Viernes, 18 de noviembre de 2005 | Hoy
ANTICIPO
Durante un verano, la poeta y ensayista Xavière Gauthier y Marguerite Duras mantuvieron seis encuentros que, luego transcriptos, se convirtieron en las entrevistas íntimas, distendidas, reflexivas, que componen Las conversadoras, un libro de próxima aparición que permite el reencuentro con una escritora imprescindible.
Por Moira Soto
En la vieja casa de piedra de Neaphle-le-Château, que se compró con los derechos para el cine de Un dique contra el Pacífico, en esa cocina abarrotada de ollas y sartenes, especias y hierbas, la escritora y cineasta Marguerite Duras conversó largamente, de igual a igual, con Xavière Gauthier, fundadora de la revista feminista Sorcières, poeta y ensayista. Fueron cinco entrevistas distendidas, de mucho intercambio, reflexivas, hasta cierto punto erráticas, que sin embargo dejaron espacios para que las dos mujeres hicieran dulces caseros. El resultado de esos encuentros estivales, más varias páginas de notas aclaratorias y una entrevista posterior –Desposeída– aparecerán a comienzos del mes próximo, en una coedición de El Cuenco de Plata y Ediciones literales, con traducción de Silvio Mattoni.
En el prefacio, Gauthier reconoce las dudas acerca de dar a conocer públicamente la desgrabación textual de esos diálogos, respetando el lenguaje coloquial y el ritmo discontinuo, las repeticiones, los desvíos, los conceptos inconclusos a veces retomados más adelante. “Habría sido fácil –y era tentador– reestructurar el conjunto, aligerar el fárrago de lo que aparecía en forma de digresiones (...), enderezar la marcha de cangrejo, sinuosa u ondulante.” Finalmente, si no se hicieron esas correcciones “fue porque esa labor de ordenamiento habría sido un acto de censura cuyo efecto sería ocultar lo que sin duda es esencial: lo que se escucha en los numerosos silencios, lo que se lee en lo que no ha sido dicho (...). Lo esencial, aquello que no quisimos decir pero que se dijo sin que lo supiéramos, en las fallas de la palabra clara, límpida y fácil, en todos los lapsus.”
Había entonces que dejar lo dicho en esas conversaciones tal cual, en primer lugar por respeto a Marguerite Duras, y en segundo porque se trataba de dos mujeres: con luminosa intuición, Gauthier no descarta la posibilidad de que “si las palabras plenas y bien fundadas fueron siempre utilizadas, alineadas, acumuladas por los hombres, lo femenino puede aparecer como esa clase de yuyos, un tanto escuálidos al principio, que alcanzan a crecer entre los intersticios de las viejas piedras y –¿por qué no?– terminan despegando las viejas placas de cemento con la fuerza de lo que ha sido largamente contenido”.
Hay dos altos picos de popularidad en la vida literaria de Marguerite Duras: a los 44, cuando escribe los bellísimos diálogos de Hiroshima mon amour, el film de Alain Resnais que pese a su carácter vanguardista logró un suceso internacional (el texto circuló tanto en las calles que, como recuerda MD en Las conversadoras, hasta lo decían las stripers en clubes nocturnos), y a los ’70, al publicar El amante, suceso mundial con más de dos millones de lectores en Francia, un relato de sesgo autobiográfico por el que le dieron el premio Goncourt. Pero el resto –los numerosos libros que escribió, las películas que dirigió sobre sus propias obras– sólo fue y es objeto de culto de un público conocedor bastante acotado.
Paradójicamente, en el caso de Hiroshima –film que la satisfizo– Marguerite Duras fue estafada: nadie le avisó acerca de la cláusula sobre el porcentaje que le correspondía como guionista y diez años después Resnais le comentó que había perdido millones: “Creo que si no hubiera sido mujer, no me habrían robado de esa manera”, le dice la escritora a Xavière Gauthier. En cambio, la venta de Un dique contra el Pacífico –que realizó René Clément en 1958– le dio la oportunidad de comprarse su famosa casa de campo con un gran jardín, pero se indignó cuando comprobó los cambios que habían efectuado los guionistas, desvirtuando el final.
En cuanto a la adaptación de su best-seller El amante, MD ni siquiera se molestó en ver la indigna ilustración estetizante de Jean Jacques Annaud, porque le fueron suficientes las discusiones respecto de los tres guiones que escribió. Por otra parte, previamente había tenido un gran disgusto con las Editions de Minuit, a las que envió el manuscrito en la primera etapa del trabajo. Se quedó esperando cuarenta días, al cabo de los cuales se lo devolvieron sin comentarios y con capítulos suprimidos, frases tachadas, correcciones gramaticales. Se largó a llorar sobre el texto hasta que su joven compañero Yann Andréa se lo arrancó y lo leyó horrorizado. A los dos días, Marguerite firmaba con Gallimard y al poco tiempo estallaba el impresionante éxito de El amante. “Quizá pensaron que yo ya estaba envejeciendo y que como había estado muy enferma, no me iba a dar cuenta. Tengo algo que decirles: ellos no son ni serán nunca escritores. Y despídanse definitivamente de Duras. Se acabó, incluso hasta la muerte. Todavía puedo escribir después de muerta”, declaró tan campante en un reportaje que le hicieron con motivo de la publicación, seis años después, de El amante de la China del Norte, una especie de revancha contra la melosidad publicitaria de Annaud, una novela que lejos de ser una repetición de El amante es otro amante, en versión más amarga, menos brillante pero igualmente personal. “Yo siempre voy a buscar a mis amantes a la China del Norte. Manchuria es una especie de criadero de amantes. Allí no hay lepra como en Indochina, tampoco disentería. Creo que inventé completamente Manchuria, pero ya no puedo privarme de esa palabra.” De este libro, la escritora imagina que podría hacerse “una película austera, lo menos cinematográfica posible, más bien y no hablada, como India Song”.
Marguerite Donnadieu había nacido el 4 de abril de 1914 en las afueras de Saigón, en la Indochina colonial, de padre y madre maestros que trabajaron en distintas ciudades, como Hanoi y Phnom Penh. “Cuando mi padre murió, yo tenía cuatro años, mis hermanos siete y nueve. Mi madre se convirtió entonces también en padre”, anota Marguerite –que elegiría el apellido Duras en tributo al municipio donde vivía la familia paterna en Francia– en uno de los artículos de El mundo exterior. “Los tres estábamos locos por nuestra madre, y tuvimos que hacerla feliz (...) Por nosotros siguió enseñando para completar su escaso salario de maestra campesina.”
Alumna de esta mujer que se gastó veinte años de ahorros en unos terrenos que nunca consiguió ganarle al mar, Marguerite obtuvo precozmente el certificado de estudios primarios, a los once. Edad en que se iba de excursión con su hermanito, a cazar y a matar en la Cadena del Elefante, donde temblando escuchaba al tigre y donde un día vio pasar a cien metros a una feroz pantera negra, según narra en Las conversadoras: “Habríamos podido morir veinticinco veces”.
A la preciosa y frágil adolescente que aparecía en la tapa de El amante, la que viajaba en la limusina negra del chino rico, le llegó la hora del desencanto cuando Laure Adler publicó Marguerite Duras, en 1998, a dos años de la muerte de la escritora. Según Adler, que movió cielo y tierra en sus investigaciones e incluso tuvo acceso a los archivos personales de Duras, el amante fue idealizado en el célebre relato: en verdad, la madre habría vendido a su hija al chino, no tanto por necesidad de dinero sino para que su adorado hijo mayor se pudiera drogar tranquilo. “Empero, cuando llevó ese dinero a su casa, Marguerite tuvo por primera vez la impresión de existir a los ojos de su madre. Creo que ahí fue cuando se fundó su deseo de escritura”, manifestó Adler a la revista Lire.
A los 17, Marguerite Duras se instaló en París, cursó Derecho y Ciencias Políticas en la Sorbona, trabajó en el Ministerio para las Colonias. Ambigua y contradictoria, siguió persiguiendo vanamente el amor y la aprobación de su madre. Durante la ocupación nazi formó parte de una comisión supervisada por los alemanes, encargada de distribuir –o no– el papel entre los editores. En 1943, año en que publica su primera novela Les impudents –respaldada por Raymond Queneau– se vuelca a la resistencia junto a Robert Antelme. Se separan, él es detenido. Ella ya está enamorada de Dionys Mascolo –padre de su único hijo Jean, apodado Outa–, pero insiste ante la Gestapo para saber el destino de Robert. Entonces conoce a un tal Delval que dice haberse llevado al marido. Todo lleva a pensar, según Laure Adler, que durante algunos meses Marguerite mantuvo una relación muy cercana con este hombre, si bien a la hora de la Liberación se empeñó en hacerlo detener. A su regreso del campo de concentración, Robert mantuvo excelentes relaciones con Marguerite y Dionys. Entraron juntos al Partido Comunista y poco después fueron expulsados por una denuncia de inmoralidad.
“Durante mucho tiempo, yo estuve integrada a la sociedad, cenaba en casa de gente... Iba a las presentaciones, me veía con personas... Y luego, tuve una historia de amor”, le confía Duras a Gauthier en Las conversadoras, reconociendo una vez más lo estrechamente que se ligan en ella vida y literatura. “Una experiencia erótica muy, muy, muy violenta y –¿cómo decirlo?– atravesé una crisis que era... suicida. A partir de entonces los libros cambiaron (...) Pienso que el giro, el viraje hacia la sinceridad se produjo allí (...) En fin, no era una historia de amor, era una historia sexual. Creía que no iba a poder salir de ella. Era muy extraño. Lo he contado desde afuera en Moderato Cantabile, pero nunca hablé de ella de otro modo (...) Fue una ruptura en profundidad. Seguí llevando una vida mundana, y luego un día, poco a poco más bien, eso se terminó por completo (...) Atravesé momentos peligrosos en mi vida, lo sé. Pero no eran vividos conscientemente, mientras que en este caso yo sabía claramente lo que quería (...) Ya estaba en el ‘Me matas’ de Hiroshima. Lo había escrito pero nunca, nunca lo había vivido.”
A propósito del film Nathalie Granger, rodado en su casa de campo, MD habla de las tareas domésticas, de cómo transcurre el tiempo para las mujeres, de su intención de revisar la gramática de la imagen, de la imposibilidad de la genuina comprensión entre hombres y mujeres (“nos vamos llevando así, juntos, pero hay paredes entre ellos y nosotras”). En el citado film, Duras trabajó con Lucia Bosé y Jeanne Moreau, dos estrellas, “y en lugar de hacerlas actuar las muestro de espaldas. Muestro sus manos durante diez minutos. Ellas estaban encantadas, felices de filmar así. Lo entendieron totalmente”. Los trabajos de la casa, la doble jornada, llevan a MD a decir que “habrá que tener amantes, tal vez maridos, pero no convivir, no darle asidero a la servidumbre”.
En su diálogo con Gauthier, Duras vuelve insistentemente sobre el tema de la locura, ella que ha sido tachada tantas veces de chiflada, de desconsiderada, de autodestructiva. Recuerda a las brujas que según Michelet empezaron a hablar solas en la Edad Media, en ausencia de los hombres, en el bosque. “Las quemaron. Para detener, contener esa locura, contener el habla femenina.” Y como para demostrar que puede tomar distancia de su propio enajenamiento, cuenta un extraordinario episodio que vivió, o más bien que la tuvo de extrañada protagonista en el aeropuerto de Roma. Un paréntesis, un blanco, un estado que se emparienta con el arrebato de Lol. V. Stein.
Se trataba de encontrarse un director para Destruir... porque al productor de París le interesaba el libro, pero no quería saber nada de que Marguerite lo filmase. Pues bien, la escritora y cineasta se tomó el avión correspondiente y bajó en Roma, donde supuestamente iba a haber gente esperándola. Pero algo falló, quizás esperaban a una mujer más alta, ella tampoco reconoció a nadie con aspecto de productor de cine. Podía haber llamado por teléfono, pero optó por sentarse en un banco del hall del aeropuerto y se quedó allí hasta el atardecer. Sólo se levantó para tomar un capuchino que se volcó encima de la falda blanca. “Estaba inmunda”, comenta. Pero no hizo el menor gesto de limpiarse, volvió al asiento. Y siguió mirando a la gente. Siete horas y media continuadas. Por fin, decidió moverse, llamó al productor que estaba desesperado porque había ocurrido un accidente en Milán esa mañana y pensaron que acaso ella se había equivocado de avión. Luego, cuando contó lo que había sucedido, le dijeron que era suicida. “Pero yo estaba muy bien en ese banco (...) Estaba donde hacía falta que estuviese, bien. Nadie sabía dónde estaba. Nadie en el mundo (...) Hay algo que pasó, algo que fue sacudido en esa espera. Tal vez una necesidad extrema de soledad.”
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