Viernes, 4 de diciembre de 2015 | Hoy
ARTE
Claudia Casarino quiso intervenir la última feria ArteBa del mismo modo en que lo hacen cientos de miles de mujeres paraguayas como ella en la vida cotidiana de nuestro país: fregando, limpiando los desechos ajenos. No se le permitió esa performance con la que promete volver. Siempre crítica y haciendo foco en la representación de las mujeres de su tierra, participó de la Bienal Unasur con varias obras en las que la discriminación se hace tan presente como el cuerpo femenino al que no retrata más que por su ausencia, como si el derecho conculcado a decidir sobre el de cada quien lo borrara literalmente del mapa.
Por Cristina Civale
En el marco de la presentación de la Bienal de Unasur que tuvo lugar en el CAC de Muntref a finales de noviembre, la artista paraguaya Claudia Casarino (Asunción, 1974) fue invitada a presentar su obra y a discutir sobre los modos de representación que aplica el arte en el siglo veintiuno. Puesta a hacer los deberes para esta presentación, Casarino inauguró su conversación presentando una obra que desempolvó de sus creaciones de principios de siglo. Se trata de un mapa de América Latina al que llamó Zoodamérica en el cual desplegaba dos imágenes de nuestro continente. En una de ellas engloba todos los países y emplea la denominación de “sudaca” para todos sus habitantes, dado el nombre que el resto del mundo, según su observación, nos da como masa indivisible; pero también presenta otro quizá más novedoso y agudo donde aplica los nombres despreciativos con que nos llamamos unos a otros. De esta observación surgen los paraguas, los brazucas, los rotos, los bolitas, los perucas y, entre otros, los venecos. Los venecos vendríamos a ser los argentinos, llamados así por el resto del continente debido a una historia ancestral que se remonta a la Guerra del Paraguay y que habla de la cobertura del cuerpo para protegerlo con piel de chancho. La piel de chancho es lo que distinguiría al argentino frente al resto del continente.
Esta pieza de Casarino es bastante excepcional en su obra, mayormente dedicada a indagar en el rol de las mujeres, y más específicamente en el de las mujeres paraguayas, en constante estado de migración, mujeres que parecen destinadas a torcer el destino de su propia feminidad, por descarte, abuso o manipulación ajena.
En este marco, Casarino presentó su obra más conocida, Contorno de un sueño (2005), donde a través de decenas de vestidos de tul que van del blanco al rosa hasta llegar al rojo intenta escenificar el lugar de la mujer paraguaya en el mundo: sirvienta, cuidadora de ancianos, mujer engañada víctima de las redes de trata. La sutileza del tul y de los vestidos desnudos de cuerpos intensifican el poder del mensaje que habla a través de los contornos de esos mismos tules siempre en debate, siempre descolocados de ese cuerpo donde deberían estar colgados. En blanco color de la celebración, de la niña que se hace mujer, de la mujer que se esposa se va tiñendo del color de la sangre cuando su cuerpo llega a ser objeto de un delito. Dice el director del Museo del Barro y curador, Ticio Escobar, sobre esta serie: “En obras anteriores, Claudia trabajaba su propia imagen como exceso de presencia corporal. Ahora lo hace como falta: el vestido colgado recalca la ausencia de su portador con quien se identifica siempre (“hombre y atuendo, ¿son uno?”, pregunta Lacan). Los vestidos están diseñados por Claudia para su propio talle, tienen su medida y están dispuestos a su altura: son prendas pensadas para sí. Borrar el vestido (transparentarlo, volverlo espectro, sombra) es borrarse doblemente, como cuerpo (ausente) y como sucedáneo suyo que ha perdido su consistencia. Pero el vestido permanece como tul que vela, como posibilidad de interponerse mínimamente entre el objeto y su sombra, de diferir por un instante el encuentro con la pura ausencia. Velar es tanto ocultar a medias, como anular el revelado de la imagen y custodiar el obstinado resto de la presencia”. El arte deja la presa por su sombra. Pero desea ambas cosas: el objeto y su imagen. En ese pendular juega y se juega: tras lo real arriesga la verdad. El vestido expulsa su propia realidad, la estampa contra el muro: revela no sólo el vacío del cuerpo humano, sino la ausencia de su propia corporalidad textil, que aparece suplantada por su reflejo. Hay una identidad dañada que el vestido en este caso expulsa como si a través de la tela y los colores pudiese emprender un proceso de salvación.
El mismo procedimiento de vestidos de tul es usado por Casarino para su serie Uniforme (2008), actualmente en exhibición en el CAC como parte de la muestra colectiva El arte de migrar y presentada por la artista en el evento de la Bienal de Unasur.
En Uniforme la artista jugó con el luto que delata el color negro para armar una serie de vestidos de tul de ese color, nuevamente a su medida, nuevamente como representantes de un cuerpo ausente. Esta vez el cuerpo de obra sin cuerpos está dedicado a un momento económico que atravesó Paraguay en 2008 cuando miles de paraguayos y paraguayas emigraron de su país hacia Europa debido a la falta de trabajo que arrasó por ese tiempo su tierra.
Explica Escobar sobre esta serie: “La celebración del tul ha sido suplantada por la oscuridad luctuosa o severa del negro, como si el momento de la sombra -la contracara de la imagen- haya logrado reivindicar sus derechos e impuesto su presencia sustraída. Sin embargo, esta apelación al tul negro no sólo marca el contrapunto de signos cromáticos opuestos, sino el ritmo diferente de la misma economía del objeto: a pesar de la caducidad de sus significados, en el mercado abunda el tul blanco de los ritos vinculados con el resplandor de la honra o la doncellez femenina, mientras que resulta difícil encontrar el tul que vela el rostro de la viuda o subraya tenuemente la etiqueta rigurosa de ciertos ajuares. Pero este juego entre el exceso y la falta, o entre el rito de la fiesta y el de la pérdida, -expediente fundamental en todo planteamiento acerca de la representación- apenas roza la figura de la disponibilidad del stock indumentario y se centra en otra tensión, para apuntar luego a significados socioculturales que rodean la escena estricta de lo ofrecido o sustraído a la mirada”.
Aunque hechos con el material transparente del tul, estas piezas logran crear sombra a través de sus superposición de unos con otros. Más que sombra, en realidad, lo que crea a la mirada del espectador es una oscuridad densa, tan densa como la incertidumbre a donde esos cuerpos ausentes, pero tan presentes en su intento de borrarlos, se han dirigido para continuar con su vida en un entorno que mejore sus condiciones de transitar los días o una trama posible para contar el cuerpo social exiliado. Esta distinción permite vislumbrar por entre la malla brumosa del tul oscuro la figura de personas uniformadas y anónimas, semiinvisibles, sólo identificables mediante sus siluetas inciertas, sólo sugeridas por los vacíos que han dejado al migrar buscando trabajar en negro, por las sombras que las siguen en su odisea esperanzada o asustada, por la posible viudez anunciada en el exilio.
Casarino también presentó en el evento una obra que había pensado para realizar hace dos años en la edición respectiva de arteBA. Se trataba de una performance por la cual la misma artista se vestía de “chica de la limpieza” y munida con guantes y enseres como baldes, trapos y escobas, se ocupaba durante los cuatro días que dura la feria de limpiar todos los baños de la misma. Un modo poco metafórico de enfatizar el lugar que la mujer paraguaya ocupa en la sociedad argentina. Por distintos motivos la performance no pudo realizarse y es un trabajo pendiente de Casarino a realizar en la feria insignia de Buenos Aires.
Otra de las obras presentadas por la artista fue su pieza exhibida en la Bienal de Venecia 2013. Se trata de Pynandi. Ni puta, ni diosa, ni reina. “Pynandi” significa en guaraní “pies descalzos”. Casarino nuevamente recurre al vestido para hacer su statement. Aquí se trata de una única prenda, un triple vestido, que puede verse como un homenaje a la línea generacional de la mujer paraguaya, surgiendo uno de otro en interrumpida generación de madre-hija. Es un vestido-pilar-soporte y metáfora de esas mujeres fuertes que tuvieron que levantar Paraguay tras el desastre y devastación que sufrió en la guerra de la Triple Alianza, en la que sucumbió el noventa por ciento de la población masculina. Cuenta la artista que la obra nos remite a la pintura La paraguaya del artista uruguayo Juan Manuel Blanes (1879), en la que vemos a una mujer paraguaya descalza y rodeada de cadáveres de guerra, pero en pie.
“La paraguaya puede estar descalza, pero siempre erguida”, con estas palabras concluye Casarino su presentación, tan sensible como contundente y tras estas palabras precisas estalla un aplauso, quizá el más largo e intenso de toda la jornada.
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