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Viernes, 10 de junio de 2016

RESCATES

El color de la tristeza

Leonora Carrington 1917- 2011

 Por Marisa Avigliano

“En la época en que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. El animal que más llegué a conocer fue una hiena joven, le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje.” Este es el comienzo de un cuento de Leonora pero también podría ser expiación en su diario íntimo contando que sus padres desoyen sus deseos de pintar y organizan su presentación a George V en el Buckingham Palace. En el cuento, la hiena hiede, come cuerpos y va a la fiesta en lugar de su amiga la debutante, quien le presta un vestido y se queda leyendo sola en su cuarto. Leonora era hija de ricos y vivió su infancia entera en compañía de una niñera, la irlandesa Mary Kavanaugh. En Crookhey Hall, cerca de Garstang, en Lancashire, Mary le narraba a su inglesita mimada un sinfín de cuentos celtas ante la mirada atenta de adornos góticos que decoraban la casa, coloridos pájaros de cristal arrullaban a las dos mujeres en los pasos de la intriga. El mundo onírico de los sidhes a sus pies y en voz irlandesa y sus padres solo pretendiendo. Iba a escapar en cuanto pudiera, era cuestión de tiempo. La fuga llegó a los veinte años cuando los caireles del Ritz reflejaron la mueca amenazadora de su padre y su premonición funesta: moriría indigente en una buhardilla si seguía los bríos imprudentes de ir tras el viejo Max Ernst (la duplicaba -y un poco más también- en edad). Leonora nunca volvió a la casa paterna -el magnate de los textiles resultó ser un pronosticador pésimo- y no murió ni en buhardilla ni pobre. La historia de amor con Ernst nació en la Londres de 1936 entre las arcadas de las galerías Burlington y las comidas con Man Ray, Henry Moore, Picasso, Duchamp, Leonor Fini y Breton. Una vida corta en el sur de Francia, en Saint-Martin d’Ardèche, degollada por la persecución nazi que encarceló a Ernst y trastornó a Leonora anticipó su segunda huida. Se escapó de un encierro psiquiátrico en España que comandó su familia –la sumisión que no lograron ni las monjas ni los bailes de sociedad la iba procurar un ensayo de electroshock–, se casó con Renato Leduc y cruzó el Atlántico. En México conoció a Remedios Varo, a Kati Horna y en México se quedó para siempre. En el pasillo biográfico además de la misoginia surrealista que siempre necesita musas aparecen sus músculos contraídos, una rigidez fugitiva que anticipa la seguidilla de sacudidas rítmicas. En aquel recuerdo el cuerpo de Leonora desobedece la naturalidad de los movimientos, es el cardiazol que le recetaron en el psiquiátrico de Santander para que la epilepsia inducida borre lo que ni los sueños pueden ¿dónde están los caballos alados de sus siestas que no vienen a buscarla? Aquellas convulsiones aparecen en Memorias de abajo, un breviario que Leonora escribió contado sus días en el neuropsiquiático, un enérgico relato sobre la violencia terapéutica a la que la sometieron por ser mujer y por estar triste. Dan ganas de meterse adentro de un cuadro de Leonora, ganas de ser piel o pluma para volar en lúnulas de espacio, un collar de lúnulas flotantes que soplan el hollín que despiden los ciervos celestiales. Hay un color Carrington, uno más que otros, un índigo apagado, más aéreo que intrigante que atrae la naturaleza eterna de lo maravilloso e inexplicable donde no hay ni puede haber un final. Una orquídea azul la evoca entre pestañas muy arqueadas, negras, que prefiguran o anuncian, qué raro, labios. Enseguida ve la luz otro cuadro de Leonora y otro y otro más y todos son equiláteros a ese salto afanoso de madrugada que nos despierta en medio de un sueño, se detiene y anuncia la llegada de otro.

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