No hay mal que dure cien años
Por Alicia Marconi
Llegó el otoño, o al menos eso es lo que indica el calendario (ya que hoy en día, calentamiento global mediante, en el clima mucho no se puede confiar). Y no somos pocos los que exhibimos las narices congestionadas, víctimas del más leve de los habituales padeceres estacionales: el resfrío, un hermano menor aunque no por ello menos molesto de la gripe. Así, pañuelo en mano, y a los estornudos, transitamos nuestros días con el débil consuelo de que no hay mucho por hacer para librarnos de esta pesadilla otoñal.
“Hoy todavía hay gente que cree que un buen coñac con miel y jugo de limón o un vino caliente con dos huevos crudos son la cura para esta enfermedad. Ninguna de todas estas sirve”, nos desilusiona el doctor Máximo Soto, docente de Clínica Médica del Hospital de Clínicas, José de San Martín. “Tampoco el uso de antibióticos, que no corresponde, ni los antialérgicos, pues no es una enfermedad alérgica”, agrega como para deprimirnos aún más, y finalmente concede: “Esta demostrado que algunos descongestivos, antiinflamatorios, anticolinérgicos o antitusivos mejoran los síntomas, pero no curan la enfermedad; lo mismo puede decirse de los compuestos con zinc, aunque en la Argentina no se venden”.
Claro que llegar a la conclusión de que no hay mucho que hacer ante esa multitud de virus causantes del resfrío (son más de 200, y la mayoría se agrupa bajo el nombre de “rinovirus”), que habitualmente nos hacen caer en sus garras entre dos y cuatro veces al año si somos adultos, y entre seis y ocho si no hemos alcanzado la mayoría de edad, nos ha llevado unos cuantos siglos. Son innumerables los distintos elementos a los que a través de la historia se ha echado mano para tratar que los resfríos duren menos de siete días, logrando con mucho viento a favor que los malestares no se extiendan más allá de una semana.
LA LOCURA DEL CATARRO Y EL
SUDOR INGLES
“Antes de Cristo, ya los egipcios usaban leche y miel con mezcla de vegetales para la cura del resfrío –cuenta el doctor Soto–. Otras civilizaciones han preferido recurrir al uso de murciélagos, anguilas, sangre de lagarto, seso de tortuga, intestinos de topo, entre muchas otras cosas. Los griegos, por su parte, fueron los primeros en describir la teoría de los humores (mucus) para el contagio de las enfermedades; sus tratamientos eran casi los mismos, aunque incluían los baños minerales.”
Es durante la época del Renacimiento que aparece la primera descripción médica del llamado “Sudor inglés”, relata Soto. “Comenzaron en el otoño del 1486 y sus características eran similares a las del resfrío común: duraba pocos días, pero asolaban poblados. Como no sabían de qué se trataba realmente, el tratamiento consistía en hacer reposo y tomar una sopa de gallina, muy pero muy caliente.” Eran más las lesiones causadas por la sopa que las que dejaban los resfríos como secuela, asegura.
Más tarde, allá por el 1600, en el Barroco, John Baptista van Helmont (1579-1644) se pronuncia en contra de la teoría griega de los humores y habla por primera vez de agentes específicos. Estaba en contra de lo que llamaba “la locura del catarro” y sus descripciones de la época griega. Sin embargo, faltarían muchos años, algo más de un siglo para ser más precisos, para que aparecieran los primeros esbozos de tratamientos farmacológicos.
Con el auge de la farmacología científica, gracias al desarrollo de la química, allá por finales del siglo XVIII, en el intento de obtener tratamiento de las enfermedades y su aplicación en humanos, los médicoslograron alguno que otro fármaco con cierta utilidad ante estos padecimientos: Pelletier y Robiquet con la codeína; Mein, Geiger y Hesse con la atropina, y Leroux con la salicina, que después se convertiría en la tan conocida aspirina.
LAS LECCIONES DEL DOCTOR SORIANO, MEDICO DE NIÑOS
Un párrafo aparte merece un temprano abordaje pediátrico del resfrío, descripto en 1600 por el español Jerónimo Soriano, “médico de la ciudad de Teruel del Reyno de Aragón”, en su libro Método y orden de curar las enfermedades de los niños, una de las primeras obras médicas dedicadas exclusivamente a la pediatría en idioma español. Allí, el doctor Soriano enumera los pasos a seguir para el tratamiento del resfriado infantil:
“Primeramente le echarán desde dos palmos de alto sobre la cabeza agua caliente, de tal manera que dure esto cosa de media hora; entre tanto que lo hacen, harás que en la boca tenga un poco de miel. Hecho esto, le meterás dentro de la boca una pluma mojada en aceite de almendras dulces, o los dedos, y dentro le darás con ellos e irritarás, y moverás a que vomite algo de los humores de que abunda, gruesos y pegajosos, y procurarás que los escupa, y así convalecerá.”
Pero no vaya usted a pensar que Soriano era un sádico, ni siquiera un desalmado. En su obra cumbre aclara que, después de echar agua caliente sobre la cabeza del niño resfriado, es muy importante secarlo y abrigarlo para que no vuelva a resfriarse. Qué Gianantonio ni qué ocho cuartos, ¡pediatras eran los de antes! Imagínese qué recomendaba el doctor Soriano para solucionar el estreñimiento infantil..., sólo diré que para que los pequeños conciliaran el sueño sugería el uso de un jarabe hecho en base a adormidera (opio) rebajado en agua de lechugas.
Los interesados harán bien en consultar el libro Más historias curiosas de la medicina (Editorial Espasa, 1998), del contemporáneo pediatra español José Ignacio de Arana.
¡SALUD!
Olvidémonos del temible pediatra español y retrocedamos ahora unos cuantos siglos en busca del significado de la automática respuesta de nuestro entorno ante uno de los principales síntomas que delatan que hemos caído en manos de los rinovirus: los estornudos u, onomatopéyicamente hablando, ¡atchússs! o ¡atchísss!, según la moda o las ganas de quien instintivamente convida a sus acompañantes con millones de microgotitas portadoras de virus ávidos por causar un resfrío común (o common cold, para los sajones).
“Durante siglos, el ser humano ha creído supersticiosamente que a través del estornudo se escapa una parte del alma, esforzándose por retenerlo o, al menos, por contrarrestarlo cuando finalmente se escapa -cuenta Gregorio Doval, en su Libro de los hechos insólitos (Ediciones del Prado, 1994)–. Aristóteles e Hipócrates explicaron el estornudo como la reacción de la cabeza contra una sustancia extraña ofensiva que se introduce por la nariz, observando que, cuando se asociaba a una enfermedad, presagiaba la muerte, por lo que aconsejaban contrarrestarlo con bendiciones tales como ‘Larga vida para ti’, ‘¡Que goces de buena salud!’ y ‘¡Que Zeus te guarde!’.”
Un poco más tarde, “muchos romanos pensaron que cuando una persona sana estornudaba, el cuerpo intentaba expulsar los espíritus siniestros de enfermedades futuras, por lo que desaconsejaron su retención. Así, la explosión súbita de estornudo era seguida por toda clase de bendiciones, parabienes e invocaciones (“¡Felicidades!”)”. Pero el instintivo “¡salud!” con el que actualmente nos defendemos ante un estornudo que nos pasa cercatiene poco que ver con lo que los griegos o los romanos pudieron haber pensado al respecto.
Como podría esperarse, nuestra conducta habitual para con los estornudos tienen una raíz netamente cristiana. “En el año 591, coincidiendo con una enfermedad epidémica que asolaba Italia, uno de cuyos primeros síntomas eran los estornudos, el papa Gregorio I aconsejó a los creyentes cristianos que, ante un estornudo, hiciesen inmediatamente una invocación del tipo “¡Jesús!” o “¡Que dios te bendiga!”. Y por qué no, “¡Salud!”, que suena tan bienintencionado y altruista, como si no estuviéramos pensando: “este seguro nos contagia”.
PARA EL BOLSILLO DEL CABALLERO Y LA CARTERA DE LA DAMA
Otro historia pequeña, asociada a los resfríos y que merece ser contada es la de los pañuelos de bolsillo, esa suerte de extensión protésica de todo resfriado que la modernidad pretende reemplazar por los impersonales y poco ecológicos pañuelos de papel tissue. Cuenta Pancrasio Celdrán Gomáriz, doctor en Filosofía y Letras y licenciado en Lengua y Literatura Hispánica, que “por curioso que pueda resultar, para lo último que se utilizó el pañuelo fue para sonarse las narices” (Historia de las cosas, Ediciones del Prado, 1995).
Los romanos los llamaban facilia, en plural, ya que siempre se llevaba más de uno. Su uso original no era otro que servir para secar el sudor de la frente, como venda o como cartera donde poner a seguro objetos de valor. “Otro uso que tuvo en la Roma clásica fue para protegerse la garganta a fin de preservar la voz y evitar ronqueras y resfriados”, cuenta Celdrán Gomáriz, quien aclara que “los romanos no se sonaban las narices con el pañuelo; sonarse en público, así como hacer cualquier otro ruido corporal, era considerado de pésimo gusto por aquella sociedad sofisticada”.
Habrá que esperar unos cuantos siglos para que el pañuelo ocupe un lugar similar al que hoy se le asigna en el bolsillo del caballero y la cartera de la dama. “El pañuelo de bolsillo apareció en Venecia, hacia el año 1540, y se llamó fazzoletto, traducción de la voz latina facilia. Lo utilizaban principalmente las llamadas “damas de la noche”, mujeres de vida alegre, y de las que la romántica ciudad rebosaba”.
Más tarde, comenta Celdrán Gomáriz, “en tiempos de Cervantes los españoles hablaban de “pañizuelos de narices”, que, según dice Sebastián de Covarrubias en su conocido Tesoro de la lengua castellana, eran lo que sus antepasados llamaron “mocaderos”, palabra que indica el fin al que estuvieron dedicados”. Un detalle curioso es que hasta el siglo XVIII no había nada estipulado sobre el color, tamaño y forma del pañuelo. Le debemos a María Antonieta, la célebre esposa del rey francés Luis XVI, el que hoy los pañuelos sean... cuadrados.
Luego, en 1844, llegó Madrid otra moda francesa, la del pañuelo apodado á la fleur de Marie, que toda persona elegante no podía dejar de llevar en su mano. “Fue ese pañuelo el que servía de pretexto a las damas cuando querían dar a entender a los despistados acompañantes su interés hacia ellos... dejándolos caer al suelo de manera displicente tantas veces cuantas juzgara ella que el mozo en cuestión merecía la pena”, cuenta Celdrán Gomáriz, que nada dice sobre la utilidad de estos pañuelos que solían estar profusamente decorados con motivos florales y aves del paraíso para contener los resfriados.
Bueno, después de todo, lo que es moda no incomoda, dicen.