Viernes, 26 de agosto de 2005 | Hoy
LETRAS
En un seminario que se articula sobre la obra de cuatro escritoras argentinas del siglo XIX, la crítica literaria y directora de la revista Feminaria da cuenta de cómo la escritura funcionó como estrategia, tanto para intervenir en el mundo –y sin que se note la “indisciplina”– como para ganar dinero.
Por Liliana Viola
La brecha en la oscuridad no se abre solamente a fuerza de combate. Ocurre también que las mismas personas que viven cómodas dentro del estereotipo terminan quebrando las reglas del juego, mediante algún gesto que ellas mismas consideran “normal”. La aparición de la mujer en el horizonte de la vida pública es un acontecimiento que ha llevado siglos y que se debe, sin duda, al trabajo, la lucha y también al martirio de muchas mujeres. Pero no sólo a ellas. Esta afirmación aparece perfectamente ilustrada, según la crítica literaria Lea Fletcher, por una serie de mujeres escritoras del siglo XIX. Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Rosa Guerra, Delfina Vedia de Mitre, María Eugenia Echenique, Eduarda Mansilla de García, Lola Larrosa son los nombres de algunas de las escritoras que sentaron el antecedente de la mujer pensante, dedicada al periodismo o a la literatura y, sobre todo, profesional. De una época en la que no existía ni en los sueños la imagen de la señora “que aporta”, resulta posible rescatar –y todavía hay que rescatar porque la historia las ha borrado– nombres de mujeres que lo hicieron y que no se sintieron mortificadas por eso. Como si por unos pocos años se hubiera producido un adormecimiento en el machismo nacional, estas señoras circularon libremente y hasta armaron sus propios cenáculos. El auge de la educación pública les señaló el camino, aunque también es cierto que casi en todos los casos escribieron para mujeres y en un lenguaje casto, apropiado para las circunstancias. Ya para cuando en 1920 Victoria Ocampo pretendiera hacer algo parecido, el despertador de su padre y otros señores había empezado a sonar. Durante las últimas décadas del siglo XIX, en América latina se realizaron importantes cambios económicos y culturales que incidieron en la formulación de leyes y reformas favorables al acceso de las mujeres a la educación. A la educación primaria que ya había alertado a estas jovencitas de los mediados del siglo, se le sumaron colegios y liceos “para señoritas”. Aunque el programa de estudios era elemental –porque con saber leer y escribir ya era suficiente para estar a la altura de sus hijos varones–, es aquí donde aparecen las pioneras de todo lo que vino después. El magisterio fue la llave que abrió las mentes de las chicas y les despertó vocaciones. Un ejemplo de esto es el recorrido de la primera médica del país, Cecilia Grierson, que empezó de la manera más tradicional: en 1878, a los 19 años, egresó de la Escuela Normal de Maestras de Buenos Aires y, de inmediato, Sarmiento le ofreció un puesto en una escuela de varones donde trabajó por un tiempo. La medicina vino después, y para cuando pretendieron detenerla ya era tarde. ¿Qué hizo posible que esto sucediera en un mundo en el que las mujeres debían pedir permiso para todo? ¿Qué las unió? ¿Qué las diferenciaba? ¿Por qué la historia las olvidó?
Estas y otras preguntas se dispone a responder la doctora en Letras Lea Fletcher –fundadora, además, de la revista feminista Feminaria– en un curso gratuito que ofrecerá el Centro Cultural Ricardo Rojas, todos los lunes de septiembre. Escritoras argentinas del siglo XIX. Clase social y dinero/Mujer y dinero es el título de esta propuesta centrada en la vida y obra de cuatro narradoras: Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Lola Larrosa y Eduarda Mansilla.
–¿En qué sentido dice usted que estas mujeres seguían el estereotipo, en qué sentido rompían las reglas?
–En contra de lo que podría pensarse, ninguna de ellas tenía la idea de que la mujer pudiera dejar de ocupar el rol de ama de casa. Al contrario, luchaban y trabajaban para educar a las mujeres a través de lo que escribían y a través de revistas que crearon o dirigieron, porque querían contribuir con su rol de madres. No luchaban para que otras salieran de casa sino para que fueran más aptas en la educación de sus propios hijos. Además, ellas mismas no encuentran ninguna contradicción en el hecho de ser escritoras y amas de casa. Les resulta lo más natural del mundo. Todas hicieron la primaria, casi todas ejercieron el magisterio, aprendieron a escribir y eso es lo que hacían. Rompían reglas, obviamente porque se convirtieron en mujeres profesionales que mantenían su hogar en aquel momento con el fruto de su trabajo. Pensemos que ninguna de las cuatro tenía un marido que la mantuviera. Y además, más allá de la necesidad económica que acuciaba con toda su crudeza a Lola Larrosa y que Eduarda Mansilla (hemana de Lucio y sobrina de Rosas) no conoció jamás, todas sintieron la necesidad de ganar dinero por lo que hacían. Todas relacionaron escritura con retribución económica.
–¿Cómo recibió la sociedad la aparición de estas mujeres que escribían historias de amor y fundaban revistas para mujeres?
–En la sociedad de ese momento no causaron ningún escándalo porque la actividad de escribir era vista como la de bordar, cocinar, tocar el piano. Ellas no estaban haciendo nada raro. Las mujeres llegaron a la educación primaria apenas 7 u 8 años después que los varones. No hay grandes diferencias en este sentido y en este preciso momento entre los sexos. Estas mujeres que tuvieron acceso a una escuela pública llegaron a la profesión que entonces era lo correcto para una señorita: el magisterio. Mientras fue un trabajo mal pago, las maestras fueron sólo mujeres, cuando tuvo una remuneración mayor ingresaron los hombres, que volvieron a dejar el magisterio una vez que los sueldos se convirtieron en lo que ya conocemos. El paso del magisterio a la escritura fue algo natural.
–¿Qué propició en el ambiente la aparición de estas escritoras?
–Sin dudas, el panorama cultural de la época. Buenos Aires en el siglo XIX fue un momento propicio, dada la fuerza que tuvo el proyecto de educar a la población. El de las escritoras no es un fenómeno aislado. Este es el siglo de las anarquistas, de las socialistas, de las primeras universitarias. Mucho más que las escritoras, estas últimas tenían además la práctica de tender lazos. Es el caso de Alicia Moreau de Justo, desde la medicina y el socialismo. Cuantas más mujeres educadas, más mujeres en la vida pública.
–¿Qué relación encuentra entre estas escritoras tan olvidadas y el trabajo de dirigir una editorial y una revista feminista hoy en el mismo país?
–Diría que muchas, y que desgraciadamente somos muy fieles a las tradiciones, en este sentido. Como en aquel entonces, las relaciones son fundamentales y casi excluyentes. En ese momento y no es casual, la que mayor visibilidad tenía era Eduarda Mansilla. Independientemente de su talento, su apellido resultó fundamental. Es difícil recibir la mirada de la prensa y de la difusión en estos temas. Los prejuicios frente a mujeres que trabajan para las mujeres siempre existieron. Piense usted que cuando Ricardo Rojas se refiere a Juana Manso dirá que era tan hombruna como Sarmiento. La mujer, y esto es una tradición, si es linda no es inteligente, y si es fea, puede ser que sea inteligente pero, en ese caso, no es tan mujer. Otra cuestión que se repite también es la tendencia a la comodidad. Ya contra esto se enfurecía la Manso cuando su propia audiencia, el público femenino, prefería desoírla. Hay cierta pereza que da el cumplimiento del estereotipo. El trabajo es siempre lento, pero sigue.
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