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Viernes, 30 de abril de 2004

ENTREVISTA

Historia del esfuerzo y la caída

A punto de estrenar La niña santa –la película argentina que competirá en el Festival de Cannes–, Lucrecia Martel rememora su propia adolescencia, el fervor católico de entonces y esa posibilidad, a veces mágica, a veces oprimente, que se abre a esa edad en que es necesario definir –cuando es posible, claro está–
qué lugar se va a ocupar en la sociedad.

 Por Soledad Vallejos

Así debería ser una imagen que ella habitara, si alguna vez una hipotética dictadura de la síntesis obligara a condensarla en una estampa: al fondo del restaurante, trepada a una banqueta alta, acodada sobre una mesa ídem, el mundo cayéndose a su alrededor (o más de 20 señoras con colágeno festejando un cumpleaños, que viene a ser lo mismo) y ella sin apartar los ojos de lo que está haciendo. Lucrecia Martel es una de esas personas que conocen las posiciones estratégicas en que pueden convertirse los rincones, esos espacios que –desde una aparente ausencia– permiten llegar a los detalles con la misma precisión que a lo general sin desperdiciar los tránsitos entre uno y otro.
Fue desde esos márgenes que imaginó cuerpos atrapados en la modorra pastosa y erótica de las siestas de provincia y fue por conocer los poderes de la mirada atenta que terminó convirtiendo la cámara en un panóptico no tan disciplinario como densamente curioso en La ciénaga. Porque ante todo, en el inicio, en el origen de los cuadernos de notas (intervenidos por sus manos, dice ella, en una suerte de estilo Hello Kitty pero oscuro) que Lucrecia va llevando a cuestas antes, durante y después de filmar, hay preguntas que tal vez no tengan respuestas, pero que al menos tienen la fortaleza suficiente para inaugurar otros interrogantes. Donde algunos ven blanco y negro, ella ve cruces indefinidos, donde otros registran principios y finales ella percibe continuidades insospechadas y donde suele insistirse en diferenciar el bien y el mal ella suele reconocer los perfiles de un mundo complejo, tal como empezó a verlo desde que se permitió poner en duda las enseñanzas profundamente católicas que la guiaron hasta fines de su adolescencia.
Bastante de todo eso dice que hay en la base de La niña santa, la película que estrenará el jueves próximo y que, aun antes de su llegada a las salas locales, cuenta con una bendición prácticamente inédita para una producción argentina: participar en la competencia oficial del Festival de Cannes. Es, entonces, una agitación de dilemas acompañados pacientemente por investigaciones en bibliotecas lo que guía un proceso reflexivo como antecedente fundamental para sus guiones y sus rodajes, pero también una relación intensa, estrecha, con lo perceptivo.
–A veces cometo un error porque pienso que el cine es distinto a cocinar, pero en realidad es bastante parecido. Yo cocino distinto de cómo hago el cine y creo que ésa es una equivocación mía. Tengo una idea y tengo que tratar de ser muy precisa en lo primero, la primera vez que hago algo, por ejemplo una película como ésta, que claramente tiene una trama –a diferencia de La ciénaga–. Para mí, hacer las dos cosas de manera diferente es una equivocación, porque a mí en verdad en gusta hacer lemon pie o sopa de pescado, y la primera vez no me sale bien. Me sale bien unavez que hice varias y ya calibré las cosas y voy mejorando. Bueno, esta película es la primera vez que hacía una receta que no conocía muy bien, pero estoy contenta con el resultado. Claro que ahora falta lo que cierra el proceso, porque cuando terminás una película y todavía nadie la vio es como que te prepares al estilo “¡y le voy a decir esto... y le voy a decir aquello!” para una pelea amorosa. Vos armás toda una cosa, pero después tenés que ver qué le pasa a la otra persona. A veces, todo falla; a veces la otra persona dice media frase que te deja en un silencio mayúsculo. Entonces me pregunto –y con La ciénaga tuve la misma sensación– si, cuando termine la película, habré logrado la intención de comunicación. No al nivel de las ideas, sino por compartir una situación, porque creo que el cine es una situación y con algunas cosas en particular decís: “¿qué le pasará a otra persona con esta situación?”. Eso cierra el proceso y es lo que le da sentido, pase lo que pase.


En un pueblo que puede prescindir de tiempos ajenos a las vidas de sus habitantes, un hotel que alguna vez fue lujoso sobrevive como centro de congresos profesionales. Una mujer que alguna vez fue una gran nadadora sobrevive como dueña de ese hotel y madre de una adolescente. Un hombre que en su vida pública reviste de eminencia médica, en los ratos anónimos se dedica a apoyar chicas y mujeres desconocidas para luego huir. En medio de esa densidad de mundo chico, siempre regido por leyes morales identificadas con la tradición encarnada en una familia, dos chicas sobrellevan la efervescencia adolescente conviviendo con los mandatos divinos de la religión y con discusiones bizantinas sobre las iniciaciones sexuales, aun cuando no sea ése el nombre que se permitan darle.
Enfrascadas en una búsqueda de respuestas, Amalia y Josefina no terminan de precisar qué preguntas nacen en ellas y cuáles tienen más que ver con lo que el afuera espera de ellas, pero eso tampoco importa. Interesa, en cambio, la pasión encerrada en la certeza de que hay un camino a seguir, y sólo falta descorrer los velos para verlo con claridad. Es en esa inquietud existencial que Amalia, rozada en pleno tumulto callejero de una manera que nunca antes había conocido, despierta por una sensación sexual a un llamado que cree firmemente divino, y comparte con su amiga Josefina que ha descubierto su misión en el mundo: salvar a un hombre de su falta.
–¿De qué manera tus reflexiones sobre la adolescencia se volcaron en la construcción de Amalia y Josefina?
–En realidad, son dos chicas distintas a lo que fue mi adolescencia. Yo era de Acción Católica cuando era adolescente, pero fervientemente de Acción Católica, no simplemente por pertenecer a un lugar social. Y con el deseo de la transformación del mundo en ese momento. Entonces, tuve mucho contacto con el mundo de las chicas fervientes adoradoras del bien y de los deseos, de toda una vida orientada hacia la salvación y el bien, que es algo aterrador pero también muy divertido. Hay algo bueno en la adolescencia (y por eso la manera que tiene la televisión de mostrarla me parte el corazón, porque sólo se concentra en la cuestión amorosa) y que tiene una fuerza extraordinaria, que son los planes secretos. Los planes secretos pueden ser “objetivo: destrucción total del universo” y una tiene fe en que lo va a lograr. Ese es un poder enorme que a mí me parece fascinante. Yo tuve compañeras de colegio en las que era maravilloso ver cómo creían de una manera secreta y tan fuerte en su universo, pero de una manera tal que vos ibas a las casas de alguna de estas chicas y en situaciones familiares de lo más diversas te dabas cuenta de que había un lugar cerrado que nadie conocía, y que era el mundo de ellas. Eso me encanta. Me encanta esa cosa de extraordinaria fuerza y es ese momento de mucha potencia cuando desde todos los lugares te viene el mandato de qué vas a ser, como si no fueras nada. Está bueno, porque la gente siente quees algo, pero de alguna forma es como asumir: “Todo puede ser”. Para mí, fue un momento muy hermoso, cualquier vida era posible de ser elegida. En Salta, pasa mucho que tenés que pensar, si tenés la posibilidad económica más o menos mediana, dónde vas a estudiar. Ni siquiera tu ciudad está en el plan, tenés que decidir si Tucumán, Buenos Aires, Corrientes... Coincide ese momento donde el adolescente, el joven, está dejando el colegio y tiene que ser algo, tiene que elegir lo que va a ser. Y es también un momento en el que está bastante presente la formación católica: ser algo dentro del mundo católico es descubrir qué parte uno es en el plan, en el diseño, en la Gran Arquitectura del Universo, qué lugar está una llamada a ocupar. Es eso, no es cualquier cosa; tenés que saber lo que se espera de vos.
–Tal vez ese mandato de que es preciso descubrirlo sea, inclusive, más duro que uno claro, uno que explicite “el camino tiene que ser tal”.
–No estoy tan segura. Para mí, tanto en la sociedad como en el mundo católico y religioso tienen concretamente esa manifestación, es una estructura común a todo Occidente: el mandato es que nadie es hasta que define cómo se inserta en la sociedad. Tal vez sea que tengo el karma de la adolescencia boluda, pero me parece que todas las adolescencias tienen unos imperativos sumamente uniformados.
–Son instancias sumamente uniformadas.
–Claro: estás aquí o estás afuera. Yo, el momento en el que me desayuno del cambio del mundo, es en los castings, ahí es cuando veo las premisas de exclusión de la adolescencia, que son tremendas. ¿Viste que te ves con miles de adolescentes y de golpe todos te caen con el mismo collarcito?, o con las cejas superdepiladas, una línea, ahí te das cuenta. Claro que otra cosa que a mí me encanta, y con la que me siento identificada, son los que tratan de sobreadaptarse. ¿Viste cuando no enganchás con nada de eso? No te gusta, pero de golpe sentís que tenés que ser parte y te sobreadaptás, te ponés demasiado, sin gracia, sin nada.
–¿Eras una sobreadaptada?
–No, pero tuve varios intentos. Nunca lo logré del todo, me esforzaba desde la mañana pero al mediodía ya no lo sostenía. Pero me acuerdo de un jogging amarillo... ¡yo odio los joggings y cuando era adolescente estaban de moda! Los odiaba y recuerdo particularmente un jogging amarillo, o los pantalones baggy... Yo hacía los esfuerzos pero me salían mal.
–Qué manía ésa de hacer el esfuerzo, es bastante común.
–Es que ser la rara no es cómodo cuando sos adolescente. A mí no me divertía ir a las fiestas, por ejemplo, pero por una cosa acústica, porque no aguanto mucho el volumen alto, me aturde, me arruina cualquier salida. Las salidas me encantaban, pero con música y eso ya no, entonces me encantaban las reuniones, o ir a comer con amigos. Me acuerdo, también, de la felicidad de dejar de llamar la atención, que eso de adolescente lo percibís y no lo podés sostener, porque no te da placer ese lugar. Entonces, finalmente, terminás volviendo a lo que te gusta, a tus cositas. De eso me acuerdo: del esfuerzo y la caída.
Entremezclados con los deseos no confesados de un mundo adulto demasiado encerrado en una quietud morbosa, los fervores adolescentes de Amalia y Josefina terminan por descubrir, a fuerza de habitar un universo propio desde el que –presienten– llegarán a integrar otro más amplio, dimensiones que les resultan ajenas. Lo que para ellas aparece revestido de buenas intenciones, buenos sentimientos, puertos seguros a los cuales arribar, teje en su avance sostenido –el esfuerzo– un derrumbe sordo que puede intuirse difícil de remontar –la caída–. Mientras Amalia trama la estrategia que la llevará a cumplir su misión de salvar el alma del médico, su madre, Helena, abriga alguna esperanza y coquetea con el mismo hombre. En algún momento, cuando madre e hija menos lo esperen y más reconcentradas se encuentren en desovillar sus destinos, entra en escenalo inesperado: la cuestión moral, aliada inescindible –afirma Lucrecia– de los perfiles que cada sociedad y cada momento histórico dictan para sus monstruos.
–En esta película, tiene mucho que ver el tema de la monstruosidad moral y lo monstruoso en lo orgánico-psíquico. Tiene que ver porque es un tema que me fascina y tiene muchísimo que ver en todo lo que haga. La cuestión moral que puede caber en lo orgánico, la reducción moral de lo orgánico me fascina. Hay un comentario al Código Civil de 1901 que hace Francisco de Veyga en el que el tipo dedica ¡todo un capítulo! a discernir la responsabilidad jurídica del monstruo, y hace todo un análisis increíble que yo pude leer en la Biblioteca Nacional hasta que de repente tuve la sensación de que yo estaba loca y no era posible lo que estaba leyendo. Es ese tipo de discurso y de pensamiento lo que me provoca fascinación. No es algo tan lejano esa relación entre lo moral y lo físico: yo me acuerdo de que en la década del ‘70, el lenguaje designaba al peligro cuando hablaba del “melenudo”. Yo, cuando era chica, escuchaba “melenudo” como sinónimo de peligro. Investigué este asunto también en Francia, cuando estuve un tiempo escribiendo un guión, y conseguí un montón de libros sobre estos temas, porque Francia, Italia y Argentina tenían una producción intelectual muy intensa y las ideas sobre la antropometría forense son compartidas y simultáneas.
–Al mismo tiempo están Lombroso desarrollando la frenología y Vucetich con su sistema de identificación por huellas digitales.
–Esa época de la Argentina para mí es fabulosa. Si tuviéramos que tener una época de los vaqueros, para mí es ésa: habría que hacer el género del detective científico, al estilo Law and Order pero de 1900. Es la época en la que se inventa el sistema para fotografiar al criminal, el patrón de medidas para después reconocerlo, porque el gran invento de fines del siglo XIX fue cómo conocer a alguien que ya había cometido un crimen. Era un problema muy grave, porque los tipos se mudaban, se cambiaban el nombre y los recividistas –que eran los que volvían a cometer un crimen– tenían que ser identificados, porque había que cuantificar las penas. Ahora, yo creo que todo esto conforma un residuo tóxico que yace en el fondo de la cultura y que la predetermina. Todas estas ideas en torno del comportamiento moral y de lo fisiológico persisten. Y esto también está presente de alguna forma en la película, porque La niña santa gira en torno de la monstruosidad y toda su diversidad social. Estas preguntas y estos temas subyacen en mí, así que no creo que no lo haya puesto en la película.


Si La ciénaga, como título, designaba tanto un paisaje geográfico como uno anímico, un desierto húmedo en el que los estados vitales se confundían con un entorno pacíficamente atormentado y perturbador, ¿a qué podrá remitir la santidad de una niña que, quizás, no sea tal? Será, tal vez, en ese juego retórico laboriosamente complementado con una película indiscutiblemente de autora y definitivamente diferente en un entorno que privilegia producciones sobre otro tipo de existencias (más teñidas por lo urbano, acosadas por otros conflictos) que puede jugarse la identidad de Lucrecia Martel como realizadora. Difícilmente pueda pasarse por alto que la suya es una mirada personalísima, una voz inconfudible que, además, ostenta un detalle llamativo en un país cuyo cine hace gala de una tradición masculina: el cine de Lucrecia –impecablemente comprendido y alentado por Lita Stantic, la productora ejecutiva que sabe apoyar con convicción proyectos inquietantes– no es lo que la crítica gustaría bautizar como “cine tradicionalmente femenino”. Son las suyas mujeres que llevan en la piel y en el cuerpo conflictos capaces de correrlas de lugares rosados y decorados con almohadones, no hay en su producción niñascomplacientes y mujeres felices con su entorno previsible. Hay, en cambio, mujeres en lucha.
–En esa situación de comunicación que vos creés que es el cine, ¿subyace el deseo de que el público alcance algún punto de contacto con vos y devuelva en consecuencia?
–Sí, o sentir que compartís algo de eso, que algo de todo eso el otro lo ha vivido. Por eso creo que no tienen mucho sentido las evaluaciones estéticas. No tienen sentido porque verdaderamente no es el último punto fundamental de la persona que hace una película ni de la que va al cine. Hay un punto en que si uno logra entender algo de lo que el otro está comunicando, si vos lográs entender, si se produce eso, ya está. A veces, la crítica y el éxito tienen muy poco que ver con el deseo del otro y mucho más que ver con el mercado. Pero el cine es algo entre personas.

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