THOMAS GOLD (1920-2004)
El granadero de la eternidad
Por Sergio Di Nucci
Nunca fue más personal (más íntima, más intransferible) la disputa por el origen del universo que en la Academia inglesa de los años ‘50. Tres jóvenes astrónomos, dos de ellos austríacos expatriados, irrumpieron en el tradicional Trinity College de Cambridge con una propuesta que renovaba el interés por la astronomía, al tiempo que echaba luz sobre cierto conformismo ñoño de los referentes universitarios en la disciplina. Tal propuesta (conocida como “steady state theory”) era la de que el universo no tuvo un comienzo ni tendrá un fin, sino que existió y existirá por siempre. Con semejante idea, los jóvenes se enfrentaron a todo y, por cierto, a todos. Entre ellos, al profesor Martin Ryle, uno de los protagonistas de la teoría rival, bautizada por sus enemigos con la peyorativa onomatopeya “Big-Bang”, y que con el tiempo se vería favorecida.
De estos tres jóvenes iracundos, el más famoso y controversial fue Thomas Gold. Por eso mismo, después de su muerte, ocurrida el pasado 22 de junio a los 84 años, abundaron los comentarios acerca de su vida y obra: algunos fueron en tono admonitorio, la mayoría en cambio, finalmente admirativos. Gold fue, para bien y para mal, un científico muy poco usual, acaso sin equivalentes en el mundo anglonorteamericano. Se lo consideró un genio, un genio-loco y hasta un loco a secas. De ideas brillantes (demasiado brillantes, según sus detractores), agrupaba temas, preocupaciones y disciplinas interminables y, en apariencia, contradictorias.
Fue en 1948 que el trío presentó su teoría, a la que llamaron “de la creación continua”. Ella postula que aun cuando el universo se encontrara en expansión, la generación continua de materia en el espacio intergaláctico forma gradualmente nuevas galaxias, de modo que la proporción de galaxias en cualquier parte del universo permanecería igual, aproximativamente. El universo, según esta teoría, es infinito tanto en el espacio como en el tiempo: esta infinitud progresa con el tiempo en ambas direcciones. Por eso tampoco se producirá un final del universo. Donde sea que se dirijan las miradas, encontraremos un mismo número de estrellas y de galaxias. El universo se expande, y se hace menos denso a medida que avanza el tiempo. De ahí el nombre de la teoría y de una ley que la acompañó: la ley de la conservación de la materia.
Durante los ’50 la teoría gozó de un éxito respetable. Pero en 1965 recibió un golpe del que no se ha repuesto con el descubrimiento de las microondas cósmicas, que se usaron como prueba de la teoría del Big Bang. Sir Bondi terminó por aceptar las nuevas evidencias. Hoyle y Gold nunca lo hicieron.
Gold, quien unió el rol de científico a la pasión por atacar todo tipo de ideas convencionales, defendió teorías radicales que aterraban a sus colegas, pues estaban sustentadas por datos de la cosmología, de la fisiología y hasta de la geología.
La última gran teoría de Gold, aparentemente descabellada, de que la generación de gas y petróleo no deriva de los animales ni de las plantas fósiles sino de la propia biosfera fue sustentada con éxito provisorio en 1990 por excavaciones realizadas en masas de granito sobre el territorio sueco. Esta teoría aún no ha encontrado comprobación ni refutación definitivas, y es una de las más ricas en consecuencias para el futuro. Si Gold tuviera razón, habría hidrocarburos en abundancia para poner fin a cualquier paranoia de crisis energética: bastaría con penetrar lo suficientemente profundo en la corteza terrestre hasta encontrar más petróleo.
En 1951, Gold aseguró que los signos de radio que habían sido detectados recientemente desde el espacio provenían de objetos muy exteriores a nuestra galaxia. Gold estuvo en lo cierto. Dos años después, cuando ya trabajaba al frente del observatorio de Greenwich, anunciaba que las partículas cargadas de electricidad del sol interactuaban con el magnetismo de la Tierra, y que estas partículas arribaban en olas disruptivas. Por supuesto, nadie le creyó. Pero en 1957 científicos norteamericanos demostraron que la hipótesis de Gold era matemáticamente válida, y una vez dadas las condiciones naturales de simulación se probó verdadera.
En 1956 emigró a Estados Unidos, donde trabajó como profesor de Astronomía en Harvard. En 1959 fue designado investigador del primer centro de investigación espacial y de radio-física del mundo, en la Universidad de Cornell. Trabajó allí como profesor desde 1971 hasta jubilarse, en 1987. En realidad, Gold contaba con una filosofía personal: la de que la inteligencia no es de ningún modo específica. Era de la idea de que si uno es bueno en algo entonces puede ser bueno en lo que se le ocurra. La propia vida de Gold, sus propios esfuerzos, demostraron que se trataba de una filosofía acertada.