las12

Viernes, 7 de enero de 2005

JUSTICIA

En el nombre de la madre

Cuando tenía 11 años, Valeria Jara fue la única testigo del asesinato de su madre, Liliana Tallarico. La causa permaneció estancada hasta el 2001, cuando Valeria superó el estrés post traumático y declaró que el asesino fue su padre, quien además la había violado más de una vez. Ahora, a pesar de las pruebas en su contra, José Luis Jara podría ser sobreseído.

 Por Soledad Vallejos

Cuántos años tenés ahora?
–Veintidós. Hace once años que vengo con esto. A medida que pasa el tiempo, me voy dando cuenta de que es una carga muy pesada.
Eso dice Valeria Jara una mañana de sol límpido en La Plata, mientras la prolijidad del susurro de un aire acondicionado choca con la tensión de unos ojos inmensos de los que ahora, aunque ella se niega con tenacidad, empiezan a asomar lágrimas. No quiere volver sobre los diez años que han pasado desde que su madre, Liliana Tallarico, a quien la crónica decidió bautizar “la bailarina” (“eso es una falta de respeto, ella era más que una bailarina, era profesora de danzas desde los 15 años, y a nadie le importa”) apareció degollada en una habitación del departamento en el que vivían ambas. No tiene intención, tampoco, de repasar nuevamente las innumerables declaraciones que –junto con otros testimonios y pericias– terminaron por generar un expediente de más de 1200 fojas que no encontraban un imputado hasta que, en febrero de 2001, el tratamiento psiconanalítico permitió vencer al estrés post traumático y derivó en una nueva afirmación. “Fue mi papá”, dijo Valeria en ese momento frente al juez, “el que mató a mi mamá”, José Luis Jara, su padre, el hombre al que ella –asomada a la puerta de su habitación– afirmaba haber visto asesinar a su madre. Dice su declaración en el expediente judicial: “El estaba parado, la espalda le daba al espejo (...) la corta, se desploma arriba de la cama (...) le digo qué hiciste, y él estaba parado al lado de la mesa y me contestó nada, nada, no pasó nada”. Tras esas declaraciones, Jara fue acusado de “homicidio”, y quedó detenido. A su favor, para limpiar las sospechas que las acusaciones de Valeria (avaladas por su psicóloga) arrojaban sobre él, reclamó en el despacho del juez: “Hagan tratar a mi hija, creo que estos años estuve viviendo con un monstruo. Es como un pescado, no tiene sentimientos. Perdí siete años por esta pendeja de mierda”.
Siete meses después, en septiembre de 2001, la Sala IV de la Cámara Penal platense ordenó la falta de mérito para Jara, habida cuenta de que “excepto el relato de su hija Valeria –muy cuestionado y calificado de poco creíble– no surgen de la causa elementos probatorios con entidad bastante para fundar la prisión preventiva”. El contenido de sus últimas afirmaciones, continuaba, “se contradice con las declaraciones que hizo en otras etapas de la causa”. Por supuesto, la Cámara se estaba refiriendo a lo que ella había contado cuando tenía 11 años y se recuperaba en el hospital Sor María Ludovica de las fracturas que a cada segundo le recordaban que había intentado salir de su habitación, en un piso octavo, aferrada a una soga hecha con sábanas, que no lo había logrado, y que había sufrido una caída de casi 20 metros. Durante esos días, meses, de internación y operaciones, dicen las crónicas de entonces, su padre la acompañaba en forma casi permanente y era con quien mantenía “las únicas conversaciones relacionadas con el hecho”. Cuando los médicos le dieron el alta, Valeria comenzó a convivir con su padre, en una casa que él alquilaba en Ranchos, primero, y en el mismo departamento en el que había sido asesinada su madre después. Allí siguió Valeria hasta principios de 2001.
Para fines de 2001, Jara estaba nuevamente en libertad. Se negó a colaborar con pruebas solicitadas por el abogado de Ethel Perla Idizaterri y Victoriano Tallarico, los abuelos maternos de Valeria: un análisis de grupo y factor sanguíneo, pero también una serie de pericias antropométricas que determinaran, por ejemplo, su peso y altura. En 2002, Valeria nuevamente solicitó declarar, y dijo en el juzgado: “Si me preguntan sobre si me gusta lo que estoy haciendo diría que no me gusta, porque debería quedar en el plano más íntimo. Pero es importante y es una obligación moral y lo que hizo mi viejo está mal, y no debe quedar sólo en una cuestión mía. El haber sido violada por mi padre es algo íntimo, quec uesta decirlo, cuesta hablar del tema, pero lo tengo que decir”. Agregó, además, que las violaciones habían comenzado antes del asesinato de su madre, y que continuaron luego, durante el tiempo que vivió con él. Liliana Tallarico, su madre, lo sospechaba, y por eso la medianoche del 5 de enero de 1994, cuando Jara había ido a buscar a Valeria, discutieron.
Ahora, en esta transición de 2004 a 2005, Valeria espera tener una respuesta, “un corte”, algo que le permita rescatar de una memoria no invadida por la gramática caprichosa de los expedientes los gestos de su madre, o ver crecer a su hijo que todavía “no pregunta porque es chiquito”, sabiendo que cuando finalmente pregunte ella tendrá el aplomo de contestar sin vacilaciones. A mediados de septiembre de 2004, el juez Horacio Alberto Nardo, a cargo del Juzgado de Transición Nº 1, resolvió ordenar el cierre de sumario, por lo que la causa fue enviada a la fiscal Beatriz Castellanos de Bruzzone. Los abogados defensores de Jara, Héctor Granillo Fernández y Miguel Otegui, solicitaron el sobreseimiento, que fue denegado, y elevaron entonces el pedido a la Cámara de Apelaciones, la misma que antes, a pesar de que ocho pericias psicológicas y psiquiátricas habían dado por válidas las declaraciones de Valeria, y de que la criminogénesis (la hipótesis de cómo se llevó adelante el asesinato) elaborada por los peritos coincidiera con el relato hecho por ella, había asegurado que no había “elementos probatorios” para la acusación. En estos días, aun cuando sea un mes de feria judicial, aun cuando las muertes de jóvenes estén tan frescas en los ojos que resulte difícil ocupar la cabeza con otras cosas, Valeria está esperando la resolución de la Cámara, con la sensación de que en esas letras se juega su pasado, su futuro y la memoria de su madre.
–Es solamente un caso, pero para uno es una forma de vivir también. Es complejo. Lo que se muestra son fechas, situaciones, cosas que pasan, ya no sé la gente lo que debe pensar, pero para uno es diferente. Esto se permeabiliza en tu vida, en todos los ámbitos. Es como que constantemente se te vuelven todos los recuerdos. Yo anoche hablaba con mi abogado, sobre venir a hablar hoy acá. Decís “otra vez, otra vez”, y corrés, corrés. Querés ir a pelear por tu hijo, peleás por todo, pero... también cuando corrés sentís que hubiera sido más fácil, no, más fácil no, pero sí distinto si hubiese estado mi mamá. En cada acontecimiento que uno normalmente piensa que es familiar, el nacimiento de un hijo, el viaje de egresados, siempre es como que estás al 50 por ciento. Cerca tuyo hay gente que vos querés, pero no es lo mismo. Lo peor es que vivís con esto. Entonces, decís “¿por qué?”.

Tres jueces, el nacimiento de su –hasta ahora– único hijo (“que lleva mi apellido”), siete años de amanecer cada día en la casa en que murió su madre (un lugar que no fue preservado como escena a periciar por los oficiales de la “maldita policía”, pero que conservó las huellas de esa noche hasta el día en que ella decidió mudarse para no ver más la puerta agujereada, el piso maltrecho del que sus abuelos fregaron –por orden del primer juez– la sangre), el haber terminado el colegio secundario y una carrera vinculada al turismo, esas fueron sólo algunas de las cosas que pasaron mientras Valeria llevaba adelante, con tropiezos y en ocasiones oposición de su padre, una terapia. En especial, dice, haberse convertido en madre, algo que le hizo comprender “que ser padre no es solamente dar de comer, llevar al colegio, vestir, sino que tiene que ver con respetar”.
–Todo este tiempo he tenido bastante entereza, pero ya con esto (con las violaciones) es como que va más allá. Yo venía luchando porque se supiera la verdad, y por la memoria de mi mamá, y por justicia para mi mamá, pero ahora, a la vez, también se trata de mi integridad.
Ante el juez, con una claridad abrumadora, con instantes en los que sentía que las palabras no iban a ser lo suficientemente contundentes y no podía evitar susurrar “esto parece una terapia, no una declaración”, dijo: “(Mi padre) me quitó muchas cosas, es una de las cosas más importantes de una mujer, poder disfrutar, es poder decir cuándo, cómo y con quién tener su primera relación, y que él me lo quitó”.
–Desde que empezó mi formación –digamos– cívica-ciudadana, ya empezamos con esto de ir a pasillos de juzgados, a estar con abogados. Hay gente que ni siquiera tiene contacto con abogados, o hay gente que lo tiene de grande, pero yo lo empecé a tener a los 11 años. Vas preguntando, te vas enterando de cosas, vas sabiendo, pasa a ser cotidiano, lamentablemente. Para otro puede ser extraño, pero para mí es parte de mi formación, y tal vez por esto pienso en cosas que tienen que ver con los derechos, con protegerse, cómo explicarlo, con decir “bueno, hasta acá”, porque llega un punto en que todo esto se permeabiliza en tu vida, y a veces te faltan el respeto. También le faltaron el respeto a mi mamá muchísimas veces.
–¿Cómo?
–Es que constantemente se trata de tu palabra, la verdad que estás tratando decir, y hoy en día en esta sociedad es muy difícil que solamente se crea en la palabra. Pasa que desde muy chica yo vengo diciendo las cosas de una y otra manera, y te vuelven a preguntar exactamente lo mismo veinte mil veces. Te invaden tu intimidad, pero también tenés que poder decir “paren, porque tengo mi vida, y también quiero seguir adelante, y también quiero ser persona, tengo un hijo, quiero trabajar”. Hay gente que se desubica, vos vas a todos lados y llega un momento en el que no sos persona, sino que sos una situación que manejaron de determinada manera. Vos vas por la calle y te dicen “ah, vos sos...”, “soy”. Es tener algo que todavía no se resuelve, que en definitiva está en riesgo tu honor, tu integridad, tu privacidad.
Levanta apenas el ruedo de la falda, muestra la cicatriz de un brazo, dice “y el hecho de estar con las marcas de las quebraduras y todo, cada vez que viene el verano, cada vez que quiero usar pollera. Yo misma me olvido que las tengo, pero el resto de la gente no”.
–Lo que quiero es que esto termine de una vez. Yo ya dije la verdad, ya dije todo lo que tenía que decir, ¿y qué es lo que se hace? Eso es lo que resulta más difícil: ¿qué hace falta decir? Parece que con sólo decir la verdad no es suficiente.
–¿Creés que una sentencia terminaría esto?
–No sé si una sentencia, pero sí un corte definitivo en el sentido de la verdad, de que quede claro cómo son las cosas. Porque en todo este tiempo, mientras hablan de un caso, no se ve que vos estás yendo al colegio, que empezaste la facultad, que sos una persona y de repente vuelve a salir todo de vuelta. No se transmiten los sentimientos de lo que te está pasando a vos, lo que le pasa a la gente después, hay muchas cosas que perdés, otras que ganás.
–¿Qué ganás?
–Principalmente, un desahogo, un decir “di todo, dije todo”. Fue la primera vez que me pasó, que me desbloquée, por decir así, fue fuerte. Y es tomar una decisión, decir: “mi vida era así. A partir de que tengo conciencia de esto, las cosas no van a ser iguales”. Gané tranquilidad al decir “voy a decir hasta lo último, pase lo que pase”. Son decisiones de vida. Pero lo peor es que tenés que vivir con esto. Dentro mío, yo sentía que algo me faltaba, algo más. Creo que de chica lo que intenté fue sobrevivir, porque cuando me desperté en el hospital, o cuando empecé a tener más conciencia, fue una cuestión de sobrevivencia. Yo ya había perdido muchísimo. Sabía que quería volver al colegio, quería ir, no perderme, seguir estando ahí. En estas cosas, no hay mucho por agregar. Creo que pasa más por sentir que por decir, pasa por ponerse un poco en el lugar del otro.
Antes de cerrar el sumario, y tras sostener la hipótesis de que Jara mató a Liliana Tallarico porque intuía que había violado a Valeria, el juez Nardo escribió que “la vivencia que protagonizara involuntariamente Valeria Jara necesariamente deja secuelas que la acompañarán por el resto de su vida”, y que “existen sobrados e importantes elementos para sostener que el imputado José Luis Jara sea probablemente autor penalmente responsable del hecho”.

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Valeria, al salir del hospital en brazos de su padre, José Luis Jara.
 
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