Viernes, 9 de marzo de 2007 | Hoy
HOMENAJE
Aunque su nombre no figuraba en los avisos, Margarita Bróndolo dejó su sello en más de trescientas películas argentinas, como cortadora de negativo, un oficio de alta precisión y suma delicadeza. Favorita de directores muy diversos, empezó en los años ‘30 y trabajó sin cesar hasta fines de los ’90.
Por Moira Soto
Dejó de trabajar a los 86, pero sigue extrañando el celuloide entre sus manos enguantadas. Margarita Bróndolo (1911), cortadora de negativo, “hizo” 325 películas del cine nacional. Sin dejar todavía corte y confección de vestidos, empezó a trabajar en 1938 en los estudios SIDE, destacándose prontamente por su habilidad y precisión. A través de su larga, larguísima carrera –que prosiguió en los estudios San Miguel hasta su cierre definitivo a mediados de los ’50, y luego en forma independiente, Margarita Bróndolo cortó negativos de realizaciones de Enrique Santos Discépolo, Lucas Demare, Mario Soffici, Luis Saslavsky, Carlos Hugo Christensen, Armando Bo, Leonardo Favio, Adolfo Aristarain, y continúan las firmas... Famosa por la calidad de su labor, muy estimada por su confiabilidad, oportunidades hubo en que esta señora de rozagantes 95 años fue solicitada simultáneamente por varias productoras. Ahora Margarita vive en Caballito, su barrio de toda la vida, junto a su guapo marido Roberto Vega (“mi hermana menor se casó con el mayor de los Vega, y yo con el menor”, ríe pícara), hombre también ligado al cine, “muy compañero, si no fuera por él no podría ir a tantos lados donde me invitan”. Es que la figura de esta excelente cortadora de negativo (que habría deseado ser montajista) ha recibido distintos reconocimientos en el curso de los últimos años, en Capital y en el interior.
Italianos del Piamonte, el padre y la madre de Margarita Bróndolo se vinieron a la Argentina muy jóvenes, recién casados, escapando de la guerra que se anunciaba, “porque en aquel tiempo los solteros eran los primeros candidatos a ser carne de cañón. Ellos se tomaron el barco en tercera clase, no tenían dinero, sólo traían ropa, era todo su capital. Las mujeres en aquel tiempo preparaban el ajuar, mi mamá trajo sábanas y otras prendas del hilo que tejían mis abuelas en la rueca. Alquilaron una pieza con una cocinita y los dos se pusieron a trabajar enseguida. Mi papá como herrero, que era su especialidad, acá le decían mecánico, y mi mamá en una fábrica. Pero empezaron a llegar las hijas, cuatro, yo soy la segunda. Entonces mi mamá ya no quiso vivir en esa pieza; ella era muy dinámica, muy emprendedora. Quería poner una tienda con telas, sabía coser pero no cortar. Sin embargo, se las arreglaba comprando vestidos, batones que desarmaba y sacaba los moldes. Mi hermana mayor tenía cuatro años cuando llegué, ya habían alquilado una casa más grande en avenida La Plata, donde estaba la Casa de los Envases. Ahí nací yo”.
¿A tu papá le parecía bien que tu mamá trabajara teniendo hijas chiquitas?
–Sí, yo creo que respetaba que ella fuera tan dispuesta, tan independiente, sin dejar de ser responsable. Ella quería cuidar a sus cuatro hijas de los peligros de la calle, que tuviéramos nuestro espacio dentro de la casa. Cuando éramos más chicas, venía una señora que la ayudaba con las cosas de la casa, porque mi mamá se levantaba temprano para atender el negocio, se arreglaba siempre cuidando el detalle, su pelo recogido, zapatos de tacos altos, porque las chinelas eran sólo para salir de la cama. Detrás del mostrador era una señora elegante que atendía con gran amabilidad. A la gente más modesta, los obreros, les vendía al fiado, siempre tratado de ayudar.
¿Las chicas Bróndolo fueron a la escuela pública?
–Sí, en la calle Asamblea hicimos la primaria. Mi hermana mayor aprendió después a coser con una modista, y cuando me tocó el turno a mí, me anoté en una escuela nocturna, en corte y confección, hice el curso de tres años en dos, aunque no me gustaba mucho. Yo tenía otros pajaritos en la cabeza: quería ser bailarina clásica o cantante de ópera, pero mi mamá me explicó que no era posible, que debía trabajar para ayudar a mantener a la familia. Así que tuve que meter los sueños en el bolsillo y ponerme a coser. Mientras tanto, mi hermana se puso de novia y se casó con un contador público, hijo de unos amigos de mis padres. Este chico, cuando estudiaba, había conocido a Alfredo Murúa, luego dueño de los estudios SIDE, que estaban cerca de casa.
Murúa era un gran especialista en sonido, incluso inventó un sistema, Sidetón, y su estudio fue el más moderno de la época.
–Justamente, era chico pero muy completo, hasta tenía laboratorio propio. Bueno, después de unos años que no se veían, se encuentran con mi cuñado casualmente, grandes abrazos, y Murúa lo invita a visitar el estudio donde estaban filmando La ley que olvidaron, con Libertad Lamarque, que dirigió José Ferreira. La protagonista se iba a casar en la iglesia de Pompeya y necesitaban extras. “Venite con la familia”, le dice Murúa a mi cuñado. Ahí fuimos todos y durante el rodaje de esa escena yo empiezo a entender qué había detrás de las películas que veía en el cine Moroni de mi barrio, me atrae muchísimo todo ese movimiento. Después nos dicen que podemos ir a la filmación de la fiesta, y cuando me encuentro con un set de verdad me quedo enloquecida: los decorados, las cámaras, las luces. Una maravilla para mí.
¿Ahí te olvidaste del Colón y se te reveló otra vocación?
—Prácticamente, porque poco después de que entró mi hermana en SIDE, en la parte comercial, le digo a mi cuñado: “Yo quiero trabajar en esto”. El se confundió y me trajo una máquina de escribir para que practicara, porque pensó que necesitaba aprender a teclear, pero yo quería trabajar donde se hacían las películas, participar de ese proceso. Y a los tres meses ya estaba en los estudios, entré en el laboratorio. Me recibe el jefe, el señor Alberto Biasotti, un maestro de la mayoría de los técnicos que estaban ahí, sabía de todo, recibía libros de Francia. Lo lindo del caso es que al ir hacia el laboratorio, yo tenía que cruzar el set y me miraba todo, no me perdía detalle. Aguanté en la sección de copiado, todo a oscuras, dos, tres semanas, y le pedí al señor Biasotti que me cambiara. Me pone en el taller del laboratorio, donde ya trabajaba con la película, entonces todo fue mejor. Durante los primeros días, empiezo a aprender a manejar el material y me pasan a una máquina donde se pegaba el negativo, un trabajo delicadísimo, el que pega no se puede equivocar. ¿Sabés cómo se compaginaba antes? En una mesa que tenía recortado un vidrio, y se pasaba de un disco al otro la película. Allí había lo que se llamaba una lectora de sonido, porque por el sonido se cortaba la imagen, se hacía a mano.
¿Es verdad que estuviste en la primera moviola que llegó al país?
–Sí, al poco tiempo vino de los Estados Unidos una moviola y comenzó otra forma de trabajar. Primero, había que darle un lugar a un cachivache tan grande. El día que llegó, se paró el estudio, todos querían ver ese aparato. Esa moviola está ahora en el Museo del Cine, ahí estuve yo sentada... Bueno, había que formar un nuevo equipo, claro. Viene el señor Biasotti y me dice: “Usted va a ayudar al compaginador”.
¿La primera película fue Caprichosa y millonaria, de Discépolo?
–Claro, con Paulina Singerman, y ahí estaba yo, sentada al lado del compaginador, fue un gran momento. Pero desgraciadamente las cosas anduvieron mal y el estudio cerró. Empezaron a despedir el personal seis meses antes. En la sección de montaje había un muchacho alemán que había estudiado en Francia, Ulrico Stern, tocaba el piano divinamente. Por ese entonces, Miguel Machinandiarena, español vasco, había construido casinos y también los estudios San Miguel. Arriba era todo laboratorio, con máquina de revelación, truca, fotografía, y abajo estaba dedicado al montaje, cuatro salas con moviolas. Se sabía que para fin de año iban a abrir esos estudios. El encargado de la sección compaginación necesitaba un ayudante y me vino a buscar a SIDE, donde yo todavía seguía trabajando: “Me gustaría que usted viniera para armar el negativo, va a tener a una chica para que la ayude”, me prometió, pero cuando supe que había que viajar 42 minutos de tren, le dije que no, que era demasiado. “Piénselo”, insistió él. Volvió otras veces, me aseguraba: “Mire que el puesto es suyo, va a estar bien, ya está arreglado el sueldo”. Finalmente, acepté. Salí con la última tanda de SIDE y me di cuenta de que quería seguir en el cine, que no tenía ningún deseo de trabajar de modista. Porque mi mamá conservaba algunas clientas, cuando yo volvía del estudio, la ayudaba a coser, también los sábados y domingos, cuatro mujeres cosiendo para la gente del barrio. Porque mi mamá era tan despierta que para que el negocio le rindiera primero les vendía la tela en su tienda y después les hacía el vestido a las señoras. Quedaba todo en casa. Ella se había abonado a una revista mensual de afuera que traía figurines y moldes.
Pero lo tuyo era el cine...
–Además de querer seguir en el cine, me gustaba ganarme un sueldo. Un día, este muchacho que te conté me propone esperarme en la estación Chacarita y acompañarme a los estudios San Miguel para presentarme al jefe de producción. Mi papá dijo que él también venía, quería ver dónde iba a estar todo el día. Llegamos a Bella Vista, el estudio estaba cerca de la estación, era un sueño, enorme. Yo ganaba 70 pesos por mes en SIDE y sumaba unos pesitos como modista. Este jefe me dice que mi sueldo va a ser de 150 pesos, que me van a pagar la comida y el abono del tren... Salí loca de contenta. Empecé al día siguiente. Así entré en San Miguel, fui la encargada de la sección y en un momento tuve a tres chicas trabajando conmigo.
¿Las mujeres tienen una habilidad especial para estos oficios que exigen precisión, motricidad fina?
–Es un trabajo de mucha delicadeza, sí, que se hace con guantes, cuidando de que no se marque la película, hay que tomarla por los bordes. Había que hacer un archivo de todo lo que iba filmando, que era mucho en aquel tiempo, la responsabilidad era grande. La copia iba a positivo, a compaginado, y el negativo me venía a mí y yo tenía que separar toma por toma. El negativo tiene una numeración que va subiendo o bajando, había que anotar todo, una tarea muy minuciosa. ¿Cuántos millones cuesta una película? Bueno, mirá, esos millones están todos reflejados en el negativo: el trabajo de todos los equipos, cámara, sonido, luz, decorado, música, actuación se concentran en el negativo, y yo era la depositaria de ese negativo, del cual se hace la copia. Por eso no se puede ni perder ni rayar ni cortar mal. Yo, por suerte, no me equivoqué nunca.
¿Esa destreza la empezaste a desarrollar en corte y confección?
–Sí, claro, ya estaba acostumbrada a la tijera. También tenía muy buena vista, imprescindible para esta tarea.
Después de dos producciones de prueba que no se estrenaron, la primera película oficial de San Miguel fue una superproducción...
Petróleo, de Arturo Mom, filmada en el sur, todo un acontecimiento. En ese momento, tenía en mi sección a una ayudante, y una vez que hacía el negativo, me iba a compaginación para aprender, me gustaba mucho. Pero nunca me dejaron compaginar. Bueno, una vez estuve en un equipo de mujeres, compaginé algo. ¿Te acordás de Vlasta Lah, que dirigió Las modelos al comienzo de los ’60? Estaba casada con el director italiano Catrano Catrani y me hice amiga de ella, en esas fechas asistente de dirección. Había hecho el guión y el encuadre de un corto, a mí me dio la compaginación, tenía una script y así, mujeres en todas las secciones. Vlasta se puso a hacer ese corto por su cuenta, filmaba cuando terminaba de trabajar, mandaba el material al laboratorio y al otro día yo limpiaba el negativo, lo manda a copiar. Como yo era la compaginadora, ella se sentaba a mi lado en la moviola y compaginábamos fuera de horario. Después de que se iba toda la muchachada, yo tenía permiso de usar una moviola. Pero se armó una batahola porque los ayudantes del compaginador pensaron que les quería sacar el trabajo, no entendían que lo hacía por gusto. Lo que les molestaba era verme a mí en la moviola, porque resulta que sabía más que los que recién llegaban.
¿Era una competencia demasiado fuerte?
—No me lo perdonaron, me empezaron a hacer la contra. Era el momento en que se comenzaban a armar los sindicatos. Estos muchachos iban y protestaban: “Si Margarita pasa a compaginación nos quedamos sin subir un escalón”, y algunos agregaban: “Aquí no tiene que haber mujeres, que ella vuelva a negativo y se quede ahí con las chicas”. Tanto escándalo hicieron que me manda llamar el jefe de laboratorio, señor Domingo Ricci, creyendo que me quiero cambiar de sección, me pide que no deje el negativo en manos de otra gente. Yo no sabía dónde meterme. Le expliqué que sólo iba a compaginar después de hora, que lo hacía con la señora Vlasta, que quería dirigir, y que si decidía cambiar, él iba a ser el primero en enterarse. Después encaré a los muchachos por la bambolla que habían hecho diciendo algo que no era verdad. Ay, yo te puedo hablar de la lucha de una mujer por trabajar en el cine. Fue tremendo. Ciento por ciento machista, no pudieron soportar verme trabajando y conversando con Rinaldi, Discépolo, Demare, que me querían porque veían mi pasión por el oficio.
Por otra parte, nunca fuiste una acomodada; tu lugar te lo ganaste por tu buen rendimiento.
–A mí nadie me regaló nada: entré porque quise, aprendí por vocación, me dediqué plenamente. Pero tuve que dejar con mucha pena la moviola porque eran muchos ánimos en contra. Me sentí muy mal por lo injusto de la situación. Algún día será, me consolaba, pero no fue. Poco después, San Miguel cerró por distintos problemas de tipo económico. Ese también fue un dolor muy grande. Yo tenía el rebusque de volver a coser a mi casa, pero otros, nada. Algunos se repartieron en otros estudios. Un grupo de técnicos fue a hablar con don Miguel Machinandiarena, le ofreció hacer una cooperativa, volvimos a trabajar durante año y medio. Hasta que un día me llama un compaginador que me había hecho la guerra con la moviola en San Miguel, yo ya estaba sin trabajo y él me pide que vaya al laboratorio y me ofrece un puesto en la productora General Belgrano de los hermanos Carreras, mirá qué reconocimiento. Me pusieron a trabajar en una sala de proyección que se usaba solo para doblaje. Después empecé con Armando Bo, hice todas sus películas, menos la última. Estuve en Aries desde que comenzaron, después vino Eduardo López. Trabajé en cooperativa, siempre estaba ocupada. Hice la primera de Favio, Crónica de un niño solo, titubeaba un poco pero tenía mucha intuición. Me llevé muy bien con Héctor Olivera, con Fernando Ayala, con Adolfo Aristarain... Tantos directores, más de trescientas películas.
Realmente, ¿nunca compaginaste nada en un largo?
–Mirá, sí. Cuando estaba en San Miguel, Luis Montura dirigió La dama del collar, en 1948, con Amelia Bence. Había un decorado que era una joyería a donde iba el galán, le enseñaban el muestrario y elegía un anillo de compromiso. Se hicieron varias tomas y me dieron a mí el material para que lo ordenara y lo compaginara a mi manera. Y lo hice, solita. Fue hermoso. Esa secuencia es mía. También compaginé colas de propaganda, me daban el material y lo manejaba a piacere. Pero oficialmente no pude compaginar nunca.
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