las12

Viernes, 8 de octubre de 2004

SOCIEDAD

La jueza

Alicia Ramallo supo poner paños fríos a la ansiedad mediática por encontrar algún dato escabroso más después de la masacre de Carmen de Patagones. Con las mismas herramientas con que cuenta cualquier otro juez, esta mujer eligió capear la tormenta aferrándose al mástil de la ley.

 Por Soledad Vallejos

Fue brevemente cuestionada, pero casi en voz baja, si no con vergüenza al menos con ese resto de pudor que da elevar una voz disonante cuando las posibilidades de éxito se vislumbran escasas o con la timidez de quien teme recibir respuestas contundentes y sólidas. Cuando movileros y movileras se apuraban por llenar preciosos segundos de aire y los conductores hacían gala de capacidades impecables para hacer estallar el tema en cientos de astillas sensacionalistas, a ella le bastaron 45 minutos para poner paños fríos al show. La jueza Alicia Ramallo hizo lo que hasta entonces nadie había pensado hacer: habló de “el chico”, disolvió las acusaciones que llovían abiertamente sobre el padre, explicó que el proceso sólo podría avanzar cuando empezara a retornar la “serenidad” y puso su cuerpo (institucional) para frenar la escalada de sed punitiva. Aunque fue una de las mujeres más buscadas por la prensa en la semana –o quizá por eso–, prácticamente nada es lo que se sabe de ella: revista como titular del Juzgado de Menores Nº 1 de Bahía Blanca; instruyó a cuantos trabajan con ella (las secretarias Marina Simone y Claudia Olivera y los auxiliares letrados Flavia Compagnoni y Mauricio del Cero) para que no accedieran a divulgar información sobre la causa y tampoco sobre ella misma, y en el ejercicio de su deber laboral es puntillosa hasta las últimas consecuencias. De hecho, si el jueves de la semana pasada dio una conferencia de prensa, lo hizo sólo tras haber obtenido el permiso pertinente de la Suprema Corte bonaerense.
Para sentarse ante las cámaras de televisión, la jueza Ramallo detectó y decidió enfrentar en primer lugar un proceso que parecía irreversible: la constitución mediática del monstruo, una suerte de continuidad siglo XXI del degenerado que cubría profusamente las páginas de los periódicos populares de principios del siglo XX para conjurar los temores frente al otro de manera eficaz. Ya desde el mediodía del martes 28, Rafael S. empezaba a ser nombrado en los medios como “el asesino” o “el homicida”, y si hubo una noticia que amenazara con restar espacio a las muertes de Carmen de Patagones, ésa sólo fue una: que Junior era menor de edad y, por lo tanto, inimputable de acuerdo con la ley 22.278. Cuando el empecinamiento estaba en retratar a una sociedad desconcertada por el impacto inicial, emergían los titulares destacando la imposibilidad jurídica –leída generosamente en términos de carencia legal, y no como garantismo acorde con los Derechos del Niño– de sentar al chico que había abierto fuego en la escuela en un banquillo, frente a un juez en lo penal, para castigarlo con el peso de la privación de la libertad. Entre tanto, el Congreso Nacional debatía, en los mismos días pero sin tanta visibilidad, un nuevo marco jurídico para la minoridad, y la Cámara de Diputados daba media sanción a un proyecto que –en lugar de reconocer en los menores a los jóvenes y de cambiar tutela por responsabilidad, como planteaba la iniciativa original, que había sido trabajosamente consensuada entre ONGs y especialistas y hasta entonces parecía contar con el aval del gobierno– profundizaba el abismo legal que reserva para niños y niñas pobres el mundo de los institutos de menores y el limbo tutelar. “Acá –dijo Alicia Ramallo en esos 45 minutos que se tomó para ser el centro de las miradas en la primera conferencia de prensa y desmalezar discursos de reacciones apresuradas – no se trata de buscar si fue o no culpable. De hecho, él lo reconoce. Y no se le tomó declaración indagatoria porque es inimputable. Simplemente se le preguntó si quería declarar: se le dijo que era importante que lo hiciera y que dijera qué había pasado, porque él está pidiendo ayuda. Tuvo un momento de reflexión, no respondió inmediatamente. La audiencia duró una hora y media.” Habló de él como “el chico” y con prolijidad insistió en que “es menor de edad, por lo que fue sobreseído tal como lo establece la ley 22.278, que así lo dispone para todo delito cometido por un menor de 16 años, sea cual fuere su gravedad”. Desarmó, con la misma sencillez, los fantasmas de la familia anormal que habría criado a Junior, y barrió con las acusaciones de irresponsabilidad que empezaban a envolverlos: es “gente humilde, que está desconcertada, shockeada, muy triste, y que no comprende qué ha pasado”, su padre observaba con fidelidad el reglamento de Prefectura al guardar su arma en su casa, su madre “abrió las puertas” para que personal judicial buscara diarios íntimos o escritos de Rafael, su hermano menor es “otra criatura que está siendo víctima de todo esto” porque “ha perdido el colegio, ha perdido a sus amigos, a sus compañeros, su barrio”. Ordenó leer fragmentos de los Derechos del Niño que velan por la privacidad y la identidad de los jóvenes. Hizo hincapié en que Junior es “un adolescente” al que es preciso mantener “alejado del periodismo”, y que, en adelante, estará bajo su tutela, hasta que considere que cesaron los motivos de su internación, de acuerdo con una ley civil y no –remarcó nuevamente– penal.
En medio del tembladeral y en un escenario poco acostumbrado a las reservas ante la posibilidad del estrellato y la respuesta fácil, la jueza Ramallo se sirvió de lo más difícil para pisar firme: se mantuvo apegada con firmeza a la letra de la ley. Con ese gesto, convirtió lecturas simplistas y reclamos demonizadores en palabras vacías ante lo que, en realidad, hay enfrente: un lugar de incertidumbres, en el que de nada sirven las peroratas que buscan sacrificar a un otro en pos de lograr seguridades tranquilizadoras. Si –además de velar por Junior y su familia– algo hizo Alicia Ramallo con su sensatez y corrección abrumadoras, fue revelar la complejidad de un terreno al que nadie quiere asomarse. Eso perfectamente puede llamarse valentía.

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