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Viernes, 6 de mayo de 2016

VIOLENCIAS

Ni un lugar en el mundo

Una joven en situación de extrema pobreza, que pelea por salvar su vida y la de sus tres hijxs de la violencia sistemática que su ex les dedica pese a la medida perimetral impuesta, sobrevive en una casilla en la provincia de Buenos Aires mientras implora a los organismos estatales y a la Justicia que le solucionen su problema habitacional. Sin embargo, el vínculo entre violencia doméstica, tierra y vivienda sigue siendo un derecho periférico ignorado y hasta negado por operadorxs estatales y judiciales que discriminan con prejuicio misógino.

 Por Roxana Sandá

Una mujer que sufre violencia doméstica desde hace años, desempleada, madre a cargo de dos niños y una niña, esta última con una discapacidad grave, no debería ser ignorada por las agencias públicas cada vez que ruega por ayuda de materiales para apuntalar la casilla de madera en un terreno de la provincia de Buenos Aires que su madre le cedió, en amparo de la persecución y el hostigamiento de su ex, que ya no la deja respirar pese a la medida perimetral que le impusieron. Sin embargo, las trabajadoras de la Dirección de Políticas de Género (DPG) del municipio de La Plata, que desde 2014 acompañan a S.O., de 28 años, en la tramitación de la denuncia y solicitud de medidas de protección ante el Juzgado de Familia N° 4 de La Plata, se encontraron con que un pedido de materiales o la procura de soluciones habitacionales para víctimas en situación de pobreza y sus familias pueden convertirse en una búsqueda frustrante y, lo que es demoledor, sin respuestas. De nada valió hasta el momento el empeño que las operadoras pusieron al detalle del caso, las gestiones en diferentes organismos que se ocupan de la problemática, y tampoco en informar al Juzgado de Familia interviniente de la situación dramática de lo que con piadosa sutileza siguen denominando “vivienda”. Ni el último de los pedidos, elevado al Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, obtuvo respuesta. A la fecha, el Observatorio de Violencia de Género (OVG) de la Defensoría del Pueblo de la provincia de Buenos Aires es el único organismo que tomó la consulta y solicitud de intervención de las trabajadoras de la DPG.

Según informaron desde el Observatorio, “la joven no puede trabajar debido a los cuidados constantes que requiere su hija mayor, con parálisis cerebral, y a raíz de las secuelas en la propia salud por tanta violencia sufrida. Por eso no cuenta con ingreso alguno, lo que deja a la familia en un estado de suma pobreza”. Su única red vincular está compuesta por su madre, jubilada de enfermería, su padrastro y una hermana menor, todos en situación de pobreza y vulnerabilidad, y con varios niñxs a su cuidado. Desde la Defensoría del Pueblo se realizaron gestiones en el ámbito de la provincia para presentar el caso, con las dilaciones y dificultades que produjo el recambio de gobierno. El último contacto del OVG con S.O. fue a mediados de marzo y telefónico. Relató que en el vecindario la estaban ayudando a mitigar el hostigamiento de su ex pareja, que se sentía más tranquila y que intentaría acercarles documentación por medio de su mamá para tramitar un pedido en relación a la vivienda, porque ella permanecía en reposo por una operación.

“A las mujeres víctimas de violencia familiar en la provincia de Buenos Aires se les dificulta la posibilidad de acceder a vivienda digna por una serie de indefiniciones de políticas públicas integrales”, explica la coordinadora del OVG, Laurana Malacalza. “El Poder Ejecutivo nacional y provincial concentran los recursos existentes en dispositivos que atienden las denuncias y efectúan el acompañamiento de las víctimas al inicio del proceso judicial, pero no contemplan mecanismos indispensables para la atención y asistencia de mujeres que sufren situaciones de violencias, que aborden de manera conjunta e integral otras dimensiones interrelacionadas”.

El artículo 10 de la Ley 26.485 establece que es obligación del Estado nacional promover y facilitar la creación de servicios integrales de asistencia a las víctimas, debiendo garantizar “instancias de tránsito para la atención y albergue de las mujeres que padecen violencia en los casos en los que la permanencia en su domicilio o residencia implique una amenaza inminente a su integridad física, psicológica o sexual, o del grupo familiar, debiendo estar orientado a la integración inmediata con su medio familiar, social y laboral”. Pero los refugios y albergues sólo asumen soluciones provisionales, y Malacalza advierte que ni el Consejo Nacional ni el Consejo Provincial de las Mujeres definen políticas y programas dedicados a mejorar el acceso de las mujeres a la propiedad y a las viviendas. “No desarrollaron acciones que incorporen la perspectiva de género en los programas de vivienda, que entiendan la necesidad de establecer condiciones de equidad en el acceso para las mujeres.” Brillan por su ausencia las áreas gubernamentales específicas que aborden el acceso a la vivienda y la violencia de género o diseñen pautas especiales bajo una misma cuerda. Sólo algunos municipios u organizaciones sociales en el territorio intentan articular con otras áreas, y con suertes diversas.

El caso de S.O. es doblemente grave por el desamparo judicial: en el Juzgado de Familia donde tramitan sus medidas de protección nunca se le brindó asistencia o asesoramiento para hallar la manera de acceder a un techo propio. Como ella, y en su mayoría pobres, habitantes de barrios informales y carentes de medios económicos independientes, se cuentan por miles las mujeres que denuncian violencia familiar y son excluidas del hogar al verse imposibilitadas de acreditar que son propietarias o copropietarias de la vivienda que compartían con su agresor, o que contribuyeron a construirla o mejorarla. Frente a estos tipos de denuncias, las decisiones judiciales instan casi siempre a que sea la mujer quien se retire del hogar. “Las decisiones judiciales que propician estas alternativas, requiriendo a las mujeres requisitos de imposible cumplimiento y acreditación para poder permanecer en el hogar familiar, establecen un agravamiento de su vulnerabilidad”, lamenta Malacalza. “Es el mismo Estado que define un mecanismo expulsivo y que luego se muestra imposibilitado de proporcionarles alternativas para desarrollar un proyecto de vida sostenible.” Cada reclamo iniciado por las mujeres frente a las medidas judiciales que las excluyeron de la vivienda que compartían con el agresor no se resuelve con la misma prioridad con que se obtiene una medida de protección por violencia familiar. Todo esto las empuja a que opten por seguir conviviendo con el agresor, aún cuando tienen la firme voluntad de romper con esa realidad, o a huir con sus hijxs en situaciones de riesgo extremo al no tener un lugar seguro adonde ir. Además, es común que los agresores excluidos del hogar a partir de una medida judicial inicien causas penales por usurpación contra las mujeres que residen en la vivienda, y en esos casos, muchas veces con la mirada descontextualizada y discriminadora de lxs operadorxs judiciales que intervienen, la mujer queda imputada en una causa penal con desconocimiento de las denuncias previas y del historial de violencia de género que padeció.

En el informe “Un lugar en el mundo. El derecho a una vivienda adecuada como elemento esencial de una vida libre de violencia doméstica. Los casos de Argentina, Brasil y Colombia”, que publicó el Centro por el Derecho a la Vivienda y Contra los Desalojos (COHRE, en inglés), una de sus autoras, la abogada María Victoria Ricciardi, advierte que para las víctimas de la violencia doméstica, la vivienda no es un asunto periférico, ni una cuestión que se puede posponer para resolución en el futuro. “Al contrario: la falta de una solución para esa situación puede ser determinante para decidir continuar en una relación violenta o no. Para muchas mujeres, sólo cuando están frente a una enorme crisis o frente a violencia extrema, con riesgo de vida, hace que salgan de los lugares que habitan sin ninguna alternativa presente. La situación actual, en donde las mujeres tienen que elegir entre una vida en la calle o una vida con un maltratador violento, es completamente inaceptable e intolerable. Es una situación que va en contra de las normas internacionales de derechos humanos, y que debe ser abordada y corregida por los gobiernos como una cuestión prioritaria.” En una gran mayoría, de vida o muerte.

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