las12

Viernes, 31 de diciembre de 2004

PSICO

Un caso

El seudónimo que eligió para sí Sidonie Csillag es una discreta reparación a la anomia a la que la condenó Sigmund Freud cada vez que expuso su caso: el de “la joven homosexual” a quien además de no poder nombrar, tampoco pudo analizar. Una biografía de esta precoz mujer moderna escrita por dos coetáneas y otro del psicoanalista Jean Allouch recuperan una cadena de experiencias de las que todavía es posible aprender.

 Por María Moreno

Evidentemente para Sigmund Freud la conducta de ciertas mujeres no tiene nombre. Porque en su artículo Sobre psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina se refiere a una muchacha a quien no nombrará sino con alusiones y cuyas palabras no citará textualmente. Entre las doras y las irmas, las isabeles y las anas, que se cuentan en sus casos, ella aparecerá como “la homosexual” o, más piadosamente, “la muchacha”, anónima por la discreción profesional. Hoy, gracias al libro Sidonie Csillag la joven homosexual de Freud de las vienesas Inés Rieder y Diana Voigt y, en menor medida, La sombra de tu perro, discurso psicoanalítico, discurso lesbiano de Jean Allouch, editados por El Cuenco de Plata, podemos ponerle, sino un nombre, un seudónimo, un rostro y una versión (ella exigió que se preservara su anonimato a través de un nombre inventado). Primera imagen de Sidonie Csillag (alias Sidy): posando con camisa marinera y moño plastrón, desde el interior de un retrato oval, cuando aún sus ojos no se posaron en su más célebre amor prohibido, la baronesa Leonie von Puttkamer. En ciertos aspectos, ambos libros no cuestionan la veracidad de Freud respecto de la “joven homosexual” aunque arman un puzzle mucho más rico con la historia de esta precoz mujer moderna.

La otra cara del vals
En la década del ‘20, un padre irascible entrega (para que la estudie y la cure) a otro padre –también irascible pero sabio– a su hija desalmada o, mejor dicho, cuya alma parece pertenecer a otra dama, al parecer una cocotte que, a su vez, vive con una tercera dama. La joven exhíbese con ella por todas partes –cuenta el primer padre al segundo–, tómala de la mano, chúpale la punta de un guante, espérala detrás de un ramo de gardenias en la parada del tranvía.
El profesor se sienta en su sofá de crin, bajo el viejo grabado del templo de Karnak y escucha y replica a lo largo de ¿cuánto? Horas, días, meses.
En su célebre artículo dice que no va a decir todo, pudorosamente necesita encubrir “un caso reciente”. Habrá que creer puesto que es él, Freud, quien concluye. Luego, trazando unárbol genealógico encuentra, como suele decir, petróleo, pero sin advertir o no informar sobre lo significativo de que el padre de la chica sea petrolero. Ella, una muchacha sana y sin problemas en la menstruación que hasta tuvo, a los catorce años, una conmovedora predilección por un niño de tres –sugiriendo un precoz instinto maternal– sufre una terrible decepción: precisamente cuando estaba reviviendo su Complejo de Edipo y fantaseaba con tener un hijo del padre, fue que su madre –por otra parte una mujer coqueta y bastante desilusionada de multiplicar hijos (tenía cuatro) y no admiradores– quedó nuevamente embarazada. Entonces vinieron para la muchacha los flirteos con una profesora, una actriz y por último la tal cocotte que, al parecer, se pasaba los besuqueros de Viena por el forro del tapado.
“Nuestra muchacha había rechazado de sí, después de aquel desengaño, el deseo de un hijo, el amor al hombre y, en general, su femineidad. En este punto podían haber sucedido muchas cosas, lo que sucedió en realidad fue lo más extremo. Se transformó en hombre y tomó como objeto erótico a la madre en lugar de al padre”, exageró el profesor para concluir que, de este modo, Sidonie le dejaba a esta última todo el campo libre (Viena, la ciudad) para retozar con masculinidades de diversas raleas.
En el libro de Inés Rieder y Diana Voigt se testimonia que ante estas conclusiones la paciente por delegación –era su padre el que solicitaba un análisis, no ella– se fue a protestar indignada contra ese cretino a un bar y en compañía de su amada.
¿Una homosexual? Una mujer tan apasionada por el hombre que no querrámás que uno, el padre. Pero hay algo más en la letanía freudiana.”La esbelta figura, la severa belleza y el duro carácter de aquella señora (la amada) recordaba a la sujeto la personalidad del hermano mayor.” Es decir, una mujer puede amar a otra mujer sólo como un hombre a otro hombre, según el modelo de la homosexualidad masculina. Un día, mientras Sidonie pasea con su amada, se cruza con la mirada terrible de su padre. La amada, al saber quién era ese señor de ojos rasputinianos, la trata duramente y le exige que se vaya. Esta, entonces, se arroja en el foso del tranvía.
¿Autocastigo? ¿Extorsión? Freud opina que es el retorno del deseo negado ya que saltar significa parir. Luego de su caída (en la fosa) Sidonie comienza a asistir –por pedido paterno– a las sesiones de la Bregase 19. Cinco veces por semana –nos enteramos ahora–, Sidonie se recuesta en el diván de cabezal duro al que suele encontrar con una colcha rebuscada puesta a la altura de los pies. Se dice que, a menudo, “el profesor rasca con impaciencia el sofá de crin, que se revuelca como un pulguiento (es un pensador que hace ruido). Y entonces habla, y se queja luego por escrito”. “En una ocasión en que hube de explicarle una parte importante de nuestra teoría, íntimamente relacionada con su caso, exclamó con acento inimitable ‘qué interesante es todo eso’, como una señora de buena sociedad que visita un museo y mira a través de sus impertinentes una serie de objetos que la tienen completamente sin cuidado.” Pero ¿y el amor de transferencia?: de existir, Freud se preocupará por encontrar una evidente y anticipada aversión hacia el hombre (sino él debería haber tenido que sospechar acerca de la existencia su propia femineidad). Según Freud, Sidonie miente a su padre para poder seguir acosando a su amada y eludir la vigilancia de los criados. Incluso se ha acostumbrado a ser locuaz en las coartadas requeridas, si no entre el trono y el altar, entre el bargueño y la mesa del comedor. Y también miente al profesor contándole unos sueños “normalmente deformados y expresados en correcto lenguaje onírico que anticipaban la curación de la inversión por el tratamiento analítico, expresaban la alegría de la sujeto por los horizontes que se abrían ante ella y confesaban el deseo de lograr el amor de un hombre y tener hijos”.
A pesar de que los sueños estaban “normalmente deformados y expresados en correcto lenguaje onírico”, la prueba de que eran falsos la constituía, para Freud, el hecho de que la joven, en estado de vigilia, amenazaba con un casamiento por interés, para eludir y engañar nuevamente al padre y mantener el amor de su amada: “Guiado por un pequeño indicio, le comuniqué un día que no prestaba ninguna fe a tales sueños, los cuales eran mentirosos o disimulados, persiguiendo tan sólo la intención de engañarme como ella solía engañar a su padre. Los hechos me dieron la razón, pues, a partir de ese momento, no volvieron a presentarse tales sueños. Creo, sin embargo, que además de este propósito de engañarme integraban también estos sueños el de ganar mi estimación constituyendo una tentativa de conquistar mi interés y mi buena opinión quizás tan sólo para defraudarme más profundamente luego”, larga el profesor. De ese modo se entroniza nuevamente en su lugar de sucedáneo paterno, pero no dejemos de recordar el efecto que él adjudicaba “a la defraudación”: ¡la inversión sexual!
Freud, para evitar estos equívocos, y luego de incurrir tranquilamente en el acto de que el autor de la célebre obra Teoría de la interpretación de los sueños, prohíba contar sueños, envía a Sidonie a confesarse con una analista mujer, entregándole una tarjetita escrita con letra nerviosa.
Aunque en el escrito de Freud no aparece jamás la palabra de su paciente, se puede concluir como Freud, que la indiferencia de la baronesa hacia ella, lejos de angustiarla, parecía servir mejor a sus fines (los de un caballero menos interesado en quedarse con la dama que en vengarla por las violaciones de sus amantes). Como los artistas-señores de esa Viena pletórica de arte y política, ella intentaba crear sobre ese cuerpo unanueva cartografía amorosa que se opusiera con besos, caricias y palabras de cortejo a la urgente lascivia victoriana, sirvienta del goce fálico. La muchacha se mostraba en público con la amiga “malfamada” para sacar a la luz del día lo que los vieneses como su padre solían dejar en el secreto de la garçonière: el objeto erótico degradado. Quería demostrar, al parecer, que se puede amar a alguien pero también poner en tela de juicio el patrón de amor. O mintiéndole a una ciencia mentirosa con la vieja estrategia femenina que mezcla mimetismo e ironía, evitó, al menos por un tiempo, enfermarse. El mismo profesor dijo –con la inconsciente honradez de su ambivalencia– que le sorprendía que la muchacha no fuera una neurótica. Y Sidonie Csillag la joven homosexual de Freud lo atestigua. Y allí Sidonie –a través de sus biógrafas-testigo– dice que aquel día en que paseaba con su amada, su padre no la vio. Para ella, el intento de suicidio se debió al haberle fallado a su amada por haber corrido hacia su padre, como si se avergonzara de ella. Fue el reproche de ésta lo que la hizo caer. Jean Allouch llamará a esta versión “estratégica”. ¿Acaso, veremos más tarde, la suya no lo es?

La cocotte descocada
Sidonie Csillag conoció a la baronesa Leonie von Puttkamer cuando ésta vivía en ménage-à-trois con Ernst Waldmann, comerciante en grasa, y su mujer, Klara, a la que Sidonie describirá ante Inés y Diana como fea y gorda.
Leonie von Puttkamer, de la aristocracia prusiana, caída en el movimiento demimondaine de Europa, solía asustar a su admiradora con sus historias de infancia donde ella, envuelta en pieles de zorro, azotaba a los ponies de su trineo, sugiriéndole complejas imágenes sadomasoquistas. Casada ocasionalmente con el presidente de la Cámara Agrícola de Austria, Albert Gessmann, era una libertina de lengua picante que no dejaba de hacer circular dinero de sus amantes varones a sus amantes mujeres. Solía levantar mujeres en la Pensión Elvira donde, por lo menos, obtuvo los favores de la dama de honor de una princesa. Sus diversiones, consentidas por su marido, un hombre bajo, gordo y artrítico que tenía un gabinete para hacer fotos porno en el sótano de su casa, incluían especies que iban más allá de la hembra humana. Inés Rieder y Diana Voigt cuentan –seguramente en nombre de Sidonie– que su criada Gisele Spitra les facilitó a la baronesa y una de sus amantes, Carola Horn, dos pecesitos que ubicó por razones técnicas en el bidé. Y que las dos mujeres se divirtieron mucho usando a esos vibradores de agua a los que torturaron hasta la muerte. Al fin, el marido de la baronesa, celoso y harto, la acusó de querer envenenarlo con una gotas de arsénico en el café. Entonces, se las arregló para que, mientras sufría unos simples dolores de barriga, viniera un médico y se llevara una muestra de café para analizarla. El café no tenía suficiente arsénico como para matarlo, pero eso se supo mucho más tarde. Como suele suceder en las parejas de fiesteros, el pacto era de consentimiento mutuo y asociación ocasional: Albert, autoapodado Bertschie, solía llevarle a la Baronesa jóvenes varones para que se acostara con ellos antes de que él hiciera su usufructo de voyeur, cabalgándola. Luego se quejaba por carta: “Yo que soy cortejado y deseado por tantas mujeres, ¡tengo que tener afición justo por aquella mujer que no me puede ni ver! ¡Y para eso debo trabajar, para eso debo mantener a esta mujer!”
Las querellas entre los dos llegaron tan lejos que, amén de ser la comidilla de los periódicos, ella fue a parar al Tribunal Regional de Viena, adonde su principal defensora fue Sidonie Csillag, la joven admiradora que le hacía el amor cortés. Ésta no sólo ayudó a fijar los argumentos de la defensa sino que intentó probar cómo el envenenamiento era una farsa de Gessmann que quería tener totalmente en sus manos eldestino de su mujer. “Él, que por su profesión de agrimensor trata mucho con exámenes clínicos y seguramente conoce los efectos de los venenos, puede haber introducido esta pequeña cantidad de arsénico por sí mismo en el recipiente”, declaró ante la policía. Cuando Gessmann vio que el asunto del veneno era difícil de probar, decidió involucrar a su esposa en el 129 bis que prohibía las relaciones contrarias a la naturaleza. Sidonie, sobornando a una criada, rescató las cartas que Leonie les había dirigido a sus amantes, muchas de ellas cabareteras. Leonie, a su vez, acusó a Gessman de obseso sexual, amén de que, por su artritis, ella misma debía colocarlo en la posición del misionero y recogerlo cuando, luego del coito, caía pesadamente de costado. La baronesa sabía lidiar con la ley desde que su padre dejó de mandarle la pensión, acusándola de prácticas degeneradas. Entonces ella le hizo un juicio por alimentos. Cuando Bertschi se puso realmente pesado lo denunció, en 1924, por difamación, extorsión, inducción según el artículo 129 bis y engaño a la autoridad.
La baronesa Puttkamer, si bien se complacía en leerle a Sidonie un librito obsceno llamado Josefine Mutzenbacher, jamás la involucró en sus aventuras y cuando, después de la guerra, las dos se reencontraron en París, todavía aceptó que le chupara insistentemente los guantes. Sólo que su amante de entonces, una tal Magda, las pescó in fraganti y amenazó a Sidonie con entregarla a la Gestapo (ella era de origen judío).

Sidy, Sigmund y otros psi
El psicoanalista Jean Allouch denuncia al comienzo de La sombra de tu perro el hecho de que la International Psychoanalitic Association se negara a presentar de sus pasillos hacia adentro, a través del libro de Inés Rieder y Diana Voigt, al menos con un nombre político, a “la joven homosexual”. También alienta a releer el artículo de Freud, no sólo a la luz de la versión transmitida por Inés Rieder y Diana Voigt, sino del hecho de que Anna Freud fuese lesbiana. Para lo que nos recuerda el interés de Freud en alentar la relación entre Anna y Lou Andreas Salomé y el hecho de que ambas ingresaran a la Asociación Piscoanalítica de Viena al mismo tiempo. “Si hoy existen efectivamente dos campos distintos, el campo freudiano y el campo gay y lesbiano, debemos señalar además que al poner a una lesbiana al frente de la IPA Freud escogía más bien el segundo antes que el primero, lo cual arroja una nueva luz sobre la erótica de la controversia Anna Freud/Melanie Klein”, provoca. (Obviamente Las 12 no se ocupará de iluminar sobre esta controversia, al menos en verano). Luego cuenta un diálogo entre Juan David Nasio y Lacan:
Nasio: –¿Qué significa esa ‘mano de mono’?
Lacan: –Es la masturbación.
Nasio: –¡Pero se trata de Freud!
Lacan: –¿No sabía que Freud era un gran masturbador?
Allouch termina por afirmar que la pastoral analítica no es más ni menos que un padre que se masturba.
Pero, ¿es Jean Allouch un analista menos prejuicioso? Sus impactos de efecto parecen estar dirigidos demagógicamente a la comunidad GLTTBI, como diciéndole “yo soy diferente”. Sin embargo su libro, que tiene valiosas observaciones sobre el amor de las damas por sus perritos y sobre el amor en general, no deja de ser una corrección de cómo Freud y Lacan leyeron el caso de la “bella homosexual”. Un debate escolástico interno, dentro de la pastoral y sus políticas, acerca de conceptos como acting out y el pasaje al acto, una historización del hallazgo teórico lacaniano llamado objeto A. Del libro de Inés Rieder y Diana Voigt sólo le interesan las 70 primeras páginas (tiene 413). Y si hace el elogio de Sidonie Csillag como maestra, por sobre Freud, y sobre todos los aspectos de su vida, que enumera, la exageración vuelve irrisoria su propuesta, más una provocación para con sus enemigos políticos que un reconocimiento. Y su elogio einvención de lo que llama el amor perro, como metáfora del amor incondicional y sin deseo de realización, debería atender a lo que éste enseña de fidelidad por sobre la contingencia y la reciprocidad, más que sobre la obediencia y el dominio. Sidy amó perramente a la baronesa pero ésta –y no es poco– la preservó como excepción y refugio fuera de sus series libertinas. Allouch sugiere que este libro –el de Inés y Diana, no el suyo– y esta mujer no tendrían tanto interés si la bautizada Sidonie no hubiera sido aquella paciente sin nombre de Freud. Pero también se podría pensar que ella, a la que él llama con razón “maestra” –menos por lo que sabe que por lo que los reconocidos maestros no saben de ella– se valió de su relación con Freud para hacernos llegar eso que –Allouch lo dice bien– ella enseña existiendo.
Digresión: Allouch está muy preocupado por el hecho de que Freud tuviera varios perros de la misma raza con el mismo nombre: “¿En qué se convierte el duelo fruediano teniendo en cuenta semejante práctica?”, pregunta. Pero esa práctica no es una singularidad de la casa Freud sino una costumbre común. Y si, como dice Allouch, un perro jamás confunde a su amo con otro, el amo no confunde a un perro con otro –aunque sean iguales– y sucesivos cachorros de la misma raza no le ahorran el duelo del muerto.
Allouch erige a Sidonie en maestra oponiéndola, en cierto modo, al lesbianismo militante que “impugna el falocentrismo, el Nombre del padre y tutti cuanti”, afirmándose en la misma Sidonie cuya práctica y palabra parecía dirigirse a una mujer por vez y en el nombre propio. Sin embargo –y no hace falta que Inés Rieder y Diana Voigt saquen las pancartas– Sidonie Csillag, la “joven homosexual de Freud”, es también un testimonio histórico sobre la situación de los no alineados de Eros en la Viena del principio de siglo hasta la ocupación nazi y más allá.
La excepción Csillag sólo pudo perfeccionar su soberanía a través de tres intentos de suicidio. Su biografía testimonia que, amén de tirarse a la fosa del tranvía, tomó veneno cuando comprendió que no podía tener a su amada para sí y se pegó un tiro para evitar casarse con un hombre. Aunque por lo menos amó a dos y se casó con uno: un militar vividor por el que ella se dejó desplumar, para por fin, cumplido el mandato de normalidad, hacer su vida.
“Diana Voigt no dejará de apostar que, si tuviera que volver a empezar, Sidonie Csillag repetiría su rechazo del coger, por la sencilla razón de que tal rechazo se ajusta perfectamente a su dominio de sí”, escribe Allouch, pero luego de sugerir que acaso ese rechazo radical a la experiencia sexual era un síntoma que pudiera haber sido tratado en un análisis, de haberlo decidido ella y no su padre. Lo que es seguro es que Allouch, en sus dos correcciones, a Freud y a Lacan, se pone en el lugar de la enseñanza. ¿De Sidonie Csillag? ¿Envidia de una paciente?
Un siglo de felicidad
Quien ha vivido una vida con decisión y por sobre las circunstancias, muere feliz. Sidonie amó a varias mujeres más. Cuando estaba casada se enamoró de una tal Wjera Rothballer, que le preguntó mientras ella la acariciaba: “¿Cómo le haces esto a tu marido?”
–Mi marido tiene a la mujer que ama. Yo no –contestó.
La “joven homosexual” viajó por todo el mundo hasta llegar a la Cuba de Fidel Castro. Se enamoró de un mono en Tailandia. Fue abandonada por el amor que ella, Sidonie, concedía a su perro Petzy. Trabajó de ama de llaves de una lesbiana norteamericana que leía novelas llamadas Paseando a solas por los solitarios bosques de lesbos o Bahía de la libido. En EE.UU., llegó a vivir de una pensión de la seguridad social de 69 dólares. En 1999, Sidonie Csillag está alojada en Frauenheimgasse, un hogar para ancianas de Caritas, en Viena. Claro que ella no se junta con las ancianas sino con sus dos nuevas amigas y biógrafas Inés Rieder y Diana Voigt quela llevan al Café Willendorf, en la mansión rosa-lila donde ve sorprendida a gays y lesbianas que beben y, ocasionalmente, se acarician. Tiene 99 años y se da el lujo de hacer observaciones sociológicas: sobre las mujeres femeninas a las que no se les nota, las otras que no le gustan, los transexuales a los que no entiende, los gays que le siguen encantando. La llevan a ver Señor de los caballos, ya que nunca dejó de amar a los animales aunque no ladren. Como la vejez la ha vuelto inimputable comenta la película en voz demasiado alta y –como siempre, a la hora de los besos– protesta “¡qué barbaridad!”. Pero en el subte todos sonríen con benevolencia cuando, mirando a una chica con minifalda, dice “¡qué linda piernas tiene!”. Ya se han muerto tanto sus amores como sus rivales. Por las noches hace el puzzle de una gran fragata española, bajo el retrato de Sissi y Francisco José. Sigue alimentándose apenas de fruta y yogur (Allouch ha olvidado que también fue maestra de dietética). En su lecho de muerte, cuando le muestran la foto de la baronesa, abre los ojos y dice: “A ésa una vez la quise mucho”.
Si Sidonie Csillag no ha olvidado a Freud, éste tampoco la ha olvidado. No hay razones para poner en cuestión lo que ella cuenta: que él, al despedirse de ella, le haya dicho “Usted tiene unos ojos tan inteligentes. No quisiera la vida con usted en calidad de enemigo”.
Las enseñanzas de Sidonie Csillag pueden perseguirse leyendo, uno detrás del otro, estos dos libros donde las fotografías de tapa permiten, si se los coloca juntos, que sus ojos vuelvan a mirar a la baronesa.

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Primera imagen de Sidonie
 
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