la altura de la magnificencia de Huitzilopotchtli? ¿Qué vaticinaba el calendario, qué les deparaba el futuro?
Quetza no se atrevía a dar su opinión. Sin embargo, sentía la obligación de no ocultarle la verdad. Aunque aquella verdad pudiera costarle la vida
–La respuesta no hay que buscarla en el futuro sino en el pasado –contestó Quetza con humildad pero sin vacilación.
* Fragmento de El conquistador (Planeta).
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