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Viernes, 26 de agosto de 2005

CAPRICHOS

Fruto divino

Tenía que ser una diosa, Palas Atenea, la que inventara un árbol tan maravilloso como el olivo, capaz de vivir largos siglos y de dar las aceitunas, esos frutos ovalados, verdes y negros que al ser exprimidos sueltan un aceite dorado, fragante y sabroso. Imprescindible en la cocina mediterránea, estrella indiscutida de la gastronomía actual, este óleo es excelente para la salud.

 Por Moira Soto

No es verdad que todo lo que es rico hace mal o engorda: el aceite de oliva de buena calidad es uno de los alimentos más exquisitos que existan sobre la faz de la Tierra –casi habría que decir de las piedras, terreno preferido por el árbol que da aceitunas– y hace muchísimo bien a la salud. En consecuencia, no genera sobrepeso. Increíblemente, semejante regalo de la diosa Palas Atenea, que lo creó en una competencia del Olimpo, empezó a ser valorado por un público más masivo en la última década y media en nuestro país, merced al auge de los productos importados, de la cocina mediterránea, de programas de estímulo a la producción. Y ese aceite que se había dejado de importar a fines de los ‘40 y solo se siguió fabricando en pequeña escala para conocedores/as –el Tittarelli y el Yancanelo siguen siendo apreciados– en las décadas siguientes, empezó a producirse generosamente, al tiempo que se multiplicaban los olivares en algunas provincias, y a la vez que aparecía el aceite orgánico artesanal, espeso y turbio, con cachitos de aceitunas, que mojado en pan de campo puede llevar al éxtasis místico a más de una gourmette.

Este aceite, entre dorado y verdoso según las aceitunas y el procedimiento que se empleen, se ha vuelto tan popular que hoy en día, en cualquier cantina de barrio, si pedía una papa natural o una ensalada básica, el mozo ofrece oliva para condimentar. Desde ya, no va a ser un Núñez del Prado, de Baena, o un Saint Côme francés, y casi seguro no se tratará de un óleo prensado a la piedra en frío, pero allá en el fondo del paladar habrá un regusto a ese fruto ilustrísimo, venerado por Oriente y Occidente desde el fondo de los siglos. De ese fruto del árbol sagrado que alimentó la lámpara de Alá, que acompañó a Jesús en su penosa última noche en Getsemaní (nombre que justamente quiere decir molienda de aceite), que lubricó los mimos de Safo en la Antigua Grecia.

Aceitados placeres

“Antigua sede del pensamiento, de la inquietud científica, de las luchas literarias y de las indulgencias de la carne”, dice de la isla de Lesbos el periodista norteamericano Mort Rosemblum, autor del fervoroso tratado La aceituna. Vida y tradiciones de un noble fruto (Tusquets Editores, Colección Los cinco sentidos). Pese a que sus ricos olivares de la Antigüedad sufrieron incontables embates a través de los siglos, Lesbos sigue siendo el centro de mayor concentración con millones de árboles, y su aceite –que adoraba Epicuro– se vende a muchos países. A los olivos les gusta la tierra rocosa, nitrogenada y bien drenada del lugar. Según la leyenda, fue Heracles en el itinerario impuesto por sus famosos trabajos quien propagó el cultivo del olivo por toda la cuenca del Mediterráneo. Como señala Rosemblum, las aceitunas han impregnado cada una de las culturas de esa costa: Aristóteles filosofaba sobre ellas y Leonardo inventó una manera moderna de molerlas. En las tumbas de los faraones egipcios, dentro de las pirámides, se encontraron aceitunas grabadas en oro. Los atletas griegos aceitaban copiosamente sus cuerpos y la primitiva llama olímpica era un ramo de olivo encendido. Los gladiadores vencedores de Roma eran honrados con esas ramas que se bendicen en las iglesias católicas el Domingo de Ramos para evocar el comienzo del Via Crucis de Cristo...

Si Safo se inspiró en las magníficas aceitunas de su isla, Sófocles, en Edipo en Colona, llama al olivo “árbol glorioso que florece en nuestra tierra doria... Nacido de sí mismo e inmortal...”. He aquí la incitante receta de origen turco y adoptada por los griegos, que rescata el autor de La aceituna, llamada Iman Bayaldi: se prepara cortando seis berenjenas por la mitad a lo largo y dejándolas una hora en agua salada, para luego escurrirlas, secarlas y saltearlas ligeramente en aceite. Colocarlas enseguida en una fuerte para horno y con una cucharita de té quitarles la mitad de la pulpa. Freír apenas tres cebollas medianas en rodajas y añadirles tres dientes de ajo deshechos; al ratito sumar dos o tres tomates pelados y picados, la pulpa de las berenjenas deshecha, perejil bien cortadito, dos buenas cucharadas de azúcar, sal y pimienta. Cocer a fuego lento unos minutos. Poner este relleno en las berenjenas y coronarlo con una rodaja de tomate (sin semillas, para evitar amarguras) y mandar a horno medio unos cuarenta minutos. ¿Hace falta indicar que todos los pasos se realizan con el respaldo de un perfumado aceite de oliva?

Agitado pero no revuelto

“Si existen cuatro elementos en el planeta –tierra, agua, aire, fuego–, entonces el olivo ha de ser el quinto”, sostiene Willis Barstone, autor de varios textos sobre la cultura mediterránea. “La gente que conoce los olivos los respeta como si fueran ángeles que salen de la tierra... El olivo es al Mediterráneo lo que el camello al desierto.” Este quinto elemento fue cultivado en la actual zona de California hacia fines del siglo XVII por padres franciscanos y a fines del XIX ese aceite producido en esas costas figuraba entre los mejores del mundo. Pero en el XX, grandes olivares fueron arrancados para plantar viñedos, y apenas a fines de los ‘80, cuando los norteamericanos empezaron a redescubrir las virtudes del aceite de oliva, algunos californianos volvieron la mirada hacia los prodigiosos árboles que habían sobrevivido a la falta de poda y a la indiferencia.

Cuenta la anécdota que parte de ese renacimiento se debió a que un buen día la mujer de un tal Bruce Cohn, hastiada de las manchas negruscas que aparecían en su bonita alfombra beige, apretó a su marido: “Hay que hacer algo con esos jodidos árboles”. Y Cohn, en un rapto iluminado, decidió hacer aceite con las viejas picholines que habían venido de Francia un siglo antes. Le fue muy pero muy bien: Olive Hill hizo honor a su antiguo nombre y pronto llegó el Festival del Aceite, que se celebra en junio y convoca a miles de fieles anhelantes de catar y gozar.

Previamente y por puro azar, empero, los norteamericanos habían conquistado un sitial indiscutible en la religión del olivo gracias a la invención, al parecer en 1870, del cóctel más conocido del mundo, el martini seco. Según una tradición, lo creó Julio Richelieu, un camarero al que un minero afiebrado le había pedido una bebida muy especial a cambio de una pepita de oro. JR mezcló ginebra con vino blanco seco y le dio un toque final con una aceituna verde. La preparación tuvo un éxito instantáneo y el camarero la llamó Martínez, nombre del pueblo donde estaba el bar.

De todas maneras, hay otro mozo que disputa el privilegio de haber ideado el martini: se trata de Martini d’Arona di Taggia, quien en 1910 en el hotel Knickerbocker le habría servido a John D. Rockefeller una mixtura no identificada de bebidas que sazonó con un chorrito de limón y una o dos aceitunas. Supuestamente, al brebaje le quedó el nombre de pila del waiter. En los ‘40, la receta que llegó a nuestros días ya era muy conocida. De modo que no sorprende que Franklin Roosevelt, cuando se reunió en 1943 en Teherán con Churchill y Stalin, les haya ofrecido un martini compuesto de dos partes de ginebra, una de vermut y, obviamente, una verde aceituna en salmuera. Esa es prácticamente la fórmula que le gusta beber a James Bond. “Agitado pero no revuelto” (shaken not stired), con todo derecho. Porque este cóctel sólo se refresca en la coctelera (previamente enfriada con cubitos que se retiran) después de reunir cuatro partes de gin o vodka y media de vermut blanco seco. También se puede optar por el perfect martini: mitad y mitad de vodka (o gin) y de vermut. Más la carnosa aceitunita, no hace falta decirlo, y siempre en copa triangular. Aunque, hay que aclararlo, el dry martini de Bond suele llevar un twist de limón (un rulo de corteza).

Olor de santidad

Las bondades del aceite de oliva, más allá del campo gastronómico, se conocieron desde siempre. Sus poderes balsámicos, hoy científicamente probados, llevaban a frotar el cuerpito de los recién nacidos en diferentes culturas. Hipócrates, por su lado, ya sabía lo que hoy pregonan los médicos: que este aceite se digiere con facilidad. Entre las múltiples ventajas que brinda –además de su sabor, su fragancia, su textura–, el oliva protege el colesterol bueno y reduce el malo; es bueno para la piel, los huesos, las articulaciones, protege las arterias, disminuye la presión; se recomienda para los niñitos por ayudar al crecimiento armonioso, y para los mayores porque retrasa el envejecimiento; también se afirma que previene algunas neoplasias, estabiliza la glucemia y frena la diabetes.

El culto de aceite de oliva ha llegado al extremo de usarlo en reemplazo de la manteca en tortas y hojaldres. La pasionaria norteamericana del olivo, Arlene Wanderman, ha publicado un libro de recetas de platos salados y picantes, y también postres de chocolate y nueces, o scons de limón y frutas del bosque. Mientras que el vasco Martín Verasategui, una de las estrellas actuales de la cocina española, propone directamente un helado de aceite de oliva. Todo lo cual no quita que si lo que se nos antoja es un bocado bien tradicional y sabrosón, nos decantemos por un pain bagnat provenzal. A saber: se ahueca una rebanada grande de pan de campo y se la aceita con un chorro fino. Se acomodan rodajas de tomate (sin semillas) si es posible madurado en la planta y otras rodajas más finas de cebolla colorada. Se añade huevo duro troceado y unas anchoas. Se remojan los ingredientes con otro poco de aceite y se tapan con otra rebanada ahuecada. (Si lo quieren llevar al trabajo, conviene envolver este supersandwich con papel de aluminio).

Sin duda, lo ideal sería tener en la alacena al menos dos o tres clases diferentes de aceites de oliva, después de haber ido probando distintas marcas y calidades. Pero el buen aceite –de primera presión en frío, extra virgen– es caro y se desliza rápido si lo aplicamos a todos los platos. De todos modos, siempre se puede alternar con otros aceites y también buscar entre los de oliva más económicos –los llamados simplemente virgen o puro– los que tengan mejor sabor. Además de los importados que circulan en negocios especializados –como La Española, Pilippo Berio, De Cecco (una delicia)–, hay una gran oferta local que va de los clásicos ya citados más arriba, a Mazola y Lira, pasando por Copisi y Marilén, entre otros, algunos de los cuales vienen en varios gustos. También se pueden dejar tentar por las marcas orgánicas que proponen productos artesanales. La cuestión es poder volver a casa –hoy, por ejemplo– y prepararse un aïoli fragante que justifique el gasto. Total, esta mayonesa casera solo pide un par de cabezotas de ajo aplastadas, una yema de huevo, sal... y una taza de aceite de oliva picante, además de buena muñeca para batir. Alcanza para cuatro o cinco personas y realza milagrosamente unas modestísimas zanahorias hervidas.

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