DERECHOS
Viva la diferencia
La antropóloga Leonor Cisneros, integrante de la Coalición por la Diversidad Cultural en su Perú natal, cruza el derecho de los pueblos originarios con la perspectiva de género en un principio: el derecho a ser reconocido o reconocida en la diferencia, lejos de un supuesto deber ser occidental y cristiano.
Por Soledad Vallejos
Será que vive enérgicamente el ser integrante de la Coalición por la Diversidad Cultural en su Perú natal, o que arropa los recuerdos de cada país que pisa en las inflexiones de su conversación, pero el caso es que en la voz de la antropóloga Leonor Cisneros van deslizándose tonos limeños (apropiadamente para quien desarrolla en Lima su rol de consultora de la Comisión Peruana de Cooperación con la Unesco), mexicanos (ídem, tratándose de alguien que ha realizado en México su maestría) y hasta levemente porteños. Serán, acaso, los efectos inmediatos de haber pisado Buenos Aires para –en ocasión del II Encuentro Internacional sobre Diversidad Cultural (“Las industrias culturales en la globalización”, organizado por la Secretaría de Cultura de la ciudad)– participar de la mesa sobre diversidad cultural, un tema en el que va volcando experiencias de todo tipo: como antropóloga social de trayectoria académica, como funcionaria abocada a abordar la lucha contra la pobreza desde una perspectiva de género (una tarea que llevó adelante en el Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social de su país), y también inquieta por incorporar esa mirada en sus trabajos con las comunidades indígenas. Porque desde los ojos de esta mujer la diversidad es, ante todo, una declaración de principios: lo diverso está allí, adelante, alrededor, en el aire, y por lo tanto la única manera de tratarlo es –por supuesto– con los ojos bien abiertos. Sólo así cree posible el trazar estrategias para escapar a lo uniforme y los modelos en cualquier campo, y especialmente tratándose de problemáticas de género.
–El trabajo más importante que he realizado en el campo de la cultura ha sido la dirección del Instituto Nacional de Cultura, en el año 2001, cuando –luego de la lucha contra (Alberto) Fujimori, y del gobierno de transición– se recupera la democracia y se inicia la actual gestión de (Alejandro) Toledo. Durante ese primer año me nombran al frente del Instituto, que es la autoridad máxima de la política cultural del país. Eso implicaba diseñar una política a partir del reconocimiento de las diversas formas de expresión, en especial en Perú, donde hay una riqueza arqueológica monumental muy grande –tenemos más de 100 mil sitios arqueológicos–, pero donde el énfasis está puesto en el patrimonio tangible, y no en lo relacionado con el patrimonio intangible, que es el reconocimiento y la valoración de los seres humanos, que en Perú se constituyen dentro de diferentes grupos culturales. Eso es dejar de lado la riqueza del capital humano, el no reconocer el valor de estas manifestaciones de la diversidad cultural a nivel nacional. Esa es una práctica que se arrastra desde los tiempos de la conquista, que aplicó políticas de exclusión, de desprecio hacia las poblaciones “indígenas” –llamarlas así es un error, esto no es la India–, y que han ido organizando sistemas de nación a partir de la República. Este desconocimiento de la diversidad cultural es una política de agresión, de desvalorización, que ha llevado a tener una población muy rica en susmanifestaciones culturales, pero muy desvalorizada por sí misma. La propia población sufre problemas terribles de falta de reconocimiento y de pérdida de autoestima.
–¿No se ven como legítimos?
–No, y tampoco se ven como valiosos, porque durante muchos años han sido marcados por el no reconocimiento. La valoración que uno desarrolla está en función con la relación que estableces con el otro y cómo te ubicas tú en esa relación. Yo creo que el gran problema del Perú es su desprecio por el capital humano: hay una riqueza cultural inmensa, pero hay una contradicción en el manejo de esa riqueza, porque se exalta el pasado pre hispánico y se denigra a la población actual, se la desprecia, se la excluye.
–¿Cómo cruzás en esa situación la perspectiva de género?
–Es que dentro de eso no está legitimado el derecho a la diversidad, el derecho a ser diferente del otro, el derecho a ser reconocido en la diferencia. Y a esto quería llegar, porque esto no es solamente un asunto lingüístico, étnico, cultural, racial, sino que es también, y de manera muy tangible, un asunto de género. El tratamiento de los derechos de género, del reconocimiento de la condición femenina y masculina como reconocimiento de la manera de ser humano aparecen también golpeados, no reconocidos. El principal tema del género en una realidad con una diversidad cultural tan grande es, justamente, la falta de derecho a ser reconocido, a la diversidad, a lo que implica ser mujer en relación con la diferencia frente a lo masculino, a lo patriarcal, que es lo establecido. La política que no aboga por la diversidad siempre está señalando que hay algo establecido, que hay que construir una manera ideal de cómo deben ser las cosas.
–¿Negar la diversidad es ratificar un modelo hegemónico?
–Sí. Sostiene una manera ideal de cómo hacer las cosas, que ingresa en el imaginario como el deber ser. Entonces, dentro de este imaginario están cuáles son los derechos que tienen los hombres, y que también deberían tener las mujeres, lo cual es cierto en términos del campo del derecho, pero no es una verdad absoluta. Ahí falta el derecho que tiene la mujer a ser diferente del hombre. Ese es un derecho fundamental en las relaciones de género. Yo siempre digo que el derecho de la mujer no es el derecho a la igualdad, sino el derecho a la diversidad, es el derecho a ser reconocida en su diversidad. Su desarrollo como ser humano es distinto, particular, diverso, diferente al de los hombres. Cuando se dice no hay igualdad en los derechos, un momentito. Hay algunos aspectos en que sí podemos decirlo, porque obviamente formamos parte de la misma especie humana. Pero hay una manera de ser humanos en todo, desde cómo sentimos, cómo tocamos, cómo nos sensibilizamos, cómo amamos nuestro cuerpo, la
relación con nuestro ciclo biológico, en la función de nuestro organismo, la maternidad, la manera cómo nos presentamos como seres humanos. Y yo creo que tenemos que reivindicar el derecho de la mujer a expresar su diversidad.
–¿Reclamar la diversidad y no la igualdad, como estrategia?
–Es que en la lucha por los derechos de la mujer muchas veces se esconde el tema de la diversidad, el derecho a ser diferente del hombre, a tener derechos para poder realizarse plenamente con todos los aspectos que implican, desde las funciones biológicas, fisiológicas, racionales. Es decir, la construcción de un espacio dentro de este mundo que está obviamente interrelacionado pero donde se hace vigente, donde se reconoce que es un mundo en el que la principal diferencia que existe es la diferencia de género, y que esa diferencia tiene que ser abordada en términos de que si hay derechos sociales para uno hay que pensar que ese uno está desdoblado en dos maneras de entender el derecho social. Entonces, la construcción del deber ser está directamente relacionada con un proceso de autodenigración. ¿Por qué? Porque hay patrones uniformes,que vienen de nuestra tradición occidental, cristiana, en la que las cosas son de una manera: hay una verdad, hay una religión...
–La alteridad apareciendo como falencia.
–Claro, porque en la mentalidad occidental la alteridad es una falencia, nosotras nos pensamos a nosotras mismas, en tanto mujeres, como no-hombres, y entonces seríamos la falencia en el ser humano. El que no está dentro de las pautas del llamado mundo occidental y moderno aparece como el carente, el que no tiene lo que la modernidad sí contiene. Hasta las políticas de desarrollo se diseñan en función de cómo lograr darle esos contenidos, para que pueda ser como los demás. Pero no se está reivindicando el derecho a ser diferente. Porque no existe el derecho a ser diferente, existe un derecho uniforme, existe un derecho para todos. En eso, los movimientos de reivindicación de la mujer, de reivindicación de los grupos indígenas, de reivindicación de las expresiones culturales particulares de nuestros países terminan por desconocer este derecho a ser diferentes. Y así están tratando de decir: “No somos tan distintos, ténganos en cuenta”. Y eso es peligrosísimo. Eso es finalmente contribuir a la exclusión, porque no hay que decir “no somos tan diferentes”. Por el contrario, hay que decir: “somos muy distintos”. Y a partir de esa diferencia es que tenemos el mismo derecho a ser reconocidos, y por favor
construyamos juntos ese espacio en el que nos sintamos cómodos, porque de lo que se trata es de sentirse cómodos en este mundo de relaciones. Lo que somos es producto de lo que sabemos del otro, de lo que sentimos, lo que pensamos, en relación con nosotros y en relación siempre con los demás. Ser diferentes es estar permanentemente teniendo capacidad de dar respuesta desde nuestra diferencia. Entonces, ¿por qué tenemos esa voluntad de decir “qué parecidos somos”? ¡Mentira! somos muy distintos, y en esa diferencia es que tenemos que encontrar nuestra esencia, que no nos hace ni mejor ni peor: nos permite encontrarnos con nosotros. La relación con el otro es siempre una relación que tiene que partir de reivindicar lo que uno es, no como carente sino como portador de una visión, de una identidad propia, que siempre está en diálogo con lo que sucede afuera.