Viernes, 4 de diciembre de 2015 | Hoy
DESTACADOS
Por Raquel Robles
La historia necesita de sus historias para poder transmitirse. Treinta mil personas secuestradas y asesinadas durante la dictadura militar es un dato. El cautiverio de cada una, lo que cada una padeció, perdió, sufrió, las pequeñas victorias de cada quien frente al torturador. Las derrotas. La vida que tenía antes de ser secuestrado o secuestrada, las familias que quedaron con ese agujero en el centro de su gravitación para siempre. Todo eso es necesario para entender, para dimensionar. Entonces. Hay 119 personas que han recuperado su identidad, o para decirlo más modestamente, han conocido la verdad de su origen y han emprendido la dura tarea de reconstruirse. Ciento diecinueve familias han encontrado al desaparecido que buscaban. Hay más de trescientos que todavía faltan. Son números terribles, significativos, pero números. Mario no es un número.
Año 1975. Una señora trabaja en un hotel y tiene dos hijas, una de un año y otra de tres. Milita en alguna agrupación política, tal vez sindical. Vive en Tucumán. Un Tucumán muy politizado. Los que después darían clase de represión hacen sus primeros palotes. Está en la puerta de su casa. La intercepta un auto y la secuestran. ¿Te lo imaginás? Sus hijas están adentro, solitas y a ella la agarran unos tipos y la meten a las trompadas adentro de un auto. Mientras le van diciendo lo que le espera. Es mujer. Sabe que además de todo el dolor que le esperaría a cualquier hombre a ella la van a violar, a vejar, va a sufrir todo tipo de abusos sexuales. Es invierno. La mujer tiene 19 años. El auto va hacia una comisaría. Torturas, vejámenes. Después a la jefatura de policía. Más golpes, más tormentos. Después a la cárcel. Un año después está pariendo encapuchada un bebé. Pensando en sus otras dos bebitas. ¿Dónde estarán? ¿Quién las cuidará? El enfermero que la asiste en el parto ni siquiera le permite saber si es niña o niño. Es doloroso, es terrible pensarlo, son imágenes que nuestra salud mental rechaza. Pero es necesario. Está pariendo, está en ese mundo dislocado de fuerza, dolor, tierra que tiembla y está trayendo un hijo al mundo y no ve nada. Cuando siente el alivio de la salida, contiene un segundo la respiración agitada y lo escucha llorar. Dámelo, dámelo, le dice al enfermero. Pero el enfermero se va. Con el bebé se va. Y ella se queda sola, sangrando. Ya me lo van a traer, piensa. Lo están limpiando, ya me lo van a traer. Pero no se lo traen nunca. La ayudan a levantarse. Le dan unos algodones para el sangrado. La acompañan a tu celda y la dejan sola. Ella grita, grita, las otras presas gritan. No entiende. Está puérpera y no entiende. Las tetas se inflan de leche inútil y no entiende. Hasta que entiende. No sabe dónde están sus hijas ni con quién. Y ahora no sabe si tuvo un hijo o una hija ni dónde está ni con quién. ¿Te imaginás?
Después la largan. Busca a sus hijas, una está en un orfanato, la otra quedó con una vecina. Las recupera. Se va rearmando de a poquito. Tiene más hijos. Los mismos que le hicieron todo ese daño están ahí, son gobernadores, intendentes, jueces. La amenazan, le recuerdan lo que les pasa a los que levantan la cabeza. Ella trata de salir adelante. Pero no se olvida. Nunca se olvida.
¿Dónde estará ese bebé? Pasan los años, muchos, muchos años. Empiezan a hacerse juicios contra esa gente. Pero ella todavía no confía. Esto tipos tienen contactos, tienen dinero, tienen poder. Lee en el diario que el Presidente fue a la ESMA y se la sacó a la Armada. Que ahora es un sitio de memoria. Conoce a chicos de un organismo de Derechos Humanos, se anima a contarles lo que le pasó y ellos la acompañan a hacer la denuncia. Por primera vez va a contar lo que vivió. Lo van a escribir y van abrir una investigación. Le sacan sangre. Ahora hay que esperar. Es dura la espera. Pero al menos sabe que hay gente que se está ocupando.
Ahora pensemos en el bebé. Sacado del calor de mamá y llevado con extraños. Habrá viajado en micro o en auto, tal vez en patrullero. Porque de Tucumán llega a un pueblo en Santa Fe. Viene a cubrir el lugar que ha dejado una hija muerta. Son personas cariñosas. Le mienten. Lo anotan como hijo propio. Crece sin hermanos. Duda. ¿Soy hijo de esos padres? Se hace hombre. Se enamora, tiene hijos. Sigue dudando. Va a la ciudad y cuenta sus dudas en un local de Abuelas. Hay que hacerse un análisis de sangre. Y esperar. Es dura la ansiedad, pero al menos hay gente que se está ocupando.
Once años pasaron desde que Sara hizo la denuncia. Ocho desde que se dejó su muestra de sangre en el Banco de Datos Genéticos. Fue una espera dura, larga, exasperante. Pero un día, cuando ya lo daba por perdido, recibió el llamado. Sí, lo encontramos. Se llama Mario y él se presentó espontáneamente. Ya sabe, te quiere conocer. ¿Querés hablar con él?
¿Podés imaginarte ese impacto en el pecho? ¿Te hacés una idea del aturdimiento, del llanto atragantado, de la incredulidad, de la sensación de realidad partida? ¿Y te imaginás a ese hombre que un día fue un bebé a quien no le permitieron ni un segundo con su mamá enterándose que es hijo de desaparecidos, pero no, porque su madre estuvo desaparecida pero sobrevivió?
Ahora, después de abrazar estas imágenes, después de entender que 119 es una persona, una historia, un rosario hecho de cuentas terribles, no podemos decir simplemente que estamos felices. Claro que estamos felices, pero también dolidos, y aturdidos y con bronca y con tristeza. Porque es cierto que estas dos personas tuvieron la suerte de encontrarse, pero no menos cierto es que han vivido una tragedia que solo mentes inflamadas de horror pudieron urdir. Y también es cierto que estas dos personas no tuvieron la suerte de encontrarse, tuvieron esa posibilidad porque otras personas lucharon durante cuarenta años para lograr que estos encuentros fueran posibles.
El 23 de noviembre, horas después de conocerse los resultados de las elecciones, nos estaban llamando a terminar con “la venganza”. Después se alzaron las voces contra la prisión para pobres ancianitos. Ah, y que se diga la verdad “completa”. Sepamos, cuando pensemos en qué es lo que se está atacando que son, entre otras cosas, estos encuentros los que se están poniendo en peligro.
Porque Sara sin justicia no se hubiera presentado. Porque sin justicia el terror se sigue perpetuando. Sepamos, cuando llamemos a no alarmarse, a tener calma, a esperar que “ellos ataquen para empezar a defendernos” que lo que está en juego no es el modo de contar la Historia. Son miles y miles de historias las que penden de nuestra lucha. Acá no se trata de no dar un paso atrás. Acá se trata, como siempre, de ir por más.
(Mañana sábado, a las 17, en Parque Centenario, asamblea autoconvocada para pensar estrategias que fortalezcan los juicios por crímenes de lesa humanidad.)
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