URBANIDADES
No hay razones
Por Marta Dillon
Por qué no me podés perdonar? ¿Por qué no podemos ser amigos? Los varones –algunos varones, sí– suelen hacer preguntas que resultarían ridículas si no fueran francamente dolorosas, directamente insultantes. ¿Hay que decir que es una suerte que ella sea capaz de contestar con un no que estalla al mismo tiempo que el tubo sobre la horquilla (vaya antigüedad, el tubo sobre la horquilla)? Las situaciones límites nos llevan a todos a decir pavadas, del tipo gracias a la enfermedad que me hizo cambiar de vida. Algo así sería alegrarse porque fue capaz de cortar el teléfono y no volver a atender (aun cuando suene diez veces seguidas, a cualquier hora, tantos días después) después de que tuvo que ocultar sus brazos moreteados con pudorosas mangas largas justo en esos pocos días de calor que trajo la primavera. Es así, a veces hay que darse la cabeza contra la pared para encontrar el límite. Hay que sentir el cuerpo enajenado por la violencia que reclama sumisión como se le exige a una mascota atada a la puerta de la panadería que se quede quieta y no ladre. Que mueva la cola de sólo ver al amo, porque si no el amo le va a enseñar a alegrarse cuando corresponde, a gozar como se debe, a conservar su lugar entre las cosas. Y lo cierto es que una (ella, cualquiera) se va quedando quieta porque la soga se teje lentamente. Pequeños rechazos trenzan los primeros nudos, esa indiferencia bien cultivada que le permite a él decir que prefiere el fútbol antes que a ella o un buen programa de televisión antes que un polvo que no tiene la necesidad compulsiva de echarse (¿o hay otra razón para el sexo?). Entonces ella (una) se pregunta por qué, qué tendré que hacer, qué me falta, qué desea señor. Pero los primeros nudos ajustan demasiado y es posible que la soga se corte y él quede con el cabo en la mano, pidiendo rescate por lo perdido, poniendo en práctica un tejido más fino, hecho de pequeñas extorsiones, llantos de madrugada, sin vos no vivo, sin vos me mato, compartamos un mate, seamos amigos, yo sé que te gusta, antes te gustaba. Y sí, le (nos) gustaba, por algo pedía (ella, cualquiera) al costado de la pantalla un guiño de sus ojos. Entonces él entra y de pronto es un buen amante (un centímetro más de soga), deja flores en el escritorio, comprende que la vida es bella a su lado, que la intimidad compartida todavía le permite hacer mapas por su cuerpo. Y cree que eso es todo, que ella volvió al estante de las cosas quietas. Pero bueno, ella no es boluda, una no está exenta de que le pase, pero algo aprendió en la vida, hay puntos de comparación, la vida es bella sobre todo sin estar a su lado. Pero el collar de la extorsión presiona sobre el cuello, y él lo ajusta mostrándose enamorado a la vista de todos. A un hombre enamorado se le permiten tropezones y caídas, conmueve su llanto ¿por qué una (ella) no entiende su desesperación? Ella la entiende, pero ya no está ahí para calmarla. Y él se da cuenta; porque él la espía. Revisa sus cosas, qué importa, si no tiene nada que ocultar. Esa era su casa también y de tanto en tanto la mea, como los gatos. Y como los animales descubre otro olor, y ese olor lo enfurece, lo hace zamarrearla como a una muñeca rota, escupir insultos como gargajos, amenazar con cojerla como si desovara. Ella no lo va a contar después, cree él. Una no quiere contar esas cosas cuando es una mujer joven e independiente, habrá pensado él. Pero una no es boluda, tarda, es cierto, pero lo cuenta. Lo cuenta a quienes conviven con ambos en el lugar de trabajo. Ve el estupor y la bronca en quienes se reconocen, ve la compresión de quienes lo comprenden, porque él, pobre, es un hombre enamorado y necesita comprensión; ella no debería verlo fuera del trabajo, le advierten, debe ser así la relación entre ellos, piensan. Todos y todas en el lugar de trabajo saben (sabemos) que no hay derecho, que no puede ser. Pero hay demasiadas cosas que no sabemos. ¿Escracharlo?, ¿denunciarlo?, ¿devolverle el nudo de su soga?, ¿tomar conciencia de que esto es un delito y como taldejó de ser privado? Como sea, nos faltan herramientas. Mientras, él sigue con su guión de hombre arrepentido, aunque no tanto como para dejar de llamar, de acosar, de amenazar. Otra vez lo están haciendo calentar, ¿por qué no pueden ser amigos?, ¿por qué no lo puede perdonar?
Porque no, cariño, porque es patética tu puesta en escena. Porque no hay razones, no hay derecho.