Viernes, 11 de febrero de 2005 | Hoy
OFICIOS
Cuando dos profesores descubrieron el tesoro fílmico, que yacía en un sótano, una veintena de estudiantes de cine se ofreció a desempolvar latas y catalogar rollos. Al poco tiempo, del grupo original, sólo quedaban ocho chicas, que con el correr de los años se han convertido en cuatro expertas en el difícil arte de clasificar –con mínimos recursos y enorme voluntad– gran parte de la historia de la cinematografía nacional.
Por Patricia Chaina
Suena a exageración hablar de síndrome del vinagre. Lo más lógico es pensar en un tufillo, un imperceptible olor agrio. Pero entonces, una de las chicas abre la puerta de lo que podría llamarse mausoleo y el vaho corrompe hasta las fosas nasales más curtidas. Esas películas irrecuperables, muertas, están debajo de una escalera. Durante varios meses, ellas no supieron cuántas de las 60 mil latas con material fílmico podían estar avinagradas y entonces corrían en medio del olor nauseabundo. Si pasa un año y medio desde que el síndrome se desata, la película está perdida. Había que apurarse.
Durante dos años, las ocho estudiantes de cine fueron todas las tardes al subsuelo de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc) –dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (Incaa)– para airear y catalogar el material que, casi fortuitamente, habían descubierto Octavio Fabiano y Fernando Martín Peña. Desde este año son cuatro, “vinimos ad honorem un año y medio, era mucho compromiso y mucho trabajo, entonces las que consiguieron algún laburo en cine se fueron”. Quedaron Evangelina Loguercio, Marina Coen, Georgina Tosi, y Natalia Sánchez. En el camino hubo otra pérdida fundamental: Octavio Fabiano murió en el 2003 a causa de un infarto cerebral. “Desde el comienzo, él estuvo todo el tiempo con nosotras, transmitiéndonos lo que sabía. Fue el que nos enseñó lo que hacemos”. Fabiano y Peña eran socios desde el ‘94, cuando fundaron la Cinemateca de Buenos Aires; y en el reparto de tareas en el subsuelo de la Enerc, Fabiano era el que se ocupaba de que las chicas tuvieran lo que necesitaban para trabajar -incluidos algunos magros sueldos que se obtuvieron hace un año y medio– y Peña difundía puertas afuera el trabajo que hacían, convencidos de que ‘rescatar’ no implica solamente sacar de la basura, identificar, poner en condiciones. Implica también mostrar, dar a conocer, exponer. Preservar y difundir son dos caras de una misma moneda y una no tiene sentido sin la otra. ¿A quién sirven las colecciones inaccesibles? ¿Qué función cumple un film que nunca sale de su estante? El cine, lo completa el público”, según palabras de Peña. Y, gracias a esta tarea de difusión, que tiene su eje en los ciclos Clásicos de Estreno que se hacen dos veces al año en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (Malba), el equipo logró que fueran restauradas más de 50 películas, algunas verdaderos hallazgos que nadie suponía que podían estar dentro de las latas oxidadas.
En diciembre del 2000, un grupo de coleccionistas, realizadores, laboratoristas y técnicos creó la Asociación de Apoyo al Patrimonio Audiovisual (Aprocinain) con el objetivo de llamar la atención sobre la falta de cuidado del patrimonio fílmico nacional. Existía la ley 25.119, de 1999, que proponía la creación de la Cinemateca Nacional –con el objetivo de preservar y difundir el material fílmico–, pero que la Secretaría de Cultura de la Nación aún no había reglamentado (ni lo hizo todavía). Aprocinain se proponía hacer lobby para lograr la puesta en marcha de la ley y, a la vez, efectuar rescates de películas que evidenciaran que el trabajo de preservación era más un tema de buena voluntad y conciencia, que de presupuesto (lo cual no quiere decir que éste no haga falta). En la misma época, a Peña y Fabiano, profesores de la Enerc, los llevaron “de paseo” por la escuela y descubrieron el sótano. “Yo sabía que en algún lugar del edificio estaba el material que laboratorios Alex le había dado al Instituto cuando cerró, pero no imaginaba semejante cantidad –recuerda Peña–. Eran miles de latas apiladas en un lugar lleno de polvo y agua por las obras e inundaciones. Nos pusimos a ver con Octavio si valía la pena hacer algo con eso, y encontramos Gritos y susurros, de Bergman; El ciudadano, de Orson Welles; Invasión, de Hugo Santiago, un par de Hugo del Carril... todo apilado en forma absurda: 10 latas juntas podían ser de 10 películas diferentes. Ahí pensamos que merecía ser bien hecho y lo propusimos en clase”. Una veintena de alumnos se anotaron para ayudarlos. “Duraron un mes -recuerdan las chicas–. Finalmente quedamos ocho mujeres, hasta este año. A veces la gente viene buscando que le enseñemos a restaurar y nosotras no hacemos eso, sólo airear y catalogar, que igual es un montón”. “Vienen a salvar el cine argentino salvando un fotograma, o creen que se van a encontrar con tecnología de punta, y cuando ven esto se van al toque” ríe con dureza Georgina. “Esto” es un subsuelo de techos altísimos, muy amplio y repleto de anaqueles en los que se apilan las latas. Tienen catalogados casi todos los largometrajes, cerca de 900. Todavía las esperan los “sin nombre”, las publicidades, los cortos, los documentales y los de 16 milímetros. “Cuando llegamos acá, en diciembre del 2001, estaba todo el material en una montaña que llegaba al techo, mezclado con papeles del Instituto, como basura. Empezamos a sacar lata por lata, algunas etiquetas correspondían con lo que había dentro, pero otras no; y las que no tenían nombre pasaron a la pila de ‘sin identificar’, que es lo que estamos haciendo ahora”, cuenta Mariana. No, no hay ninguna moviola a mano, ellas se ríen de lo absurda, engorrosa y primitiva que es la forma en que trabajan: “Miramos fotograma por fotograma y si no ubicamos la película, porque tantas no vimos, empezamos a buscar en los libros alguna escena, o los actores”.
El material que está en el Enerc es la herencia de los laboratorios Alex –películas nacionales y extranjeras– más el propio archivo del Incaa (por cada película argentina filmada, una copia debe ser entregada al Instituto de Cine) que, si se reglamenta la ley, pasarían a ser parte de la Cinemateca y Archivo de la Imagen Nacional (Cinain), creado a partir de la norma. “Cuando hicimos el último ciclo de estrenos de copias restauradas en julio, en el Malba, la Secretaría de Cultura dio por primera vez signos de que iba a reglamentar, pero después no tuvimos más noticias”, dice Peña. “Al principio, nosotras estábamos acá y Fabiano se encargaba de todo lo externo. Cuando él murió, empezamos a ir nosotras al Instituto, somos las hinchapelotas que andamos pidiendo cosas por el edificio. Lo único que conseguimos son los sueldos: 550 pesos por 4 horas diarias. Cuando éramos 8, había cuatro sueldos para repartir; ahora que somos cuatro, tenemos tres”, dice Georgina, y reflexiona con resignación: “A veces nos quedamos pensando que la reglamentación ya va a salir. Pero a veces el laburo es frustrante, o será que una no tiene los objetivosclaros: catalogo, ¿y después qué hago? Al no existir la Cinemateca, no sabemos si las películas algún día se van a proyectar o no. Puede venir un nuevo director del Inca y volar todo”.
Ellas son como Quijotes y, los anaqueles, enormes molinos de viento. El trabajo anónimo, cuidadoso (airean las películas, pero no tocan demasiado las cintas para no dañarlas) y agotador (llevan fichas escritas a mano de cada película porque no tienen computadora) que realizan perderá su sentido si el Estado no reglamenta la ley que cree la Cinain. Todo lo hecho hasta ahora podría perderse amenazado por ese síndrome impiadoso que carcome alimentado por cada segundo que pasa. Allí abajo, donde la luz del sol no llega y uno podría fantasear, como en el cine, que el reloj está detenido, el paso del tiempo y la conciencia de lo efímero tienen la dimensión de King Kong.
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