Viernes, 6 de mayo de 2016 | Hoy
RESCATES
Marisol Escobar
1930 - 2016
Por Marisa Avigliano
Estaba ahí cuando su mamá se suicidó. Nadie se lo tuvo que contar, tenía once años y estaba ahí. La pena de los otros le donó dos motes por presenciar aquella muerte: rara y muda. María Sol (nombre de bautismo y de infancia) era ahora la nena rara, la nena muda. Había nacido en París, vivía en New York y la esperaba Caracas. Venezuela –tierra natal de su papá– iba a ser la tierra de su primer duelo. El suicidio suspendió el sofisticado recorrido nómade que la riqueza petrolera le había brindado a la familia y dejó a los deudos tiesos en cuna caribeña. María pasaba sus horas libres –y las otras también– pintando en silencio. Cinco años después, cuando la voz áfona de la regresión se perdía entre los colores de sus dibujos, su papá decidió volver con sus dos hijxs a los Estados Unidos. Una breve temporada en Marymount High School en Sunset Boulevard (fue breve porque las monjas decían que María Sol no era buena influencia para sus compañeras) y otra más larga en Westlake (donde desarrolló su pasión por la pintura) la guiaron, cuando el dibujo representativo y sus dominios místicos moldeaban sus primeros trabajos, hasta Howard Warshaw y sus clases en el Jepson Art Institue de Los Ángeles. Un catolicismo de penitencias auto infligidas –como cuando dejó que la mudez como primer estadio cósmico y como castigo hablara por ella– llenaba de sangre sus rodillas y su cintura. Las sogas atadas sobre su cuerpo humedecían espíritu y obra. Retratos tridimensionales y memorias familiares la acompañaban cuando llegó a Cedar Tavern de New York, la cueva en la que encontró a sus primeros amigos -de Kooning fue uno de las más cercanas-, los expresionistas abstractos. Muy pronto descubrió que la arcilla precolombina estaba más cómoda en la yema de sus dedos, mucho más que los pinceles, y entonces cambió tintas por terracota, metal y madera, y lienzos por efigies ensambladas.
En 1958 la Leo Castelli Gallery de Nueva York exponía con rumor y éxito las primeras esculturas. El rumor de galerías amplificó el veredicto de Warhol: “es la primera artista mujer con glamour” dijo el aventurero vanguardista antes o después de elegirla para dos de sus películas. Fue de la partida en El beso (1963) y en Trece mujeres hermosas (1964). Ya había dejado de ser María Sol y tampoco era Escobar, era simplemente Marisol. “No Pop, Op No, Es Marisol!” decía el titular periodístico devenido en emblema que Grace Glueck escribió en el New York Times en 1965. Ese ojo único que geometriza la figura humana invocando formas totémicas, que ensambla fotos propias y ajenas a los cuerpos que inventa, que se ríe del ideal machista que representa John Wayne, que “evoca la venalidad de los escaladores sociales, la integridad de los grandes artistas, las contradicciones de los poderosos y la dignidad tranquila de desposeídos”, que muestra al clan Kennedy en tres dimensiones y a los apóstoles de la última cena, a Georgia O’Keefle, Martha Graham y también a Gardel con sus guitarristas, es siempre aquella mártir celada, amante de los perros akita, que repetía que lo único que sabía hacer era trabajar. “El arte ocupa mis veinticuatro horas”, respondía cuando le preguntaban detalles sobre su vida privada. No decía mucho más, había que darles la razón a los críticos que explicaban que el silencio eran la forma y el peso de su expresión artística. Antes de olvidarlo todo por culpa del Alzheimer pidió que sus cenizas fueran esparcidas en Molokai, una de las islas hawaianas. En sus esculturas el alma pasa de cuerpo en cuerpo, no es difícil notar el roce si antes la miramos a ella a los ojos.
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